La decisión de adquirir o fabricar armas obedece a los más altos intereses de un Estado. En términos estrictamente lógicos, puede tener la finalidad de retomar un equilibrio con respecto a las fuerzas militares que rodean a ese Estado, y sobre los cuales se tiene una “hipótesis de conflicto”, ya sea sustentada en realidades o en las ideas de los líderes políticos y militares.
Siguiendo este razonamiento, existe también la posibilidad de que un país se arme para romper el equilibrio existente o un statu quo. El tratado de Versalles, firmado en 1919 entre Alemania, por un lado, y las naciones aliadas por el otro establecía severas limitaciones para las fuerzas militares del país perdedor: prohibía la recluta y ordenaba la reducción del Ejército a un máximo de 100 mil soldados; reducía la Armada a apenas 20 embarcaciones e impedía la fabricación o importación de carros de guerra. El régimen hitleriano tuvo que romper con estas condiciones antes de iniciar la invasión a Polonia, reconvirtiendo sus industrias y efectuando investigaciones secretas en el área tecnológica para incrementar su parque de armas.
En los regímenes democráticos la adquisición y fabricación de armas debería ser el producto del más amplio consenso, no una manifestación de la autoridad que ejerce un sector dominante. Entre otras razones porque esta decisión determina en buena medida el tipo de fuerzas militares que tendrá ese país en las próximas décadas, su orientación y su utilidad. También porque esa podría ser la razón de un conflicto bélico. La más reciente invasión a Irak, por ejemplo, tuvo como principal argumento los supuestos planes de Saddam Hussein por desarrollar armas de destrucción masiva. Aunque el régimen de Bagdad tenía tales planes no había podido dar los pasos necesarios para concretarlos, por lo que no representaba un peligro real para Occidente. Pero la reticencia de Hussein para permitir el escrutinio de los inspectores designados por la Organización de Naciones Unidas transmitía la imagen de que algo estaba cocinando para incrementar su poder bélico.
Para llegar a un consenso en la adquisición de armas no se puede recorrer otro camino que no sea el de la discusión abierta. Uno de los aspectos más importantes de este debate es que la sociedad civil en su conjunto, a través de sus representantes más destacados, pueda calibrar los argumentos presentados por el sector militar contra sus propias necesidades y aspiraciones. ¿Vale la pena pagar 24 millones de dólares por un avión a reacción cuando la capital carece de escuelas y hospitales, cuando los educadores y los médicos van a paro porque no les pagan su sueldo con el argumento de las deficiencias presupuestarias? Esta podría ser una de las preguntas.
Otra interrogante tiene que ver con el tipo de conflicto para el cual la sociedad se prepararía con la compra de uno u otro armamento. No es lo mismo incrementar la flota de embarcaciones de mediano calado que dotar al Ejército con unidades blindadas para batallas en medios desérticos. Los militares suelen ser muy parcos a la hora de dar razones sobre este particular, aún cuando durante los últimos años la información disponible sobre la dotación y dimensiones de las fuerzas castrenses de todos los países pueden encontrarse en libros de libre venta al público como Jane´s o Military Balance. Pero estas respuestas deben ser exigidas, entre otras razones porque serán esos mismos militares quienes eventualmente exigirán al resto de la sociedad poner la sangre necesaria para usar tales equipos en el frente de batalla. Hay que estar claros: no se compran armas para la paz, sino para hacer bien la guerra.