Ésta es la mujer a la que más teme el IS

Edad: 53 años. Profesión: espía. Estado civil: casada. Hijos: cuatro. Origen: Irak. Religión: judía. Horas conectada a internet al día: incontables. Domicilio: desconocido (EEUU). Cuando hay un atentado terrorista, su teléfono es el primero que marcan la CIA, el FBI e, incluso, la Casa Blanca. Y es que Rita Katz es la única persona capaz de infiltrarse donde los mejores agentes de inteligencia fracasan: en las alcantarillas del Estado Islámico. Por eso es una de las personas a la que más teme el grupo terrorista más peligroso del mundo. Y es una mujer.

Su cara saltó a la televisión en prime time en septiembre de 2014. Pocos días antes, el mundo entero asistía, espantado, a la decapitación del periodista estadounidense Steven Sotloff. Pero el vídeo llegó antes de lo esperado a la red. Lo posteó Katz y les reventó la exclusiva a los propios ejecutores.

«Accedimos a las imágenes antes de que pudiera hacerlo el IS. Obtuvimos al vídeo de antemano y les ganamos la jugada al publicarlo antes que ellos», afirma, muy seria. Tras ella, una desenfocada librería. Ni un detalle que revele dónde se encuentra. Demasiado peligroso.

Rita Katz fundó en 2002 la agencia privada de inteligencia SITE Intel Group (Search for International Terrorist Entities, en sus siglas en inglés), primero como un instituto de investigación en terrorismo islamista; sólo más tarde se convertiría en «la organización no gubernamental antiterrorista líder en el mundo». Eso dicen ellos. Eso confirman los hechos.

La clave de su éxito está en que los espías de Katz nacen, no se hacen. Como ella, sus agentes son nativos de países árabes. Dominan el idioma, comprenden la cultura, son uno más. Por eso llegan hasta la cocina. Están donde todo se cuece hoy, incluso el terrorismo: en las redes sociales. Telegram, Twitter, la internet profunda… «Ya no necesitan que vayas a Afganistán para entrenarte. Lo hacen directamente por internet», decía, en una entrevista en la revista The New Yorker. Y hace 10 años de aquello.

Pero antes de convertirse en una especie de James Bond 3.0, Rita Katz fue Mata Hari. Comenzó participando en pequeños chats de una mezquita, en los que se hacía pasar por uno de sus fieles musulmanes. Poco a poco, la cosa fue a más y se vio a sí misma, durante meses, acudiendo dos veces por semana a los eventos de una fundación islamista vestida con un burka, embarazadísima, y con una grabadora atada al vientre bajo el aparatoso disfraz.

Se metió tanto en el papel que un día, un reportero le pidió una pequeña entrevista para un reportaje en televisión sobre «los musulmanes ante el nuevo milenio» y sus respuestas lo dejaron K.O. Tan concentrada estaba en su nueva tarea que su marido acabó sospechando que tenía una aventura. Ignoraba a qué se dedicaba. Nadie lo sabía. No era ella ni en vaqueros ni con burka.

Su infiltración se saldó con redadas masivas del FBI en fundaciones islámicas por todo Estados Unidos. Como dicen en las películas, Katz siguió el dinero. Y descubrió que los 50 dólares al mes que donaba a la Fundación Tierra Santa para el Auxilio y el Desarrollo para apadrinar al hijo de un terrorista suicida acababan, en realidad, en la hucha de la organización terrorista Hamas. Sus 50 dólares y los millones en donaciones que recibían cada mes. Incluidas las subvenciones públicas.

Pero antes de convertirse en cazaterroristas, antes de pisar EEUU, antes de saber de la existencia del estado de Israel, antes incluso de comprender por qué lo hacía, Katz ya se había hecho pasar por musulmana. Era una niña cuando emprendió, junto a su madre y sus tres hermanos, la huida de su Irak natal. Primero, en un tren de mercancías. Más tarde, escondidos entre los pollos de un camión de reparto. Finalmente, en una caminata de 18 días para cruzar la cordillera de los Zagros y llegar a Irán. A finales de los 60, persas e israelíes aún no se habían declarado la guerra.

Escapaban de la policía secreta de Sadam Husein. La misma que, poco más de un año antes, había ahorcado a su padre, junto a otros ocho judíos, en un espectáculo público en Bagdad, retransmitido por televisión, con bailarinas del vientre para amenizar la tarde. Habían fletado autobuses desde todos los puntos del país. No querían que nadie perdiera la oportunidad de pasear los cadáveres de los nueve espías israelíes por las calles.

Rita Katz, la de ahora, nació unos años más tarde, a los 17, cuando rebuscaba en la biblioteca del Parlamento israelí. Aquella foto de la ejecución de su padre le dio una nueva vida. Había nacido la Cazaterroristas. Es el apodo con el que se bautizó a sí misma en su autobiografía, publicada de forma anónima en 2003. Consolidó su carrera, pero también le arrebató la seguridad de la clandestinidad. La poderosísima comunidad islámica estadounidense la demandó, a ella y a la cadena CBS, tras una entrevista. Daba nombres, lugares, fechas…

«Cabreé a muchos radicales y me hice muchos enemigos», reconocía a la revista National Review Online. Ganó el juicio, pero sus enemigos se vengaron dando a conocer su nombre. Nunca más podría infiltrarse. O eso pensaban ellos.

La organización que dirige Katz no está exenta de polémica, ni en su propio bando. Algunos la acusan de propagandista del IS; otros, de ser uno de los tentáculos del Mosad en Norteamérica. La hija de aquel hombre ajusticiado bajo la acusación de espiar para los israelíes, acusada a su vez de espiar para los israelíes. La cuadratura del círculo.

Mientras tanto, Katz sigue enganchada a internet. Rastreando mensajes de Telegram. Persiguiendo tuits. Buscando planes, vídeos, reivindicaciones. Sigue infiltrada.