El ranking de la corrupción (18 al 25 de marzo 2005)

Hablar de corrupción es algo extraordinariamente difícil. Tanto se ha dicho sobre ella que resulta muy complejo escribir unas pocas líneas sin caer en los lugares comunes, de esos que usan los políticos para rasgarse las vestiduras en sus discursos, para ver la paja en el ojo ajeno. Y sin embargo es muy poco lo que realmente sabemos al respecto.
Tan manoseado ha sido este tema que ya casi no nos interesa. Eso hay que reconocerlo. Estamos cansados de escuchar principios generales o reflexiones filosóficas sobre algo que más bien tiene nombres y apellidos, gente que se hizo rica de la noche a la mañana, cuentas bancarias engrosando en algún paraíso fiscal, jueces, policías y fiscales que no han querido cumplir con su trabajo.
En medio de este ambiente Transparencia Internacional ha lanzado su Informe Global sobre la Corrupción correspondiente a 2005. Como en las ediciones de los años anteriores, esta organización no gubernamental nacida en el Reino Unido y con 12 años de existencia dio a conocer el polémico “ranking” mundial de la corrupción: una compleja escala que intenta medir la percepción sobre este problema entre los hombres de negocios de más de 90 países.
Las críticas a estos informes han sido múltiples. El argumento de que los estudios anuales de Transparencia Internacional constituyen una expresión velada del imperialismo inglés es tan absurdo que ni siquiera vale la pena un comentario más extenso. El problema esencial aquí deriva de la imposibilidad de diseñar un instrumento de medición que realmente capte la magnitud de la corrupción en cada país. Como en el mito platónico de la caverna, Transparencia Internacional se ha contentado con trabajar basada en percepciones de realidades, no en las realidades mismas. Esto nos acerca a asuntos relacionados con la psicología, pues sabemos que las percepciones son influidas por factores tales como la educación, los valores y los intereses de quien percibe.
El “ranking” de la corrupción se basaba inicialmente en las opiniones emitidas por empresarios. Pero todos sabemos que en los esquemas de aprovechamiento de dineros públicos para interés privado generalmente están involucrados hombres y mujeres de empresa, no solamente funcionarios del Estado. La lista de escándalos en esta materia es bien larga (IBM en Argentina y Alcatel en Costa Rica, por ejemplo) y puede ser consultada en la sección respectiva de www.segured.com. Por lo tanto, resultaba indispensable para Transparencia Internacional incluir otros criterios, como los de académicos y analistas de riesgo. A pesar de estas modificaciones, creemos que el problema esencial se mantiene. No se puede ser juez y parte a la vez.
¿Por qué esta organización se ha limitado a trabajar con opiniones? En la sección Preguntas más frecuentes de su sitio oficial (www.transparency.org) encontramos una pista: “Es difícil basar en datos empíricos sólidos, como por ejemplo el número de acusaciones o juicios en tribunales, los estados comparativos de la corrupción en distintos países. Esos datos no reflejan los niveles de corrupción, sino que destacan la calidad de los acusadores, los tribunales o los medios que la develan”.
Aunque Transparencia Internacional no lo señala directamente, es cierto que los delitos que constituyen actos de corrupción por regla general no son denunciados. Los sobornos, fraudes, sobreprecios en las licitaciones, tráficos de influencias y otras conductas por el estilo permanecen usualmente en el ámbito de la cifra negra. Algo similar a lo que sucede con otros delitos como son las violaciones o los secuestros. Pero en lo que conocemos como corrupción este problema se acrecienta debido a que generalmente están implicados funcionarios estadales. Y si se trata de países con sistemas democráticos frágiles, en los que no existe una clara división de los poderes públicos, lo más probable es que los casos queden en la más absoluta impunidad.
Si estamos conscientes de que eso es así, sería posible diseñar instrumentos de medición que permitan obtener un aproximación más cercana a este problema. Ir a los informes de las contralorías, procuradurías y fiscalías en todos los niveles de la administración pública y cruzar estos datos con los manejados en tribunales quizá arrojaría un “índice de impunidad”. Hay que revisar además los montos de las multas impuestas en aquellos casos en los que solamente se han impuesto sanciones administrativas. Y si de trabajar con opiniones se trata, hay que ampliar el universo de encuestados a los funcionarios de las fiscalías, tribunales y órganos auxiliares de policía judicial. Dejarlos por fuera en los estudios sobre corrupción resulta una omisión inexcusable, especialmente para una organización que como ella misma lo dice pretende actuar con una metodología de “primera clase”.

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