México, D.F. (apro).- En el libro The great game, que apareció hace unas semanas con gran alboroto en Estados Unidos, Frederick Hitz, quien fue subdirector de operaciones para Europa e inspector general de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), asegura que las situaciones en las que se ven involucrados los espías de la vida real son, con frecuencia, más bizarras y dramáticas que las que enfrentan los personajes de las novelas de los autores-emblema del género, como John Le Carré y Graham Green.
Hitz, quien escribió el libro a partir de un curso sobre espionaje y literatura que enseña en la Universidad de Princeton, se refiere a personajes como Aldrich Ames, un resentido y alcohólico agente de la CIA que en la etapa final de la Guerra Fría le vendió a los soviéticos, por algunos millones de dólares, información que destapó todas las operaciones que Estados Unidos conducía en ese momento contra la Unión Soviética.
Ames, que quería el dinero para solventar el ostentoso estilo de vida de su esposa colombiana, guarda el ambiguo honor de ser el espía que más daño le ha hecho a la Agencia en toda su historia.
La tesis de Hitz sirve también para abordar lo que ocurre en estos días con la CIA, cuya reputación está por los suelos, después de que el Comité de Inteligencia del Senado presentó el pasado 9 de julio un demoledor informe donde desmiente prácticamente toda la información que usó la Agencia en un reporte especial sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, el cual sirvió como evidencia para que George W. Bush ordenara invadir ese país en marzo de 2003.
En el informe la CIA queda como protagonista de una desconcertante historia de errores y manipulación que podría competir –y hasta superar– la trama de muchas novelas.
El documento del comité senatorial, que estaba integrado por legisladores demócratas y republicanos, consta de 511 páginas y es una evaluación de la Estimación de Inteligencia Nacional sobre Irak, un reporte de 90 páginas sobre la capacidad bélica no convencional de ese país.
Por lo regular, la CIA prepara estos reportes para el Ejecutivo cuando éste pretende tomar una decisión grave sobre algún país. Sin embargo, en este caso la orden de elaborar el documento vino del Congreso, cuyos miembros necesitaban cualquier información —la que fuera— que les ayudara a respaldar la petición de Bush de atacar sin demora a Irak. La CIA entregó la Estimación en octubre de 2002.
Según los senadores, la CIA armó su Estimación con “datos inciertos, exageraciones e información manipulada”. Lo hizo además en apenas tres semanas, a pesar que –según diversas fuentes internas y espías jubilados consultados por la prensa internacional– elaborar dichos trabajos de manera seria toma “meses”.
En el reporte se reconoce incluso que la información inculpatoria se “cocinó” casi un año después de que Bush decidiera, por allá de noviembre de 2001, que Irak sería atacado.
Continuando con el método del autor Hitz, se podría decir que el recién retirado director de la CIA, George Tenet, se convirtió en una versión contemporánea del vendedor de aspiradoras Jim Wormold, el rocambolesco protagonista del clásico Nuestro hombre en La Habana de Graham Green, quien engaña –pero hace felices– a sus jefes del espionaje británico, el MI6, mostrándoles planos de esos aparatos domésticos como si fueran elaborados diagramas de armas secretas que se estarían construyendo en remotos parajes cubanos.
Wormold –como Aldrich Ames–, traicionaba para garantizar un jugoso salario con el que pagaba los caprichos de su insaciable hija. Tenet, en cambio, parece que respaldó un montón de mentiras para tener contento a su jefe, el presidente Bush, quien, según diversas fuentes, lo apreciaba tanto que lo dejó al frente de la CIA aunque fuera herencia de la administración del demócrata Bill Clinton y, peor, a pesar de haber presidido a la Agencia durante un periodo particularmente malo, en el que por lo menos tuvo dos fallas mayúsculas:
Fue incapaz de detectar los planes de India y Pakistán para realizar pruebas atómicas, en 1998; y le pasaron de noche los preparativos de la red terrorista internacional Al Qaeda para destruir con aviones las Torres Gemelas de Nueva York y hacerle un gran boquete al Pentágono el 11 de septiembre de 2001.
Errores piadosos
El Comité de Inteligencia del Senado se cuida de precisar en su informe que los errores, omisiones y manipulaciones en los que incurrió la CIA son sumamente graves, pero no voluntarios. Es decir que, según los senadores, los espías lo hicieron todo mal, pero no de mala fe. Es más, una y otra vez el comité achaca los errores a “un liderazgo deficiente”, pero nunca señala a algún jefe en específico.
Los senadores atribuyen esta curiosa situación a que en los años previos a la invasión de marzo de 2003, Estados Unidos no contó con fuentes —léase espías—, infiltradas en Irak, lo cual hizo que casi toda la información sobre las presuntas armas de destrucción masiva le fuera suministrada a la CIA por exiliados iraquíes, enemigos del ahora derrocado presidente, Saddam Hussein, de muy poca confiabilidad.
Con un lenguaje tan diplomático que suena a chiste, los legisladores le recomiendan a los espías volver a lo básico, esto es, a espiar en el terreno y no, digamos, desde la comodidad de los bares en hoteles de Nueva York o Viena, donde no resulta difícil imaginarse a los hombres de Tenet tomando nota de las invenciones sobre Irak de los exiliados.
“(Dichas) operaciones (en el terreno) son difíciles y peligrosas, pero deben ser la norma en las actividades de la CIA”, asegura el comité en un pasaje particularmente candoroso.
