No es nada sencillo sintetizar en estas pocas cuartillas toda la complejidad de la relación que se desarrolla entre los reporteros y los funcionarios policiales. En principio, pareciera que este vínculo está caracterizado por el conflicto que surge de la disparidad de objetivos que cada profesión tiene. Mientras que los policías actúan en función de la prevención y de la represión del delito (si se trata de agentes investigadores), los periodistas están en el deber de divulgar informaciones sobre las ejecutorias de estos policías y, en menor medida, las de los delincuentes a los que éstos deben perseguir.
No obstante, en sociedades constantemente sometidas a la influencia de los medios -donde lo que no se informa es como si no existiera-, los policías y los periodistas tienen un punto de encuentro. Ciertamente, hay una relación de mutua dependencia entre unos y otros. Los primeros tienen una constante necesidad de justificar su presencia ante una sociedad que permanentemente los evalúa y los financia a través de las distintas instancias gubernamentales. Los reporteros, por otra parte, obtienen de los policías un caudal de datos con los que a diario elaboran sus noticias para el público. En ambos sectores, además, hay una constante necesidad de aprecio o reconocimiento por parte del resto del entorno, y también de participar en cuotas más o menos grandes de poder.
Los reporteros por supuesto que podrían orientar su búsqueda de información hacia otros actores del hecho delictivo, empezando por los propios delincuentes. Pero esta opción no es la más frecuente debido a una serie de factores. Entre ellos los más resaltantes son el riesgo que comporta la aproximación al medio delictivo por parte de los profesionales de la comunicación, por una parte, y por la otra la escasa credibilidad que puede tener el testimonio de individuos acostumbrados a la negación de todas sus ejecutorias. Esto no quiere decir que la palabra del hampón no deba ser tomada en cuenta. Pero para ello es necesario evaluar, como decía José Ortega y Gasset, al “hombre y su circunstancia”.
Los policías, además, son funcionarios públicos generalmente obligados por ley divulgar sus actuaciones. En esto hay por ende un ingrediente a favor de ellos. Se supone que las informaciones aportadas por los agentes son esencialmente ciertas. Esto, sin embargo, no exime a los periodistas de corroborar las afirmaciones hechas por los agentes, especialmente cuando son divulgadas en términos de confidencialidad (“off the record”, según la jerga reporteril).
Hay situaciones del entorno que pueden originar ruidos en las relaciones entre periodistas y policías, llegando incluso a generar distanciamientos y rupturas. Cuando un caso de investigación tiene “alto perfil” se agudizan las contradicciones entre estos profesionales. El primer deber de un periodista es mantener informado a su público. Esto puede colidir con la necesidad de los funcionarios de mantener algunos datos en secreto para garantizar el éxito de sus investigaciones. Recordemos, por ejemplo, la exigencia formulada en 2002 a los comunicadores por el jefe policial de Maryland, Charles Moose, para que no dieran a conocer los avances de las pesquisas cuyo objetivo era identificar y capturar a un francotirador anónimo que generó situaciones de verdadero terror en la comunidad local.
A menudo los criterios sobre qué puede o no ser divulgado son caprichosos. Los gobiernos por regla general intentan reservarse una dosis de discrecionalidad en esta materia, ya sea mediante prácticas atávicas o promoviendo legislaciones restrictivas del derecho a acceder a la información. La solución democrática a este dilema, explicada por John Hughes, antiguo editor del Christian Science Monitor, es que los periodistas apliquen cada vez más cuidado para lograr “el delicado balance entre proveer hechos para una audiencia hambrienta de noticias antes que especulaciones que pueden ayudar a los criminales”.
Otro factor generador de ruidos en la relación entre periodistas y policías tiene que ver con los escasos controles institucionales para los funcionarios de aplicación de la ley en algunas localidades. Esta situación coloca a los periodistas en el plano de denunciantes públicos de los funcionarios policiales. Estos reaccionan haciendo lo que saben hacer: matar a los profesionales de la información, o agredirlos para provocar conductas de autocensura. México, Colombia, Brasil, Perú y Venezuela acumulan una importante experiencia en esta materia.