Muerte en el terminal (9 al 16 de diciembre 2005)

La muerte de Rigoberto Alpízar a manos de dos alguaciles aéreos en el aeropuerto de Miami fue el producto de un terrible error, solamente justificable a la luz del enorme retroceso que han sufrido las libertades civiles durante esta “guerra contra el terrorismo”.
Los datos que han trascendido hasta ahora señalan que Alpízar, de 44 años de edad, padecía de un trastorno de personalidad que se agudizó por alguna circunstancia en el vuelo 924 de American Airlines, que cubría la ruta entre Miami y Orlando. El hombre se levantó del asiento y supuestamente gritó que tenía una bomba en su equipaje de mano, para luego salir corriendo por el pasillo de la aeronave hacia la caminería que lo comunicaría con el área de tránsito del terminal aéreo, también conocida como jet way. Los alguaciles aéreos que estaban de servicio en ese vuelo le dieron voz de alto, y como Alpízar no se detuvo le dispararon.
Las entrevistas a los testigos efectuadas tras el incidente están arrojando datos importantes. Según CNN, ninguna de las personas que presenciaron lo ocurrido ha corroborado la versión de los alguaciles, en el sentido de que Alpízar dijo poseer un artefacto explosivo en su maletín. “Tengo que salir, tengo que salir”, era lo que exclamaba.
Los familiares de este costarricense nacionalizado en Estados Unidos revelaron además que el hombre sufría de crisis bipolares, que probablemente lo llevaron a adoptar esa conducta. El problema es que como lo mataron será muy difícil determinar de primera mano qué le sucedía en ese momento. La llamada psiquiatría forense podría ayudar en este caso, pero las conclusiones de los estudios que se efectúen a la historia clínica del paciente nunca arrojarán conclusiones definitivas.
Allí estuvo el primer error. ¿Por qué los alguaciles no utilizaron armas no letales en este caso? Probablemente no las tenían. De ser así, en el futuro tendrán que disponer de ellas. Artefactos como los tasers podrían darle a estos funcionarios alternativas para la defensa de los pasajeros y del avión.
Pero supongamos por un momento que Alpízar realmente dijo tener una bomba -tal y como supuestamente han señalado los alguaciles-, y que ésta verdaderamente estaba en el maletín. ¿Por qué matar al hombre que podría orientar de manera más rápida y efectiva a los oficiales en torno a la conformación del explosivo? Desde este punto de vista, la actuación de los alguaciles luce como la consecuencia de una falta de pericia en la evaluación de la situación que se les presentó. En fin de cuentas, nunca vieron bomba alguna. Ni siquiera algún aparato que pudiera confundirse con un detonador a control remoto.
Luego, los portavoces del Departamento de Seguridad Interior y de la Casa Blanca han asegurado que los alguaciles actuaron como era debido. Scott Mc Clelland, portavoz gubernamental, afirmó que estos funcionarios “siguieron los protocolos e hicieron lo que estaban entrenados para hacer”. Si esos son los “protocolos” establecidos para actuar en un avión, habrá que reformularlos. En este momento, ambos agentes se encuentran suspendidos, aunque con derecho a sueldo.
Lo primero que deben hacer las autoridades es reconocer que han cometido una terrible equivocación. Parecida, aunque guardando las distancias, a la que desencadenó la muerte de Jean de Menezes en Londres. La similitud estriba en que alguien es juzgado en forma sumaria por lo que dice o por lo que parece ser, pero no por los hechos concretos que los liguen con un atentado terrorista.
La idea de los alguaciles aéreos ha sido aplicada con éxito desde hace más de dos décadas en los vuelos de El Al, línea aérea de Israel. El objetivo es simplemente impedir una interferencia ilícita de los vuelos. A partir de septiembre de 2001 países como Australia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos retomaron sus programas en esta materia. Estos agentes representan la aplicación de la ley del país de origen de la línea en la parte interna del aparato.
Al igual que en Inglaterra, lo sucedido con Alpízar debe ser investigado por una comisión independiente, ajena a toda influencia del poder ejecutivo estadounidense y de la propaganda según la cual quien no comparta los postulados de la guerra contra el terrorismo es un enemigo del Tío Sam.

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