Ampliación del horizonte estratégico y reforma militar en América Latina.

A la entrada del nuevo siglo, estas dos visiones de la seguridad continúan vigentes en América Latina, colocando a las fuerzas armadas de la región ante el dilema de asumir dos haces de misiones radicalmente distintas, cuando no sencillamente contradictorias. A un lado, se mantiene un planteamiento clásico de la defensa del estado entendida esencialmente como protección de su soberanía y sus intereses territoriales. Al otro, está emergiendo una perspectiva que se apoya en el estrechamiento de la cooperación regional para impulsar una respuesta a las nuevas amenazas a la estabilidad continental y un aumento de la influencia latinoamericana en el escenario internacional. La tensión entre ambas visiones, la vieja y la nueva, explican las ambivalencias y contradicciones que lastran los planes de modernización de las fuerzas armadas de la región. Son, en cualquier caso, problemas difícilmente evitables en un escenario de seguridad que se encuentra en plena transición.
La evolución estratégica de América Latina está asociada a una transformación en los planteamientos intelectuales que han determinado el comportamiento militar de los gobiernos del continente. Este cambio en las ideas sobre las que las elites latinoamericanas han construido su visión de la defensa puede entenderse como una ampliación de su “horizonte estratégico”. Este término puede ser definido como el universo perceptivo integrado por el conjunto de actores, acontecimientos y factores que es tomado en consideración por una cierta comunidad política a la hora de comprender la propia posición estratégica y diseñar una política de seguridad acorde con ella. Es decir, se refiere a toda la gama de cuestiones que las cúpulas estatales tienen en cuenta, de forma consciente o inconsciente, en el proceso de toma de decisiones en materia de defensa. Desde luego, la probabilidad de que un determinado fenómeno entre a formar parte de los cálculos que conducen a la elaboración de la política de seguridad depende de dos criterios básicos. Para empezar, de la capacidad del actor o hecho en cuestión para provocar un impacto significativo en el escenario estratégico. Además, de la sensibilidad de las elites gubernamentales del estado potencialmente afectado frente a las mutaciones en su posición estratégica. Dentro de este contexto, el dibujo del “horizonte estratégico” obedece a dos coordenadas básicas. Por un lado, un componente espacial que conduce a un estado a percibir como significativos para su seguridad únicamente aquellos hechos sucedidos dentro de una cierta área geográfica por la que se considera concernido. Por otra parte, una vertiente funcional que lleva a considerar esenciales en términos de seguridad a ciertas categorías de acontecimientos mientras que juzga a otras irrelevantes. Así, por ejemplo, un gobierno es posible que considere decisivo para el mantenimiento de su soberanía la evolución de ciertos aspectos de la economía internacional mientras puede juzgar como indiferente el comportamiento de sus vecinos en materia de ecología. Lo fundamental a la hora de valorar el “horizonte estratégico” de uno o varios estados es que su alcance y forma dependen de la forma en que los distintos componentes del entorno son percibidos y no de la importancia objetiva de estos . Es decir, no importa cual sea el impacto real de un determinado acontecimiento o la influencia práctica de un actor. Lo verdaderamente significativo es la forma en que son percibidos por las elites responsables de la toma de decisiones.
A partir de estos conceptos, es posible valorar con más precisión el salto que se está produciendo en los planteamientos estratégicos de buena parte de las repúblicas latinoamericanas. Desde su independencia, el “horizonte estratégico” de las entidades políticas de la región se construyó sobre una preocupación dominante por la protección de los intereses territoriales y la autonomía política de los distintos estados-nación. En buena medida, estos planteamientos nacieron como un reflejo de la debilidad de los estados surgidos tras conseguir su independencia de la corona española. Se trataba de reafirmar una soberanía territorial y política que se percibían como muy frágiles y, en consecuencia, sometidas a permanente discusión. En cualquier caso, estas prioridades estratégicas demostraron una extraordinaria resistencia al cambio. Con independencia de la creciente consolidación de las repúblicas latinoamericanas, continuaron vigentes durante el siglo XIX y buena parte del XX hasta llegar a ser determinantes en la definición de la agenda de seguridad del continente en la Guerra Fría.
