Los ataques del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004 han contribuido a establecer la noción de que hay dos tipos de terrorismo: uno cotidiano y “pequeño”, generalmente reportado por los medios de comunicación locales pero que no trasciende a ellos, y por otra parte se desarrolla un “gran terrorismo”, que en cada aparición deja cientos y hasta miles de muertos, y que concita la atención de todo el país y de la comunidad internacional.
El primer tipo de terrorismo es más frecuente y a la larga produce más muertos y heridos. A menudo es mezclado con actividades delictivas. Su “baja intensidad” hace que su efecto político sea limitado. Esta es quizá la razón por la que resulta más frecuente. Basta con preguntarse cuántos de los hechos que pudiéramos incluir dentro de esta clasificación en zonas como Latinoamérica, los Balcanes o el Cuerno de Africa (donde los sucesos de este tipo se repiten con mayor frecuencia, según las estadísticas del Departamento de Estados de EE.UU.) son reportados por las agencias internacionales de noticias.
El “gran terrorismo”, en cambio, queda en la memoria colectiva por meses y años. La imagen de los jets estrellándose en las Torres Gemelas ya forma parte de la cultura de toda una generación.
Este terrorismo es innovador en sus ejecutorias. Se sale de lo común y tiene una importante dosis de sensacionalismo. Es creativo, aunque no necesariamente revestido de complejidad. Hasta el presente, y a pesar de las advertencias de expertos y funcionarios gubernamentales, las armas de destrucción masiva no forman parte del baúl de herramientas del “gran terrorismo”. Por el contrario, la tropa en esta modalidad de guerra se vale de la combinación de elementos preexistentes y de fácil adquisición, así como de la simultaneidad en los ataques para lograr el mayor daño posible.
El “gran terrorismo” va contra los centros de poder del mundo desarrollado, y más aún contra sus expresiones simbólicas. Con sus arremetidas pretende poner en evidencia la fragilidad de los monumentos y sistemas que sustentan a las principales potencias del planeta. Es un barquito de goma cargado de explosivos que sirve para inutilizar un destructor naval; es el ataque sincronizado contra las representaciones diplomáticas estadounidenses en dos naciones distintas; es la cadena de morrales atiborrados de explosivos que estallan en los trenes de Madrid.
El “gran terrorismo” es de magnitud creciente. De lo contrario sus expresiones corren el riesgo de pasar inadvertidas. Esto lo vaticinó hace más de 20 años el académico Bryan Jenkins. Siguiendo esta línea, los próximos objetivos en esta guerra que no parece tal pueden estar en un estadium de béisbol repleto de espectadores, digamos, en el desarrollo de una Serie Mundial. También pueden estar en el Vaticano o en una de las jornadas de los juegos olímpicos. En esto servirá cualquier situación que haga del terror una vivencia colectiva.