Una teoría de corrupción aplicada al caso Marbella

Los casos de corrupción desvelados recientemente en el Ayuntamiento de Marbella permiten afirmar al autor que se trata de una clase poco avispada de deshonestos. En su versión marbellí, afirma, la corrupción puede ser vista como una epidemia social
En las últimas semanas se ha levantado el velo que ocultaba las vergüenzas del Ayuntamiento de Marbella. Lo acontecido, además de servir para engordar el álbum de villanos populares, nos permite establecer algunas teorías sobre la economía de la corrupción. La primera de ellas se referiría a su concentración en pocas manos. En este punto, no sería distinta de otro tipo de actividades delictivas.
Hace ya algún tiempo, investigadores británicos de Volterra Consulting publicaban los resultados de un análisis sobre criminalidad juvenil. El estudio concluía que casi la totalidad de la actividad delictiva se concentraba en un número reducido de jóvenes. Así, la mayor parte de los jóvenes serían honestos, mientras que unos pocos acapararían el grueso de los crímenes. Las conclusiones del análisis concordaban con la famosa regla 80/20 propuesta por Pareto. La máxima, originalmente aplicada a la distribución de la riqueza, nos diría que el 80% de los delitos son cometidos por el 20% de la población. En los últimos tiempos, la evidencia empírica ha trasladado la regla de Pareto a otros campos, como el tamaño o las tasas de extinción de las empresas, o las averías de los electrodomésticos.
La aplicación del razonamiento anterior, unido a la observación de los últimos escándalos, parece sugerir que las malas prácticas de gestión pública siguen una distribución similar a la del crimen juvenil, con una elevada concentración de la corrupción en pocas manos. Pareto de nuevo. Esta conclusión, aunque reconfortante, nos llevaría a cuestionar las medidas a adoptar para prevenir la aparición de malas prácticas. Serían redundantes, dado que la mayor parte de la gente sabe comportarse. E inútiles, dado que no servirían para disuadir a los corruptos.
Dado que los corruptos inteligentes aman la honestidad, lo acontecido en Marbella nos permite aventurar, también, que nos encontramos frente a una clase poco avispada de deshonestos. En organizaciones y sociedades exitosas, la corrupción y el oportunismo no pueden ser generalizados, porque conducen al colapso. Esta afirmación puede constatarse en los rankings de corrupción elaborados periódicamente por Transparency International. Las mejores posiciones pertenecen a aquellos países donde la corrupción se mantiene por debajo del umbral en que acaba rebosando el vaso y devorando las instituciones. Bajo este prisma, podría decirse que la corrupción disfruta de economías de red negativas: la utilidad de la corrupción para cualquier corrupto disminuye con el número de corruptos existentes. Por eso los corruptos inteligentes aman la honestidad.
Mancur Olson, en Poder y Prosperidad, explicaba bien la necesidad de mantener bajo control la deshonestidad en las sociedades prósperas. Llegaba a afirmar que el salto a la prosperidad andaba parejo a la evolución natural de los criminales: de bandas de salteadores errantes que no pensaban en el mañana, a mafiosos con visión de futuro. Un padrino de los de Coppola tiene interés en el bienestar de su barrio, de él depende el suyo propio. Además, cuando la corrupción se generaliza, la gente puede acabarse cansando y los jueces pueden decidirse a husmear. Así acabó sucediéndole a Al Capone. Por eso los capos sicilianos no permiten que otros criminales se introduzcan en sus barrios. Y por eso la moderación es virtud compartida por criminales y corruptos longevos.
En su versión marbellí, la corrupción puede ser vista como una variedad de epidemia social, cuya extensión (contagio) viene determinada por el umbral de tolerancia y por la arquitectura de las relaciones sociales en torno al corrupto. Del mismo modo que no está bien visto animar al Barça en el Bernabéu, no resulta fácil ser honesto en un océano de corrupción. O viceversa. El umbral de tolerancia se refiere, por lo tanto, a la fracción de individuos deshonestos requerida para que un determinado individuo decida sumarse a la juerga. La presión grupal, en definitiva.
A efectos de la extensión de la corrupción, reviste también importancia la estructura y la relación con el mundo exterior de la organización a la que el individuo pertenece. La probabilidad de contagio disminuye con el grado de apertura al exterior. La transparencia vuelve tímidos a los corruptos.
De lo anterior, lamentablemente, se deducen pocas recetas para evitar la repetición de bochornos como el marbellí. Sólo las fórmulas ya conocidas. Cabe conjeturar que, al igual que en los grupos juveniles, la pequeña corrupción es preludio de aventuras mayores y no conviene minusvalorarla. También, resaltar que la existencia de luz y taquígrafos en la toma de decisiones públicas constituye la mejor arma disuasoria contra las malas prácticas. Por último, cabe apelar a la moderación de los corruptos. Ya se sabe, al que no se modera, le acaban confiscando los osos disecados.
Fuente: Cinco Días
Fecha: 18/04/06

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