Probablemente los secuestros sean una de las modalidades más representativas de la complejidad que muestra el mundo delictivo, a diferencia de épocas anteriores. No sólo por la cantidad de delitos que intervienen en el mismo, el hecho que cierta parte de la delincuencia común se ha volcado a ellos, sus nexos en ciertos casos con el narcotráfico, que evidencian la falta de cierto control territorial por parte del Estado, sino fundamentalmente porque la víctima en realidad es la indirecta: la familia y el entorno inmediato del cautivo, lo que multiplica en gran medida la percepción de inseguridad.
Además, son un reflejo de la ausencia de respuesta del sistema estatal, fundamentalmente la función policial, el servicio de justicia, el penitenciario, las fuerzas de seguridad y los organismos de inteligencia.
Ante la dificultad e inexistencia de datos consolidados, algo que sucede actualmente y con más razón en registros históricos, hemos realizado una estimación en base algunas cifras que han trascendido públicamente. Para ello, hemos seleccionando las tres fuentes –y series estadísticas- que a nuestro son más confiables: el Ministerio del Interior, el Registro Nacional de Reincidencia Criminal y la Procuración General de la Nación.
De acuerdo a ello, los secuestros han evolucionado de 50 casos en promedios anuales en la década del 70, descendiendo a 7 y 9 en los 80 y los 90 respectivamente, llegando a 212 en lo que va de la actual, lo que muestra que durante la primera década del siglo el volumen se ha multiplicado significativamente respecto a los 80 y los 90.
Durante los 70, de acuerdo a un informe del Ministerio del Interior, presentado el 28 de mayo de 1986 –en una interpelación en la Cámara de Diputados- el año 1974 fue el momento cuando mayor cantidad de secuestros extorsivos se produjeron en el país. En 1972 fueron 27, en 1973 llegaron a 65, y en 1974 escalaron a 155 siendo el pico máximo del período. En 1975 descendieron a 58, en 1976 cayeron aún más siendo 28, en 1977 crecen levemente a 31, en 1978 llegan a 25 y en 1979 fueron solo 11.
En los 80 –siguiendo la misma fuente- ya al comenzar la década claramente se observa una tendencia al descenso. Es así que se registraron solo 4 en el primer año, crecen a 8 en 1981, son 7 en 1982, bajan a 5 en 1983, se ubican en 4 en 1984 y ascienden a 10 en 1985, habiéndose registrado 3 en los primeros cinco meses de 1986.
Teniendo en cuenta los hechos de secuestros extorsivos denunciados, en este caso según el Registro Nacional de Reincidencia Criminal, difundido el 22 de mayo de 1994, en 1985 se registraron 13 casos, en 1986 fueron sólo 6, al año siguiente se duplican llegando a 12 y en 1988 se ubican en 11. En 1989 se denuncian sólo 4, en 1990 ascienden a 8, en 1991 crecen a 12, al año siguiente bajan a 9, en 1993 descienden levemente a 7 y en los primeros cuatro meses y medio de 1994 fueron solo 4.
En lo que va de la década actual, entre 2000 y 2003, de acuerdo a los casos en los cuales intervino la Justicia Federal, se registraron sólo 26 en el año 2000, 22 en 2001, crecen sensiblemente en 2002 ubicándose en 284, y llegan en 2003 a ser 517.
Frente a los datos, hay varias cuestiones. La existencia de una elevada cifra negra ya que los familiares no denuncian los hechos por temor a poner en riesgo la vida de la víctima, y tampoco lo hacen posteriormente por eventuales represalias, a lo que se agrega la posibilidad de que la delincuencia “reincida” con la víctima. Algunos casos han tenido lugar al respecto.
También, la falta de confianza frente a la eficacia por parte de los organismos intervinientes del estado, es un elemento que incide en la denuncia de las víctimas.
Finalmente, la inconsistencia que muestran las cifras oficiales, donde se advierte una falta de consolidación que no sólo existe en materia de secuestros sino en el resto de los delitos que tienen lugar en el país. Por eso la estimación que realizamos.
