La violencia como código de vida

Según Amnistía Internacional, en su reporte del año 2016 indica que ocho de los diez países más homicidios del planeta están en Latinoamérica y el Caribe, y una de cada cuatro muertes violentas en el mundo ocurre entre Brasil, Colombia, México y Venezuela.
A pesar de los avances significativos de la región, a excepción de Venezuela, en sus indicadores macroeconómicos, resulta evidente que la violencia se ha instalado en los modos de vivir y convivir de sus sociedades y, que, si no se actúa con políticas públicas diseñadas casi quirúrgicamente para cambiar esta dinámica de la agresión, el proceso de deterioro social no se detendrá espontáneamente o como consecuencia del bienestar económico.
Son múltiples las evidencias sobre las mejoras en los indicadores económicos que no se traducen en reducciones automáticas de la violencia. De la misma manera, asociar las tasas criminales a los altos niveles de pobreza es una aproximación errada de la realidad. Países como Bolivia con un PIB per cápita inferior a Venezuela, tiene tasas de homicidio 18 veces menores.
Para entender el problema endémico de la violencia en Venezuela no basta con una visión lineal de la realidad. Son múltiples las relaciones entre causas y efectos que nos han llevado a las estratosféricas tasas del delito que hoy vivimos. El proceso sostenido de crecimiento de 19 a 92 homicidios por cada 100 mil habitantes en los últimos 19 años es, por tanto, producto de la conjunción compleja de elementos, que van desde la pérdida acelerada de institucionalidad hasta los millones de armas ilegales que circulan sin control por nuestras calles.
En este sentido, lo que debe llamarnos a la reflexión y a la acción es la violencia como código de comunicación entre los venezolanos y lo poco, por no decir nada, que hace el Estado y la sociedad por detener esta espiral de la muerte.
Se nos ha dicho que vivimos en una revolución pacífica pero armada. Desde el poder se polariza con un verbo encendido y pareciera que toda política pública está diseñada para enfrentar a pueblo contra pueblo. Sólo observemos los efectos de la escasez y la tensión social que deriva del acceso a los alimentos básicos. En esta situación, el conflicto está a la orden del día, el ciudadano acorralado por la necesidad ha perdido las vías institucionales para ver respetados sus derechos y no le queda otra salida que la protesta callejera y la manifestación que con frecuencia termina en violencia.
En el otro extremo están los niños y jóvenes que a los 12 años comienzan a ver el delito como una alternativa viable de progreso, pues es un medio de ascenso y reconocimiento social en su entorno, que, bajo la más grande impunidad, ve desfilar centenas de muertes cada semana. El deterioro de nuestras relaciones ha llegado a tal nivel que, según encuestas de victimización, 1 de cada 5 muertes violentas en el país es producto de conflictos vecinales o comunitarios tan fútiles como el volumen de la música o el puesto en un estacionamiento.
Detener y revertir esta espiral es el reto más grande que tenemos los venezolanos, entendiendo que no depende de la mejora de los indicadores económicos. En países de Latinoamérica con violencias parecidas a la nuestra en el pasado, han tenido que replantearse la realidad desde otra perspectiva. Se trata de la recuperación del tejido social en sus raíces y la reconstrucción de un capital ciudadano basado en la cooperación, la cohesión y la convivencia. Al mismo tiempo, el Estado está obligado a impulsar en principio, un proceso acelerado de rescate institucional en el sistema de administración de justicia, en la educación pública y en los cuerpos policiales si queremos comenzar a ver resultados a mediano plazo. Hoy, Venezuela demanda un nuevo set mental colectivo para retomar el camino de la paz, que a todas luces es el del progreso.
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