Detrás de la justa futbolística que concentrará durante un mes la atención de todo el planeta hay una lucha silenciosa para impedir que las tribunas deportivas sean utilizadas como medio propagandístico, a través de actos terroristas.
Cualquier estructura que pretenda la obtención del poder por medios violentos codiciaría tener una «presentación» que llegue a los ojos de al menos 3,5 millardos de personas de todas las nacionalidades, ya sea para difundir una consigna o para impregnar de terror las mentes de sus enemigos.
Antes del 11 de septiembre del 2001, el terrorismo era asociado con la noción de «violencia selectiva»: los objetivos eran restringidos al máximo por las organizaciones en pugna, en el entendido de que las muertes de inocentes o no-combatientes («daños colaterales») tarde o temprano se revierten contra estos grupos en términos de una merma en la popularidad, que puede llegar a transformarse en un rechazo general de la población hacia la que pretenden encaminar su acción política. Este giro se ha visto con claridad en el País Vasco, donde Euskadi Ta Askatasuna (ETA) nació como la expresión de un sentimiento nacionalista, pero con el pasar de los años se ha transformado en poco menos que un grupo de forajidos.
Pero entre los separatistas vascos y Al Qaeda hay una diferencia cualitativa en el ejercicio de la violencia. En las torres del Centro Mundial del Comercio de Nueva York perdieron la vida musulmanes y cristianos, judíos, indios y árabes. Allí no fue atacado un grupo étnico en particular, sino un ícono de la civilización occidental, según la interpretación particular de Osama Bin Laden y sus ideólogos.
Nada le impide, por lo tanto, llegar a la conclusión de que la justa del balompié mundial es un evento montado por una enorme industria capitalista, donde no es despreciable la influencia del exsecretario de Estado Henry Kissinger, y en cuyas entrañas germina el diablo de la corrupción expresado a través de las denuncias contra el recién reelecto presidente de la FIFA, Joseph Blatter.
Por otra parte, Korea del Sur es una tierra eminentemente cristiana, donde Washington ejerce abierta influencia en la vida política y cultural desde que se produjo la división con su hermana comunista del Norte, al inicio de la década de los cincuentas. EEUU conserva allí una base militar que le permite ejercer un control sobre el mar del Japón y el sur de China.
En el diseño de su dispositivo de seguridad, los organizadores del mundial dejaron de lado –aunque fuese por un mes- los viejos conceptos de soberanía. Ante un terrorismo transnacional, se contrapone una fuerza multinacional de carácter eminentemente preventivo y disuasivo. Dos elementos lo indican: entre los 35 mil efectivos, civiles y militares, destinados a la vigilancia del evento están uniformados de Argentina, Estados Unidos y China. Además, el gobierno de Seúl solicitó que la Fuerza Aérea estadounidense habilitase aviones espías del tipo AWAC para el control de los cielos durante la justa.
Luego del 11 de septiembre, el comité organizador del torneo destinó 18,5 millones de dólares adicionales para el reforzamiento del dispositivo de seguridad. Ya había presupuestado más de 400 millones de dólares.
Acudir a un estadio no será lo mismo ahora que hace apenas un año. Hay que estar en la cola por lo menos tres horas antes del pitazo inicial, y someterse a innumerables revisiones. Se acabó el confeti sobre el campo y el fanático de pie sobre la silla. La efervescencia será vigilada y controlada en lo posible. Tanto en el campo como afuera, el desorden facilita la acción de los terroristas.
Quizá por esta vez sea mejor ver el mundial por la tele.
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