Al mismo tiempo, el aumento en la cantidad de secuestros se dio en un marco de un incremento generalizado de los hechos delictivos en el país, tanto desde el punto cuantitativo como cualitativo, esto es mayores niveles de violencia, donde el fenómeno de los secuestros adquirió proporciones superiores al del resto de los delitos.
Es que mientras el volumen de todos los delitos en el país –los denunciados- actualmente se ha multiplicado por 1,7 veces respecto a los 90 y por 3 en comparación a los 80, los secuestros lo hicieron por más de 27 veces respecto a 10 años atrás, y por más de 30 en comparación a 20 años atrás.
Por otra parte, y ampliando la visión al marco regional, mientras que nuestro país no se encontraba durante la década pasada entre los que mayor cantidad de secuestros tenían, actualmente se ubica entre los tres de América Latina con más número de casos. De acuerdo a la consultora norteamericana Kroll Inc., en la región se cometen el 75% de los secuestros reportados en el mundo, donde Colombia encabezó el 2003 con 4.000, seguida por México con 3.000 y la Argentina con 2.000.
Al margen de lo anterior, la Argentina no presenta la gravedad de otros países de la región. Pero hay que tener en cuenta que pese al bajo nivel de registro que tienen estos casos, sólo durante el último año la justicia federal intervino en más de 500 secuestros, lo que evidencia que no estamos en un nivel tan distante respecto a las naciones donde esta problemática tiene mayor magnitud.
En cuanto a las variantes, en los ochenta y en los noventa prevalecían los secuestros prolongados –también conocidos como extorsivos, aunque todos lo son-, mientras que durante el último año aproximadamente más del 85% fueron rápidos o express.
Pero estos últimos, si bien comenzaron a instalarse como una modalidad delictiva predominante en 2001 –cuando se desencadenaba la crisis político-económica más importante de la historia del país-, en la primer parte de la década pasada ya empezó a advertirse su surgimiento, o en todo caso comenzó a darse cierta reconversión en los secuestros prolongados que habían caracterizado épocas anteriores. Entre fines de 1993 y principios de 1994, hubo una sucesión de hechos que trascendieron públicamente con esta modalidad.
El 16 de noviembre de 1993, fueron secuestrados Marcelo Grimoldi y Fernanda Rosas, siendo liberados 18 horas más tarde. El 8 de diciembre, fue el turno de Marisa Cayetano quien reapareció a las 24 horas. En ambos casos, hijos de empresarios, si bien los montos no fueron bajos –como predominan actualmente en los secuestros rápidos- fueron menores respecto a los negociados en esa época y llamó la atención el menor lapso de tiempo. El 13 de mayo de 1994, secuestraron a Pablo Gowland, propietario de una empresa de publicidad, siendo liberado al día siguiente tras el pago del rescate, y luego fue raptado Raúl Santamarina, dueño de una concesionaria de automóviles. En ambos casos –en la provincia de Buenos Aires- nuevamente los montos pactados fueron menores a los que se negociaban anteriormente y las víctimas eran empresarios medianos o pequeños.
Al respecto, hacia mediados de ese año la policía sostenía que se trataría de una metodología delictiva, con estructuras pequeñas, de gran movilidad, bajo costo operativo, cierta inteligencia, que se especializan en el secuestro de pequeños o medianos empresarios, con capacidad de pagar en el menor tiempo posible bajas sumas pero de cobro seguro. Marcadas diferencias, con los casos anteriores como por ejemplo de Jorge Born, Eduardo Aulet, Emilio Naum y Ricardo Manoukián, entre otros.
En cuanto al impacto sobre la población, mientras en los 70 se producía un secuestro cada más de 467 mil personas, en lo que va de la actual década la relación es de uno cada más de 171 mil habitantes, al tiempo que para el último año -el 2003- fue de un secuestro cada más de 70 mil personas en todo el país.
Este sólo dato, por sí mismo, permite explicar el aumento de la percepción de inseguridad en la sociedad frente a esta modalidad delictiva.
El significativo incremento que registra nuestro país en materia de secuestros, incluso muy por encima del resto de los delitos, más en un contexto de deterioro constante de la situación de seguridad pública, debe ser un alerta para las autoridades, en el sentido de que la Argentina no atraviese en el futuro un proceso similar al de México o en un caso extremo al de Colombia.