La primacía total concedida por los gobiernos latinoamericanos a la protección de la integridad y la independencia estatal se reflejó en sus planteamientos estratégicos. Las políticas de defensa se elaboraron a partir de un principio de seguridad absoluta que confiaba únicamente en los recursos del propio estado a la hora de defender los objetivos nacionales y consideraba el poder militar como un instrumento esencial para defender dichos intereses. Dentro de este esquema, no había espacio para mecanismos de seguridad colectiva donde las repúblicas actuasen de forma coordinada frente a las posibles amenazas a la estabilidad común . A partir de estas ideas, las estructuras defensivas se diseñaron con la vista puesta en tres hipótesis de conflicto donde las elites gubernamentales percibían que estaba en juego la integridad territorial y la soberanía de sus respectivas repúblicas. Por un lado, las crisis por la delimitación de fronteras. Por otro, las tensiones por la conquista de hegemonías regionales. Finalmente, las amenazas de intervención de potencias extranjeras. Los estados latinoamericanos solo percibieron el continente como un espacio estratégico a través de estos tres supuestos. De este modo, la región fue contemplada como un espacio de conflicto donde las repúblicas tenían pocos motivos para cooperar y muchos para enfrentarse. Por consiguiente, las alianzas más sólidas y operativas se estructuraron de acuerdo a las rivalidades regionales y no como mecanismos de largo plazo para gestionar la estabilidad de un espacio estratégico compartido. Estos planteamientos se completaron con una fuerte resistencia de las capitales latinoamericanas a participar en intervenciones más allá de sus fronteras inmediatas . La fuerza militar o la amenaza de su uso podían ser esgrimidas como forma de defender los intereses nacionales; pero siempre en la periferia más próxima del estado. Un territorio donde las amenazas se percibían como suficientemente graves para merecer una respuesta armada. De este modo, se puede afirmar que el “horizonte estratégico” de las repúblicas latinoamericanas se construyó tradicionalmente sobre una esfera geográfica muy limitada y a partir de conflictos en los que se percibía que la soberanía política o territorial.
Sin embargo, tras el final de la Guerra Fría, varios factores han erosionado los límites del espacio a partir del cual las repúblicas latinoamericanas percibían su seguridad. En consecuencia, se ha producido una paulatina ampliación del “horizonte estratégico” de los países de la región. El primer motor de estos cambios ha sido, sin duda, la tecnología. Las continuas innovaciones técnicas han contribuido a transformar a las repúblicas latinoamericanas en un espacio estratégico interdependiente vinculado cada vez más estrechamente al resto del globo. A lo largo de las últimas décadas, la generalización del transporte aéreo, las telecomunicaciones y las tecnologías de la información han alterado sustancialmente esta percepción. En su lugar, está emergiendo la imagen de un espacio donde la inestabilidad se transmite con la misma facilidad que demuestran los narcóticos para atravesar fronteras o las crisis financieras para generar ondas de recesión continentales. Al mismo tiempo, la tecnología ha amplificado el potencial de los actores individuales para influir sobre el escenario regional. Esto es bien visible en el caso de los estados. Sus capacidades se han multiplicado en ámbitos como la recogida de información, las comunicaciones o el armamento. Pero además, los avances técnicos han incrementado sustancialmente las capacidades a disposición de los grupos no gubernamentales. A modo de ejemplo, basta con recordar la difusión de cierto tipo de recursos militares ha proporcionado a las organizaciones de corte terrorista un demoledor potencial de destrucción. Como consecuencia de todas estas tendencias, se ha multiplicado el número de actores capaces de influir sobre la estabilidad del continente pasando por encima de los límites políticos que separan a unos estados de otros.
