Cuando un paciente afectado por una enfermedad terminal busca a un médico para que lo oriente sobre cómo terminar sus días de la forma más rápida y menos dolorosa, en lo que se conoce como “suicidio asistido”, no estamos ante el producto de una “cultura de la muerte” que según algunos se ha instalado en las mentes de los ciudadanos occidentales, ni de la supuesta influencia demoníaca que representaría la negación de uno de los valores más caros en la cultura cristiana, como es la vida. Estamos, simplemente, ante una decisión personal.
Esa decisión genera situaciones especialísimas. De un lado está el paciente, agobiado por una circunstancia que le resulta insoportable, y para la cual la única salida que encuentra es la muerte. Del otro está el galeno, preso de lo que podríamos llamar una “contradicción esencial”: el sentido de su profesión es curar, preservar la vida. Pero está consciente de que la única solución para el dolor del individuo que tiene enfrente es la muerte. Un cuadro como éste se puede plantear, por ejemplo, en los casos incurables de personas afectadas por el virus de inmunodeficiencia adquirida (SIDA).
Aunque desde el punto de vista religioso el suicidio pueda ser un pecado mortal, desde una perspectiva legal no se trata de un crimen. Esto debido a que el sujeto pasivo de la acción, que en ese caso es matar, es el mismo que la ejecuta. Pareciera una conducta irracional, propia de individuos con trastornos de personalidad. Pero en una situación como la descrita en el párrafo anterior, el paciente podría concluir que se trata de la alternativa menos dañosa, tanto para él como para quienes lo rodean.
En el suicidio asistido, el médico asume el rol de consejero. Le aporta al paciente la información sobre cómo “morir bien”, pero más nada. El interesado ejecuta todo el proceso, y por supuesto se reserva la posibilidad de detenerlo si cambia de parecer. En la eutanasia activa, en cambio, el profesional de la medicina administra los medicamentos necesarios para cumplir con el deseo del paciente. En la primera modalidad ha destacado el estadounidense Jack Kevorkian, también conocido como “doctor muerte”, quien asistió a más de 100 personas en la ejecución de sus propios suicidios, hasta que lo sentenciaron por homicidio en segundo grado y aporte de una substancia controlada en 1999.
El caso Kevorkian ha sido el motivo de intensas polémicas, debido a los aspectos éticos y prácticos que implica esta curiosa especialidad de asesorar a la gente sobre cómo finalizar sus días de la manera más rápida y sin dolor. En algunos países, Kevorkian hubiese sido preso al atender a su primer cliente, bajo cargos de incitación al suicidio. Pero en Estados Unidos las legislaciones ponen el acento en dos aspectos: la racionalidad de la decisión adoptada por el paciente en cuanto a su suicidio, y la inexistencia de alternativas de cura a la enfermedad para el momento en que se plantea el caso.
Kevorkian fue sentenciado porque contribuyó con la muerte de un hombre de 52 años de edad, afectado por la enfermedad de Lou Gehrig. Este mal le impedía al paciente administrarse los medicamentos que le darían la muerte. Kevorkian le inoculó la sustancia necearia, convirtiéndose así en el ejecutor de una eutanasia activa. Los detalles de este caso, además, fueron del conocimiento público gracias a un reportaje en el conocido programa 60 Minutos. La repulsa a las prácticas del “doctor muerte” fue general, lo que ha contribuido a su permanencia en prisión.
En países como Holanda y Bélgica las leyes sobre eutanasia y suicidio asistido son más permisivas que en Estados Unidos, especialmente en cuanto al factor racionalidad de la decisión. En las naciones europeas, explicó el psiquiatra Santiago Stucchi, son necesarios los siguientes requisitos: “1) solicitudes del paciente repetidas y bien informadas, 2) enfermedad mental o física incurable, 3) agotamiento de todas las otras opciones asistenciales, 4) aprobación de otro médico además del que va a realizar la eutanasia y 5) documentación de los hechos”.
Se puede estar en desacuerdo con que la legislación de un país deje abierta la posibilidad de suicidios asistidos. Pero señalar que eso abre una brecha para la instauración de prácticas como el aborto es desconocer cuál es la esencia del asunto en cuestión. El aborto, el suicidio asistido y la eutanasia son cosas diferentes. Meterlas en un mismo saco sólo revela un interés por confundir.