Hay una tendencia a pensar que los fiscales y los policías conforman un equipo de profesionales en permanente armonía, siempre unidos por el logro de una meta común: hacer que se cumpla la ley y reprimir las conductas delictivas.
Es posible que eso sea así cuando las cosas salen bien. Entonces, todos quieren posar en la misma foto. Construir una imagen llena de glamour, en la que los chicos malos siempre van a la cárcel luego de dar una buena pelea. Como en la famosa serie La Ley y el Orden.
Pero cuando las cosas salen mal, cuando los delincuentes no quedan tras las rejas y los crímenes quedan impunes nos damos cuenta de otro importante aspecto de la realidad, en el que los funcionarios policiales y los fiscales antagonizan por no querer asumir la responsabilidad de un trabajo que es por naturaleza compartido.
Por regla general en los sistemas procesales penales de tipo acusatorio los policías conducen sus investigaciones con cierto grado de autonomía hasta que se producen detenciones. Debido al creciente grado de especialización que exigen las pesquisas criminales y a la gran cantidad de casos que deben manejar a la vez, es muy poca la influencia que el fiscal ejerce en las etapas incipientes de este proceso. Este tema fue analizado en profundidad durante un seminario internacional celebrado en 1995 por el Instituto de las Naciones Unidas para la Prevención del Crimen y el Tratamiento del Delincuente en Asia y el Lejano Oriente.
Ya en esa fecha se advirtió que, aún en países como Alemania, donde los fiscales tienen la potestad de asumir el liderazgo de las averiguaciones, la multitud de diligencias que deben ser efectuadas simultáneamente los obliga a trabajar “desde el escritorio, con un uso más intensivo del teléfono”.
“Esta circunstancia requiere que las policías mejoren su capacidad de análisis científico, procesamiento de datos e información, cooperación internacional y otras cosas con el resultado de que, hasta cierto punto, se genera una dependencia de los fiscales en el conocimiento especializado de la policía”, indica el reporte final del seminario.
A menudo los policías se ofenden porque piensan que los fiscales se entrometen en su trabajo, solicitando la ejecución de experticias que ellos consideran improcedentes o exigiéndoles que se abstengan de incurrir en procedimientos reñidos con la legalidad. Lo cierto es que los fiscales son garantes de la ley y de la constitucionalidad. Cuestión nada fácil, especialmente en los países latinoamericanos donde los sistemas acusatorios son relativamente novedosos y donde existe una larga tradición de regímenes que se sustentan en la represión ejercida a través de las policías y de otros cuerpos armados.
Estamos, por lo tanto, ante una contradicción esencial: el fiscal depende de los policías para poder avanzar en su trabajo cotidiano y, en fin de cuentas, para tener éxito como profesional. Pero él es al mismo tiempo un elemento encargado de vigilar y constreñir la acción de los uniformados a la mera aplicación de la ley, estando obligado a investigar y a exigir sanción para todo exceso.
Vista sobre el papel esta situación ya es difícil de entender. En la realidad esta contradicción esencial se resuelve momentáneamente cuando los fiscales se hacen de la vista gorda ante los excesos policiales, en el entendido de que tales episodios forman parte de la lucha cotidiana contra el delito. Podemos decir, entonces, que la práctica de los excesos policiales, tan denunciada en países como México, Colombia y Venezuela, debe tener la complicidad de funcionarios del Ministerio Público.
Esta es una razón más para luchar por la preservación de la libertad de expresión. El control que deben ejercer los medios sobre las actividades de fiscales y policías a través de la denuncia fundamentada tiene un efecto rectificador, que recuerda a los funcionarios del Ministerio Público las gravísimas consecuencias de voltear la mirada frente a los excesos policiales. En los países donde no existe una verdadera división de poderes, y en los que el derecho a la información se ve entrabado mediante legislaciones o prácticas atávicas (que generalmente reivindican el derecho al honor y a la vida privada de los funcionarios públicos) este control se dificulta, y la democracia se torna en mera formalidad.