Un segundo factor que ha contribuido a ampliar las fronteras estratégicas de América Latina ha sido la creciente globalización política, económica y social. Este proceso se ha construido sobre la base de una serie de respuestas político-ideológicas dadas por diversos actores internacionales a las demandas generadas por el acelerado desarrollo tecnológico. El resultado de esta tendencia se ha concretado en la apertura de mercados, la aceptación del derecho de injerencia en los asuntos internos de los estados o el énfasis en la cooperación internacional sobre una amplia gama de asuntos. En este contexto, las repúblicas latinoamericanas han anclado su progreso económico y su consolidación institucional en vínculos internacionales; pero, al mismo tiempo, se han hecho más sensibles al impacto de riesgos e inestabilidades provenientes de fuera de sus fronteras. Esta creciente dependencia del escenario global ha empujado a los gobiernos de la región a incrementar su vigilancia sobre el entorno internacional y ha agudizado su necesidad de disponer de capacidad para proyectar influencia en el exterior. Algunos datos resultan particularmente significativos a la hora de evaluar la creciente inserción de los estados latinoamericanos en el escenario global tanto en términos económicos como políticos. Las exportaciones como porcentaje del Producto Interior Bruto del conjunto de los siete principales estados suramericanos- Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Perú y Venezuela- pasaron de ser menos de un 9,6 en 1989 a sumar un 12,4 en 1998. Al mismo tiempo, para 1998, este mismo grupo de países contribuía a las operaciones de la ONU con más de dos mil soldados y policías. Una cifra particularmente significativa si se tiene en cuenta que, para entonces, Argentina había reducido su aportación a las misiones de paz a apenas seiscientos hombres y el resto de los pacificadores latinoamericanos pertenecían a otras repúblicas.
En particular, los estados latinoamericanos han incrementado la densidad de los vínculos con los vecinos pertenecientes a la misma área geopolítica. La resurrección de las iniciativas de integración regional- en particular, con el nacimiento del MERCOSUR- son una señal inequívoca de la solidez creciente que están adquiriendo los lazos entre las repúblicas del continente. Dentro de este contexto, los flujos de comercio e inversión interregional se han disparado y han soldado las economías de la región. De hecho, el comercio interamericano de los siete países antes citado se multiplicó por 3,6 en el periodo 1989-1998 y pasó a representar un 14,2 por 100 del total de sus exportaciones hasta alcanzar un 30,5 por 100. Al mismo tiempo, las principales capitales de la región han otorgado la máxima prioridad al mantenimiento de la estabilidad política de su entorno regional y han comenzado a desarrollar estrategias para alcanzar este objetivo. Este planteamiento estuvo detrás del activo papel asumido por Buenos Aires, Brasilia y Santiago, en coordinación con Washington, para impulsar la distensión entre Perú y Ecuador. El mismo interés por atajar posibles focos de inestabilidad se puso de manifiesto en 1996, cuando Argentina, Brasil y Uruguay optaron por intervenir en los asuntos internos de Paraguay apoyando al presidente civil Juan Carlos Wasmosy frente a la intentona golpista del general Lino Cesar Oviedo. En este sentido, los crecientes esfuerzos realizados por los estados latinoamericanos para estabilizar su entorno estratégico más próximo son un reconocimiento implícito de que su suerte política y económica está estrechamente vinculada a la de sus vecinos. Las realidades políticas y económicas de los estados del continente están conectadas hasta el punto de que resulta difícil que un estado pueda escapar del contagio de una crisis contigua a sus fronteras. Además, desde otras parte del globo, se contempla América Latina como un conjunto geopolítico único. En consecuencia, un incremento de la inestabilidad en una de sus esquinas tiende a ser interpretada como un fenómeno continental que anima a diplomáticos e inversores a tomar decisiones perjudiciales para el desarrollo económico y el prestigio político de todo la región. En estas condiciones, para las capitales latinoamericanas, la única alternativa es intervenir para atajar los torbellinos que surgen en las proximidades de sus fronteras antes de que les alcancen sus efectos.
El tercer motor detrás de la ampliación del horizonte estratégico latinoamericano es el proceso de democratización que ha sufrido la región durante los años 80 y principios de los 90. La instauración de gobiernos representativos en todo el continente ha llevado a la apertura de canales institucionales que permiten a una diversidad de sectores políticos y sociales influir sobre la formulación de las políticas exterior y de seguridad. Tradicionalmente, sólo ciertas oligarquías político-económicas, cuerpos administrativos especializados como el diplomático y la cúpula de las fuerzas armadas gozaron de un peso real a la hora de determinar los objetivos exteriores del estado y las políticas que debían ser aplicadas para alcanzarlos. Bajo los nuevos sistemas democráticos este círculo se ha ampliado sustancialmente. Desde luego, las elites políticas, financieras y militares continúan siendo actores decisivos en la formulación de las estrategias nacionales. Pero además, el margen de maniobra del ejecutivo ahora está condicionado por la influencia de un parlamento pluralista, una prensa libre y una opinión pública cada vez más organizada. Bajo tales condiciones, las percepciones y preferencias de estos sectores han comenzado a ser tomadas en cuenta a la hora de ingeniar políticas en el campo de las relaciones exteriores y la defensa. Este ha sido el caso, por ejemplo, cuando la voluntad manifestada por ciertos gobiernos de participar en operaciones de las Naciones Unidas se ha visto condicionada por el rechazo público a cualquier intervención en la que las fuerzas destacadas pudiesen sufrir bajas . Pero además, estos arquitectos de la política de seguridad de la democracia han cobrado suficiente fuerza como para ser capaces, por sí mismos, de introducir nuevos temas en la agenda internacional del estado. De hecho, el peso de las preocupaciones humanitarias como motivación principal a la hora de decidir la participación en ciertas misiones de paz es una buena muestra del tipo de cuestiones que han colocado en el centro del debate público sobre la defensa.