El espía-autor Frederick Hitz le dice a esto volver a las maneras y métodos del “Gran Juego”, que es como Arthur Connolly, un agente de inteligencia al servicio de la Corona Británica, bautizó a la encarnizada competencia militar, diplomática y de espionaje que sostenían entre el siglo XIX y XX el Reino Unido, Francia y Rusia por el control de ese vasto territorio de Asia Central que comprenden Afganistán, Pakistán y buena parte de India.
Es en el marco de este gran juego que surgieron grandes espías de la era moderna, reales e imaginarios. Entre ellos está, por ejemplo, Kim, espía de una de las novelas de Rudyard Kipling, quien, además de recabar información estratégica para la Corona, se daba tiempo para ser discípulo de un lama tibetano.
Impunes e inútiles
Del oscuro pasaje en la historia de la CIA que abrió el informe senatorial se pueden sacar dos conclusiones:
Primero, uno puede pensar que los espías estadounidenses, que estuvieron del lado ganador de la Guerra Fría, no pueden ser tan malos como para haber fallado de manera tan escandalosa en Irak. Por lo tanto, hay que creer que más bien se limitaron a darle al Ejecutivo lo que buscaba, aunque en ello se les fuera la reputación.
Esta versión se respalda en algunos pasajes del reporte. En uno de ellos se cuenta como un nervioso agente le escribe un correo electrónico a su superior para advertirle de la poca confiabilidad de una fuente que aseguraba que el ejército iraquí tenía laboratorios móviles de armas biológicas. Su jefe se limitó a responder: “Como le dije anoche, tengamos en mente que esta guerra va a tener lugar con independencia de lo que diga o no diga, y los poderes probablemente no están terriblemente interesados en si sabe de lo que está hablando”.
El dato de los laboratorios fue finalmente utilizado en una presentación que hizo Colin Powell ante el Consejo de Seguridad de la ONU.
“(George) Tenet sabía lo que Bush necesitaba y decidió hacerle el trabajo sucio”, resumió Ray McGovern, quien fuera analista de la CIA durante 27 años, entrevistado la semana pasada por el diario español El País.
Si esta conclusión es la acertada, el sistema democrático de Estados Unidos debe estar pasando por una crisis bien seria. La impunidad del presidente y de sus espías es apabullante.
Tenet seguro supo con anterioridad que el reporte de los senadores no era nada halagador, por eso, convenientemente, presentó hace unas semanas su renuncia, la cual se hizo efectiva el mismo 9 de julio. Hoy no hay nadie que hable seriamente de llamarlo a cuentas. Ni por Irak ni por el 11 de septiembre ni por nada.
A Bush, en tanto, le sobran razones para estar feliz: el informe tendrá una segunda parte donde se va a analizar si su administración ejerció algún tipo de manipulación —del aparato de inteligencia, de la opinión pública, del Congreso—, para generar apoyo a la invasión, pero estará listo hasta después de las elecciones de noviembre, cuando busca reelegirse.
La segunda conclusión de esta historia parte de reconocer que, en efecto, la CIA lo hizo todo mal. Si así fuera, a los estadounidenses, a los países aliados y a los enemigos de Estados Unidos, sólo les resta tener miedo.
En el caso de los países amigos, habría que mencionar al Reino Unido, cuyo dirigente, Tony Blair, se jugó el puesto al decidir acompañar a Bush a una guerra cuya fundamentación, ahora sabemos, era falsa. De hecho, a esa misma conclusión se llegó en un informe propio sobre la actuación de los servicios de inteligencia e Irak que fue presentado la semana pasada, y donde también se acusa al MI6 de depender de informantes poco confiables, entre los que se contaba la CIA.
Para los países enemigos de Estados Unidos los motivos de preocupación son obvios: con Irak quedó demostrado que por lo menos la administración Bush está dispuesta a atacar a cualquier nación si cree que conviene a sus intereses, y no duda en “plantarle” pruebas.
Después de este informe, ¿alguien realmente cree que hay algún espía estadounidense en el reino comunista de Corea del Norte, país al que Bush acusa de poseer armas nucleares? O peor, ¿alguien cree que importe que dicha acusación sea cierta?
Pero los que tienen que estar realmente inquietos son los estadounidenses. Si sus espías fueron incapaces de conseguir información fiable sobre la capacidad bélica de un país, ¿cómo podrán enterarse si una organización tan disciplinada y discreta como Al Qaeda planea nuevos ataques en su contra?
Fallas como las que evidenció el reporte del Comité de Inteligencia del Senado deberían forzar una gran reforma de la CIA y, en general, del aparato de inteligencia de Estados Unidos. Pero eso no va ocurrir, por lo menos no en tiempos electorales, según se desprende de la consulta que David Sanger, veterano reportero de The New York Times hizo el fin de semana pasado con varias fuentes cercanas a la Casa Blanca. Según estas fuentes, a lo más que llegará la administración es a proponer el nombramiento de un “zar” del espionaje, para que coordine todas las actividades gubernamentales en este campo.
En las novelas y las películas se asegura con frecuencia que las agencias de espionaje son enormes burocracias en las que nadie espera que los responsables de los errores sean señalados por nombre. Los errores sencillamente se cometen y la maquinaria sigue rodando tan tranquila. Por eso cuesta creer que en este capítulo de la historia de la CIA las cosas vayan a ser diferentes.