Proteger el agua (25 de junio al 2 de julio 2004)

La protección de los sistemas de suministro de agua potable no debería ser vista como una manifestación más de la “guerra contra el terrorismo”. Ciertamente, a partir de los ataques contra el Centro Mundial del Comercio de Nueva York, en septiembre de 2001, se desató una paranoia colectiva suficientemente criticada por intelectuales y expertos.
En medio de este delirio, a partir de 2002 han surgido alertas esporádicos sobre la posibilidad de que algún país desarrollado sea objeto de ataques con agentes biológicos a través del agua potable. Esta preocupación se basa en documentos hallados durante la incursión de tropas en Afganistán, cuyo contenido textual nunca ha sido divulgado.
Pareciera entonces que la credibilidad de estas informaciones es baja. Pero a partir de esta posibilidad la Oficina del Contralor General (GAO, por sus siglas en inglés) hizo un sondeo entre 43 expertos en la materia. De ellos 30 advirtieron la carencia de tecnologías para alertar en tiempo real sobre la presencia de contaminantes en el agua que beben las comunidades.
A estas alturas debemos observar que la actitud hacia los sistemas de agua varían de país a país. En Estados Unidos garantizan que el líquido que sale por las tuberías puede ser ingerida de inmediato, sin ser sometida a procesos de purificación. En otras partes de la comunidad de naciones americanas esto no es así: el agua es hervida y tratada de múltiples formas para asegurar su pureza, aunque en teoría tiene la misma calidad que la del país del norte.
Los expertos consultados en esa encuesta destacaron la necesidad de mejorar la preparación e incrementar la cantidad de personas incorporadas a la seguridad del sistema de suministro de agua potable. También indicaron que la realización de ejercicios regionales y locales para simular emergencias debería ser una “alta prioridad”.
Circunscribir este tema a la posibilidad de un ataque terrorista es un error. La pureza del agua que utilizamos es vital para conservar la salud de la población. Los sistemas de monitoreo, por lo tanto, no deberían reducirse a la detección de armas químicas o biológicas sino también a garantizar la ausencia de contaminantes generados por actividades industriales o domésticas.
Por otra parte, las fuentes de agua han sido objetivos tradicionales durante los conflictos armados, ya sean regulares o “asimétricos”. En el año 596 antes de Cristo, Nabucodonosor atacó el acueducto que abastecía a Tiro, para precipitar el final de un largo asedio a esa ciudad. En 1999 los serbios contaminaron las fuentes y los pozos de agua que surtían a los kosovares. Las represas y tuberías de agua dulce fueron atacadas rutinariamente durante las dos guerras mundiales. Entonces no es descabellado pensar en un ataque por esta vía en tiempos de un conflicto mundial.
Ya la secta japonesa Aum Shinrikiyo había manejado la posibilidad de esparcir agentes químicos o biológicos en plantas procesadoras de agua con la finalidad de infundir miedo. Pero, desde la lógica de los propios terroristas, una acción de este tipo plantea numerosas interrogantes relativas a la efectividad en cuanto al logro del objetivo político o religioso y la precisión del ataque, es decir, que el uso de tales agentes no afecte a aliados, cómplices o factores neutrales en el conflicto.
En un ámbito algo más reducido, las corporaciones transnacionales y las agencias federales podrían ser objeto de ataques a través de sus sistemas de agua potable. Ya no hablamos de ciudades, sino de edificaciones escogidas por los terroristas, debido a su simbolismo o al tipo de actividad que desempeñan. En esta materia, luego del 11 de septiembre, ya no existen imposibles.

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