Encarar al terrorismo resulta una labor complicada, especialmente tomando en cuenta las dificultades derivadas de la ausencia de consenso en cuanto a su conceptualización.
Aunque el Diccionario de la Real Academia lo define, en una de sus acepciones, como la “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”, se hace imprescindible, en aras de una aproximación mas certera, considerar, además, factores reincidentes como la agresión a objetivos “no beligerantes” o la importancia de las motivaciones que suscitan este tipo de acto, generalmente vinculado a la búsqueda de cambios estructurales de índole político, ideológico o religioso, a través de la violencia.
El experto Brian Jenkins, además de resaltar el carácter privado, organizado y sistematizado de la violencia terrorista, agrega un punto determinante al concepto, argumentando que el terrorismo consiste en actos perpetrados de forma intencionalmente dramática con el fin de atraer la atención general y crear un ambiente de alarma que trasciende con creces la acción violenta per se. “El terrorismo es teatro”, dice, pero entonces, como en el teatro, ¿no debería el público tener siempre la última palabra?
La acción terrorista se distingue de otros tipos de violencia, fundamentalmente, por la disociación que existe entre las victimas y el verdadero objeto de su perpetración: los espectadores. Su objetivo consiste en infundir terror, aprovechando el impacto psicológico de sus acciones para perpetuar la eficacia de las mismas.
Tenemos la obligación de ahogar en la cuna cualquier atisbo terrorista en nuestro país. El terrorismo puede provocar el caos, y debe desarticularse toda posibilidad de organización terrorista en cualquier parte del mundo.