De este modo, la tecnología, la globalización y la democracia se han combinado para ampliar sustancialmente el horizonte estratégico de las repúblicas latinoamericanas en varios sentidos. Por un lado, se ha expandido el espacio geográfico que las repúblicas latinoamericanas perciben como sustancial para su seguridad. Paralelamente, han incrementado el número y la diversidad de actores con los que los gobiernos de la región deben contar a la hora de realizar sus cálculos estratégicos. Finalmente, se ha multiplicado el número de temas que son percibidos como relevantes en términos de seguridad y defensa. Esta ampliación del horizonte estratégico de América Latina anuncia una transformación radical de los aparatos militares de la región. El diseño clásico de las fuerzas armadas latinoamericanas estuvo vinculado a la percepción restringida que muchos estados mantuvieron de sus intereses exteriores. En esta concepción, la absoluta prioridad concedida a la defensa de los objetivos territoriales y la autonomía política de las repúblicas ató los cometidos exteriores de los militares al entorno geográfico inmediato de sus respectivas repúblicas. Sobre este espacio, las amenazas exteriores eran simétricas a las capacidades de los ejércitos de la región en la medida en que estaban encarnadas por otros aparatos bélicos vecinos con características semejantes. En consecuencia, las fuerzas armadas debían hacer frente a una gama de misiones restringida, centrada en el desarrollo de operaciones de corte convencional en un enfrentamiento bélico de media o alta intensidad.
Bajo este escenario, el modelo militar construido mantuvo sus rasgos esenciales vigentes hasta el final de la Guerra Fría. Para empezar, se tendió a desarrollar fuerzas armadas absolutamente nacionalizadas. Es decir, se busco crear aparatos bélicos que conservasen su independencia de actuación de cualquier alianza o asociación internacional. Esto no quiere decir, desde luego, que los ejércitos de la región se mantuviesen al margen de influencias exteriores. Es bien conocido, por solo citar dos ejemplos, el peso del modelo militar germano sobre el ejército argentino o la influencia de la Royal Navy sobre la Armada chilena . Pero siempre hubo una intensa preocupación por conservar la máxima autonomía militar posible y una fuerte resistencia a delegar decisiones sobre el uso de la fuerza o la conducción de operaciones bélicas en una autoridad distinta de la nacional.
Un segundo rasgo de los aparatos militares tradicionales de América Latina fue su concepción de ejércitos de masas o, dicho de otra forma, el énfasis puesto por los planificadores militares de la región sobre la necesidad de disponer de capacidad para movilizar a un volumen notable de la población nacional. Este planteamiento estaba animado por razones políticas y estratégicas de igual peso. Por una parte, participar en la defensa nacional se interpretaba como parte ineludible de los deberes y derechos que conformaban la ciudadanía. En términos estratégicos, disponer de unos efectivos numerosos parecía necesario si se tenía que operar en las enormes extensiones del continente. Por otra parte, las perspectivas de que cualquier enfrentamiento bélico se prolongase en una guerra de desgaste hacía recomendable contar con una masa de población con adiestramiento militar que sirviese como fuerza de reserva. En estas circunstancias, la opción por la conscripción resultaba ineludible. Pero desde luego, esto no quiere decir que el principio de servicio militar universal fuese aplicado de forma estricta. De hecho, su puesta en práctica se vio erosionada por dos factores. Para empezar, debido a la ausencia de fondos para el encuadramiento de todos aquéllos que alcanzaban la edad militar. Pero además, a causa de una serie de prácticas discriminatorias que, de hecho, eximían del cumplimiento de su compromiso castrense a buena parte de los jóvenes de clases medias y altas, convirtiendo el servicio militar en una carga soportada básicamente por los sectores populares.
