El ministro de Interior francés, Nicolás Sarkozy, reconoció la necesidad de los países de lograr un consenso en torno a una “estrategia global” de lucha contra el terrorismo. Este acuerdo, en su criterio, debería incluir áreas de cooperación internacional y adaptación a los medios de lucha aplicados por los miembros de las organizaciones que preconizan el uso de la violencia para promover cambios políticos o religiosos.
Durante la apertura de una jornada de estudios que desembocará en la creación de un “libro blanco” sobre esta materia, Sarkozy señaló que “yihadismo global” representa una amenaza “estratégica” para los estados. Esto exigiría una reformulación de lo que llamó “modos de protección”.
A juzgar por las informaciones divulgadas a través de la Agence France Presse (AFP), el funcionario no mencionó ni siquiera de manera tangencial el terrible problema que atraviesa el país galo a raíz de los disturbios protagonizados por jóvenes de origen musulmán, que se han propagado por más de 300 municipios y que han dejado por lo menos 4 muertos, 8 mil vehículos en estado de pérdida total y 100 edificios públicos devastados. No obstante, en el subconsciente colectivo la referencia del ministro se enlaza directamente con lo que está ocurriendo en las calles parisinas.
Independientemente de las razones que tenga para hacer esta propuesta justo ahora, el ministro omitió un aspecto vital a la hora de abordar una discusión como la que él mismo propuso: no indicó cuál es la definición de terrorismo a la que deberíamos atenernos en el resto del mundo.
Este es uno de los defectos más frecuentes cuando se escucha a los líderes políticos hablar sobre el tema. Simplemente, apuntan con el dedo hacia el vehículo en llamas o el autobús hecho trizas por un ataque suicida e indican: “Eso es terrorismo”. Es, en palabras de Bertrand Russell, una definición ostensiva.
Pero todos sabemos que un “acuerdo global” como el que ahora propone el representante francés no es posible sobre la base de definiciones ostensivas. Es necesario llegar a un enunciado, a la formulación de una frase describa el hecho de la manera más concisa aunque con su género próximo y su diferencia específica, para abarcarlo por completo.
Allí comenzarán las disyuntivas. ¿Por qué el yihadismo global debe ser tomado como terrorismo (es posible que así sea) y no por ejemplo las desapariciones forzadas que caracterizaron la Operación Cóndor o las que hicieron durante los gobiernos de facto que rigieron en Centroamérica durante los años ochentas? ¿Las armas y la tecnología que Francia vendió al régimen de Saddam Husseín, con las cuales el dictador exterminó en los ochentas y noventas al pueblo kurdo, no serían un apoyo indirecto al terrorismo de Estado?
Llama la atención que hayan transcurrido más de 4 años de “guerra mundial” contra el terrorismo, y todavía no sabemos muy bien a qué se refiere el término. La nebulosa en la que se mueve este debate permite a los gobernantes adaptar las circunstancias de acuerdo con sus propios intereses. Pero este relativismo también opera a favor de organizaciones que se dicen independentistas, antiimperialistas, antiabortos, ecologistas, separatistas y otras tantas que acuden a las tácticas del terrorismo para lograr sus fines.
Al paso que vamos, pareciera que cada país necesita una sacudida como la del 11 de marzo de 2004 en Madrid, o las del 7 de julio en Londres, para plantearse con seriedad el problema básico de la definición del terrorismo. En este caso, definir un término llevará establecer un enemigo. Pero también confrontarse con un pasado que puede ser muy incómodo.