Suele expresarse que Venezuela es un país de contraste. La afirmación se sustenta al tomar en cuenta las diferencias existentes con relación a nuestro territorio y sus regiones naturales.
Eso mismo puede afirmarse con respecto al carácter de nuestros habitantes y a la lamentable realidad, de haber pasado de convivir con de un venezolano afable, sincero, amigable, bondadoso, con un compatriota irascible. Huraño, inamistoso a quien todo perturba y deja a un lado la negociación y el entendimiento para enfrentarse a las dificultades. Los venezolanos de hoy nos hemos convertido en seres violentos.
La violencia, como es bien conocido, tiene entre sus orígenes la marginalidad y el resentimiento social, y las condiciones de vida, las cuales se han hecho más precarias y difíciles.
Cada vez tenemos una violencia no sólo limitada a lo físico, que se extiende al estado de ánimo que se vive en el país. Esa una violencia espiritual expresada mediante la inconformidad con lo existente y lo que nos rodea. Cualquier cosa nos ofusca y perturba. Es un clima creado por nosotros, al que contribuimos mediante nuestro comportamiento y acciones.
Factor fundamental en la creación de ese estado de violencia es el de la comunicación y la expresión de sentimientos e ideas. Y en ese particular destacan los argumentos expresados a través de los medios de comunicación social con especial referencia a la televisión.
Ese material no es exclusivo de las telenovelas. Los noticiarios constituyen una genuina expresión violenta al presentar reseñas de crímenes, estadísticas de sucesos y hechos donde impera lo negativo. Igualmente, se destaca la actuación de dirigentes y activistas políticos quienes a través de su acción y ejecutorias ofrecen testimonio negativo en su modo de vida y conducta y reniegan de lo existente; para ellos, lo positivo no existe.
Estas conductas propician actitudes violentas, pues lo expresado en alocuciones e intervenciones, producto de complejos y resentimientos sociales, nada aportan al logro de la auténtica paz espiritual.
Todo lo contrario. Claman por el enfrentamiento y estimulan la discordia y el descontento, auténticos factores de violencia. Por tanto, hay que desterrarlos y dejarlos a un lado.