El tercer rasgo del modelo militar latinoamericano fue una incorporación muy desequilibrada de tecnología a sus estructuras operativas. Tradicionalmente, los ejércitos de la región contaron con piezas de equipo que estaban entre las más sofisticadas disponibles en cada momento histórico . Pero estas espectaculares adquisiciones no deben generar una idea engañosa sobre el nivel técnico que alcanzaron en cada periodo los ejércitos del continente. Salvo algunas excepciones, las fuerzas armadas de la región se enfrentaron a notables problemas para incorporar nuevas tecnologías dentro de sus procedimientos operativos. Junto a las resistencias existentes en las burocracias militares a las innovaciones, al menos otros dos factores fueron determinantes para explicar este rezago técnico. Por un lado, el volumen de los efectivos de los ejércitos hizo extraordinariamente costoso conseguir una elevación general del nivel tecnológico de todo el aparato defensivo. Al mismo tiempo, el escaso nivel de cualificación de la tropa y los mandos inferiores, mayoritariamente reclutados por el sistema de conscripción, puso un techo al nivel técnico que se podía alcanzar en el conjunto de las fuerzas armadas. Como consecuencia de estos factores, los programas de modernización tuvieron un alcance puntual y las compras de material sofisticado no fueron capaces de elevar el nivel tecnológico del conjunto de los ejércitos. Las fuerzas armadas latinoamericanas se configuraron como estructuras militares descompensadas donde algunos sistemas armas modernos se incrustaban en entornos de un nivel tecnológico muy inferior, con graves deficiencias en “multiplicadores de fuerza” claves como la logística, la movilidad, las comunicaciones, la inteligencia, etc.
La ampliación del espacio de intereses de seguridad conduce a cambios sustanciales en las misiones de las fuerzas armadas del continente y necesariamente impone una redefinición de sus rasgos básicos. Junto a la defensa de la autonomía política y la integridad territorial de las repúblicas, cada vez menos amenazadas por medios militares convencionales, los gobiernos de América Latina han comenzado a reclamar de sus fuerzas armadas el cumplimiento de cometidos que se corresponden con un nuevo haz de intereses estatales. Este conjunto de prioridades incluye desde el incremento de la presencia en la escena mundial a través de la participación en iniciativas de paz internacionales hasta la contribución al mantenimiento de la estabilidad continental o la protección de las fronteras contra nuevas amenazas como el narcotráfico. La esfera geográfica sobre la que se tienen que desarrollar estas tareas se ha ampliado enormemente empujando buena parte de las actividades militares lejos del territorio nacional. La extensión del potencial teatro de operaciones ha venido acompañada de una diversificación de los riesgos que deben ser enfrentados en el curso de las nuevas tareas militares. Ya no se trata exclusivamente de la posibilidad de enfrentarse a aparatos militares simétricos sino también de la necesidad de responder a una amplia gama de amenazas de bajo nivel generadas tanto por actores estatales como no estatales. En consecuencia, los ejércitos del continente tienen que ser capaces de desarrollar operaciones muy diversas que abarcan desde acciones de combate convencional, pasando por misiones pacificación, hasta tareas de interposición para desactivar conflictos civiles. En consecuencia, se puede decir que la ampliación del horizonte estratégico coloca a las fuerzas armadas latinoamericanas ante el reto de operar en escenarios distantes, contrarrestar un haz de amenazas muy diverso y desarrollar una amplia gama de misiones diferenciadas.
