En los albores del conflicto bélico contra Irak, el presidente colombiano Alvaro Uribe se aventuró a sugerir que Estados Unidos debería ejecutar una especie de escudo naval en la fachada caribeña de su país, como una forma de asegurarse el éxito en la guerra contra los grupos irregulares.
No debió caer muy bien esta declaración en los mandos militares neogranadinos, que desde hace tiempo han asumido como suya la misión de retomar el orden en ese país, azotado por un conflicto interno que lleva más de cincuenta años. Una cosa es el aporte que Washington está haciendo en términos de equipos e inteligencia, en el marco del Plan Colombia, y otra es tener una especie de bloqueo consentido en el mar Caribe.
Muchos quisieran que Estados Unidos, en su rol de «policía mundial», eliminara de un plumazo a la guerrilla colombiana. Para ello con seguridad bastarían apenas una parte de los efectivos emplazados en el Comando Sur de Miami. Poco a poco ha ido creándose una base de opinión proclive a este tipo de incursiones. Ya la «narcoguerrilla» fue declarada como una amenaza a la seguridad interna estadounidense. Esto no es mera palabrería. En las cortes de Florida reposan los expedientes contra la cúpula de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, por tráfico de drogas y lavado de dinero. A ello se ha sumado recientemente la imputación por el homicidio de tres activistas de derechos humanos, lo que dio origen a la extradición del primer militante de las FARC, autorizada por Uribe durante la última semana de abril.
Las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (Eln) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) figuran en la lista de organizaciones tenidas por terroristas en el Departamento de Estado. La guerrilla, además, amenaza con transformarse en un problema continental. Los combates entre los grupos irregulares, los paramilitares y el Ejército colombiano, las erradicaciones forzadas de cultivos ilícitos en Putumayo y en la frontera nororiental dan pie a periódicas crisis de desplazados. En Colombia, además, ha surgido una creciente preocupación por lo que perciben como un apoyo de los gobiernos de Fidel Castro y Hugo Chávez hacia la subversión. Las denuncias sobre emplazamientos guerrilleros en territorio venezolano, y operaciones militares de la Fuerza Armada venezolana en apoyo a los irregulares, como la reportada recientemente en Tibú, son cada vez más frecuentes.
Con su propuesta, Uribe diera la impresión de estar urgido de ayuda militar internacional. Como si no recibirla significase que el conflicto interno estuviera perdido para el Estado colombiano. Pero un diagnóstico de la influyente revista Semana indica todo lo contrario. De ser cierto, la guerrilla no sólo estaría perdiendo territorios en forma continua desde que salió del Caguán, sino que también ha sufrido alrededor de 3 mil bajas, entre muertes y deserciones.
¿Cómo entender entonces ese llamado del presidente colombiano a incrementar la presencia militar estadounidense en sus costas? El planteamiento de Uribe surgió en un momento en el que EE.UU. estaba siendo fuertemente cuestionado por la intervención de sus tropas en Irak, al margen del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Uribe, por lo tanto, tomó partido, selló una alianza y al mismo tiempo envió un mensaje a las organizaciones irregulares y a quienes las apadrinan sobre lo que les podría ocurrir en un futuro no muy lejano si continúan avanzando en el proyecto de una «internacional de las espadas».
Si alguna duda quedase, basta con destacar el incremento del 20 por ciento en la ayuda militar de este año para las Fuerzas Armadas de Colombia, acordado durante el mes de marzo como un prólogo a la entrevista que el inquilino de Nariño tuvo con Bush a finales de abril. Obras son amores. No hacen falta más Rangers o boinas verdes. Colombia es ya una cabecera de playa.