Una ola de justicia pareciera recorrer de forma simultánea a México y Argentina. Como si las cortes de esos países se hubieran puesto de acuerdo para impedir la impunidad, aunque en forma tardía, por delitos cometidos hace tres décadas por razones estrictamente políticas.
En México la Corte Suprema de Justicia dictaminó que el delito de genocidio imputado al ex presidente Luis Echeverría (1970-1976) no había prescrito, y que el caso debía ser juzgado por un tribunal de inferior jerarquía.
El mandatario es responsabilizado por un fiscal especial por la muerte de más de 40 estudiantes que protestaban el 10 de junio de 1971, en lo que se conoció como la Matanza del jueves de Corpus. En este caso llama la atención que los asesinatos fueron atribuidos a un grupo paramilitar diseñado especialmente para la represión a los opositores. Entonces, no eran fuerzas del orden debidamente identificadas sino elementos que conformaban una estructura armada paralela, auspiciada y encubierta por los que ejercían el gobierno. Según la fiscalía, las órdenes corrían por una cadena de mando en la que figuraba el secretario de la Gobernación Mario Moya.
Las responsabilidades, pues, han sido individualizadas desde los autores intelectuales hasta los materiales. Los asesinatos de los estudiantes mexicanos ya tienen nombres y apellidos, cargos y responsabilidades. Lo que faltaba era levantar el manto de impunidad que suele tenderse con posterioridad a los hechos, mediante acuerdos políticos generalmente entablados con el argumento de la “necesaria conciliación” entre los factores en pugna por el poder.
En el caso argentino, la impunidad tenía la forma de dos leyes aprobadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín, llamadas Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987). La prensa gaucha las ha llamado en términos genéricos “leyes del perdón”, pues amparaban a un centenar de militares encargados de la represión a los opositores –mayoritariamente militantes de izquierda-, a través de la ejecución del llamado Plan Cóndor.
Llama la atención que en ambos casos (México y Argentina) las decisiones fueron tomadas por las máximas instancias del Poder Judicial. Esto refleja el cumplimiento de una misión de control al Poder Ejecutivo. Todos quisiéramos que ese escrutinio fuese más expedito, entre otras razones por aquel principio según el cual “justicia tardía no es justicia”. Quizá muchas de las víctimas directas de los desmanes de aquellos gobiernos ya han muerto o simplemente no desean revivir aquellos momentos aciagos.
Pero hay que hacerlo. Hay que llegar hasta el último eslabón de las cadenas de mando que permitieron persecuciones y matanzas sistemáticas. Entre otras razones porque es necesario enviar un mensaje muy claro a la comunidad internacional en cuanto a que los desvaríos en el ejercicio del poder tarde o temprano serán castigados.
Actualmente, con la excepción de Cuba, todos los países desde México hasta Argentina son regidos por gobiernos que en teoría son democráticos. Eso ya es un avance. No obstante, el caso peruano revela hasta qué punto el sistema constitucional-pluralista (en definición de Raymond Aron) puede ser llevado a unos extremos que se asemejan a las peores dictaduras. De manera que el asunto es de indiscutible actualidad, no sólo en aquellos países que se encaminan a la justicia.
Jackson libre
Ya lo habíamos advertido: el juicio contra el cantante Michael Jackson no estaba bien sustanciado, y lo más probable era que el cantante quedara en libertad, como en realidad ocurrió.
El juzgado de Santa María, California, determinó que el artista era “no culpable” por los 10 gravísimos delitos que constituían la acusación de la Fiscalía, relacionados con el supuesto abuso sexual a un menor de edad.
Queda, sin embargo, la duda sobre lo que verdaderamente ocurrió en el rancho Neverland. Los voceros de la acusación sugieren que el cantante reincidirá en la conducta que lo llevó al baquillo. Da la impresión de que esta historia no ha llegado a su último capítulo.