Bajo estas premisas, una modificación radical del perfil de las fuerzas armadas del continente parece inevitable. De hecho, las reformas militares iniciadas por las repúblicas latinoamericanas parecen apuntar hacia cambios en los rasgos que definieron tradicionalmente los aparatos defensivos del continente. En este sentido, es probable que las fuerzas armadas de la región abandonen su modelo de nacionalización absoluta y tiendan a internacionalizarse a un ritmo creciente. En parte, este proceso está impulsado por la propia naturaleza de las misiones que deben desempeñar en el nuevo contexto estratégico. La participación en misiones de paz de las Naciones Unidas implica la colocación de efectivos de los ejércitos latinoamericanos bajo un mando multinacional. En cualquier caso, la tendencia hacia la internacionalización puede alcanzar mayor densidad en el ámbito continental. De hecho, el fortalecimiento de los vínculos comerciales y el incremento de la coordinación política dentro de la región crean condiciones favorables para el establecimiento de lazos en el campo de la defensa. Los procesos de integración generan una masa de intereses comunes que tienden a demandar el establecimiento herramientas militares colectivas con el fin de respaldarlos. Esta posibilidad es evidente dentro de la construcción de MERCOSUR, el espacio donde más se ha profundizado en la concertación de actividades económicas y acciones exteriores .
Además, existen razones adicionales para que el conjunto de las repúblicas latinoamericanas estreche su cooperación defensiva. En buena medida, la posibilidad de que estos países incrementen su influencia exterior con la participación en operaciones de paz depende de que sus contribuciones militares se hagan de forma concertada. La presencia exterior de Argentina o Brasil ha crecido con sus aportaciones a las misiones de la ONU. Pero el peso de la participación latinoamericana se multiplicará en la medida en que la decisión de enviar fuerzas a un escenario de crisis se haga de forma coordinada entre varios gobiernos. Por otra parte, todos los estados del continente comparten amenazas a las que solamente es posible dar una respuesta eficaz de forma colectiva. Tal es el caso, por ejemplo, de actividades como el tráfico de armas o narcóticos. Estos riesgos comunes funcionarán como un poderoso estimulo para consolidar mecanismos de colaboración entre las distintas fuerzas armadas y de seguridad. Finalmente, sean cuales sean las misiones que se deban desempeñar, tendrán que cumplirse con unos recursos limitados a causa de los constreñimientos financieros que encorsetan el gasto en defensa. En este escenario de austeridad, la cooperación entre los ejércitos latinoamericanos abre la posibilidad de reunir recursos para realizar misiones conjuntas que, de otra forma, resultarían imposibles de acometer por un estado de forma individual. La puesta en común de los recursos de transporte aéreo por parte de varios países de la región para prestar apoyo a misiones humanitarias o de paz es un buen ejemplo del tipo de acuerdos limitados hacia los que se podría avanzar a medio plazo.
Un segundo cambio decisivo que parece gestarse en el modelo militar latinoamericano es el abandono del concepto de ejército de masas y la marcada tendencia hacia la reducción y la profesionalización de las fuerzas armadas. En 1985, los ejércitos de América Latina sumaban 1.815.000 hombres en armas. Doce años después, en 1997, habían pasado a reunir solamente 1.362.000 . Esta reducción de efectivos, próxima al 25 por 100, ha sido consecuencia de dos factores. Para empezar, en los últimos años, las repúblicas latinoamericanas han visto cómo las amenazas suscitadas por los estados vecinos contra su integridad territorial y soberanía política se han reducido notablemente . En consecuencia, los grandes ejércitos de masas destinados a la defensa territorial han perdido buena parte de su sentido. Por otra parte, el énfasis puesto por los gobiernos de la región en la reducción de los desequilibrios en las cuentas públicas ha impuesto severas restricciones sobre el gasto militar que, para el conjunto de América Latina, bajó de representar el 3,2 por 100 de Producto Interior Bruto en 1985 a ser tan solo el 2 por 100 en 1997 .
La reducción de efectivos ha sido acompañada por un impulso a la profesionalización de los ejércitos latinoamericanos. La disminución del tamaño de los aparatos militares de la región ha hecho más fácil iniciar procesos para profesionalizarlos sin que el presupuesto militar se dispare como consecuencia de tener que recurrir a personal contratado. Países como Argentina y Uruguay han establecido ejércitos formados en su totalidad por voluntarios. Otros, es el caso de Chile, mantienen la conscripción; pero han anunciado su intención de multiplicar el porcentaje de soldados profesionales en sus fuerzas armadas. Desde luego, existen razones estrictamente nacionales detrás de estas decisiones. Pero además, la tendencia hacia la profesionalización también responde a factores que afectan, de un modo u otro, a todo el continente. Para empezar, la desigualdad con que tradicionalmente se ha aplicado el servicio militar obligatorio ha restado legitimidad a este sistema de reclutamiento hasta el punto de que se ha hecho difícil justificarlo frente a las críticas de sectores políticos opuestos al mismo. Además, buena parte de los nuevos cometidos de los ejércitos latinoamericanos implican el cumplimiento de misiones lejos del territorio nacional con un riesgo, más o menos elevado, de que se produzcan bajas. La opinión pública tiende a rechazar el empleo de soldados de recluta obligatoria en este tipo de operaciones. En consecuencia, los gobiernos ven la profesionalización como una opción atractiva para eliminar ciertas cortapisas políticas que limitan su capacidad para emplear sus fuerzas armadas en misiones exteriores. Por otra parte, la creciente complejidad de las operaciones militares exige una notable cualificación del personal militar. En este contexto, el empleo de soldados profesionales parece la solución óptima debido a que normalmente alcanzan un nivel de adiestramiento superior al de sus equivalentes de reclutamiento obligatorio.
Los ejércitos del continente también están cambiando el modo en que integran la tecnología en sus operaciones. Los grandes programas de adquisición de armamentos de alta tecnología se están extinguiendo. Desde luego, esta tendencia está impulsada por unos recortes en los presupuestos de defensa que han reducido la capacidad de compra de las fuerzas armadas latinoamericanas. Pero además, la racionalidad estratégica que alimentaba este tipo de adquisiciones está desapareciendo. Tradicionalmente, la compra de las versiones más avanzadas de cazabombarderos, carros de combate o buques de guerra estaba dirigidas a reforzar el prestigio de su poseedor y proporcionar ciertas ventajas sobre los ejércitos vecinos equipados con sistemas de la misma clase. En la actualidad, los gobiernos latinoamericanos ya no buscan agigantar su imagen sobre la base de incrementar su poder militar y cada vez rivalizan menos con sus vecinos por el tamaño de sus respectivos arsenales. En este contexto, se ha iniciado un cambio en los programas de modernización militar de acuerdo con tres criterios. Para empezar, se tiende a abandonar los programas de modernización puntual centrados en la compra de equipos de última generación. Por el contrario, se busca mejorar el nivel tecnológico del conjunto de las fuerzas con adquisiciones de material de tecnología media que puede ser insertado de forma coherente en los procedimientos operativos de las estructuras militares . Además, las compras se asocian a las misiones más probables como las operaciones de mantenimiento de la paz o el control del espacio aéreo y marítimo. Finalmente, la inversión en defensa ha comenzado a prestar más atención a los “multiplicadores de fuerza” . El objetivo es conseguir mejoras en inteligencia, logística, movilidad y otros elementos de apoyo, menos visibles que los sistemas de armas; pero absolutamente imprescindibles cuando se trata de desarrollar operaciones en la práctica.
Estas tendencias de cambio no van a afectar por igual a todas las fuerzas armadas de la región. Ni la integración regional, ni la reducción y profesionalización de los efectivos o la racionalización de los programas de adquisiciones serán puestos en práctica con idéntica intensidad por todos los estados mayores latinoamericanos. Las condiciones particulares de cada república jugarán un papel sustancial a la hora de determinar la evolución de sus fuerzas armadas. El ritmo de cambio será más acelerado en unos casos que en otros. Probablemente, algunos países recurrirán a soluciones ”ad hoc” como respuesta a sus condiciones políticas y necesidades estratégicas. Otros preferirán mantener ciertos rasgos del antiguo modelo militar, por ejemplo, restringiendo su participación en los mecanismos de integración regional o realizando compras limitadas de armas de alta tecnología. En cualquier caso, pese a la naturaleza larga, compleja y desigual de esta transición, su ruta parece trazada y, en mayor o menor medida, algunas capitales ya están inmersas en ella. Los cambios en el “horizonte estratégico” de América Latina obligan a una adaptación radical de las fuerzas armadas del continente. El ritmo y la ambición con que se lleven a cabo estas reformas determinarán si las repúblicas del continente dispondrán en el futuro de instrumentos militares capaces de responder a las demandas planteadas por el nuevo entorno internacional.
Román D. Ortiz
Investigador del Observatorio de Seguridad y Defensa en América Latina del Instituto Ortega y Gasset y profesor de Seguridad en América Latina del Instituto General Gutiérrez Mellado
Fuerzas Armadas y Sociedad, Año 15, Nº 1, Enero-Marzo, 2000. Santiago de Chile.

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