El dilema del mal menor en la lucha antiterrorista

Por Marta Ruiz
Una bomba está a punto de estallar en un avión con 200 personas a bordo. El terrorista que puso el explosivo ha sido capturado por el gobierno pero no ha sido posible que diga cómo desactivarla. Los agentes de la policía que lo tienen en su poder se preguntan si torturándolo le arrancarán esa verdad que salvará tantas vidas. Este es un dilema hipotético pero parecido a los que enfrentan los organismos de seguridad en la lucha contra el terrorismo.
Cada vez que un país sufre un acto terrorista, el miedo se apodera de la gente y se recicla un viejo debate entre libertad y seguridad. ¿Debe una sociedad amenazada aceptar restricciones a sus derechos y libertades a cambio de una mayor seguridad?
Este debate mundial, de profundo calado ético, divide a liberales y conservadores en la actualidad y lo ha puesto sobre el tapete recientemente Michael Ignatieff, con su libro The Lesser Evil: political ethics in an age of terror (El mal menor: ética política en una era de terror).
Ignatieff es periodista e historiador, y actualmente dirige el Centro Carr de Derechos Humanos de la Universidad de Harvard. En su libro, Ignatieff plantea cómo las democracias necesitan desesperadamente herramientas para luchar contra los terroristas, pero a la vez deben cuidar que el remedio no resulte peor que la enfermedad. La doctrina del mal menor en la que se apoyan hoy muchas democracias occidentales es en el fondo una justificación de la guerra preventiva. Y de actos que violan los principios y derechos en los que se asientan los ideales democráticos, e incluso llegan a justificar el asesinato selectivo y la tortura. En Estados Unidos, por ejemplo, el frenesí de la guerra ha hecho que intelectuales de gran prestigio como Alan Dershowitz, ilustre abogado de Harvard, propusiera muy en serio un marco jurídico para el uso de la tortura.
Por fuera de estas posturas extremas, el debate llama la atención sobre el riesgo de que el remedio -la lucha antiterrorista- resulte peor que la enfermedad -el terrorismo-.
«Para derrotar el terrorismo se requiere violencia. También, coerción, secreto, engaño e incluso violación de los derechos. ¿Cómo pueden las democracias recurrir a estos medios sin destruir los valores sobre las cuales están cimentadas? ¿Cómo pueden recurrir al mal menor sin sucumbir al mayor? » , se pregunta Ignatieff en su libro. Para él, el mal mayor sería perder la esencia de la democracia americana: la libertad.
La opinión pública de Estados Unidos ya comprendió que se mueve en el filo de un cuchillo que puede romper el corazón de su nación. Si el desplome de las Torres Gemelas en Nueva York se convirtió en el símbolo de la amenaza terrorista y el miedo que ésta produce, la imagen de un prisionero iraquí con pose de crucificado, en un pedestal y con un gorro de verdugo se ha convertido en el emblema de una guerra que se libra en el terreno equivocado, donde Estados Unidos pasó fácilmente de víctima a victimario. Y advierte del abismo en que puede caer un Estado en nombre del mal menor.
Las imágenes de los prisioneros torturados en la cárcel de Abu Ghraib en Irak o de los presos anónimos de Guantánamo produjo una inmensa amargura en los norteamericanos que relacionan estas escenas con la legislación de excepción consagrada en el Patriot Act, que le entregó demasiados poderes al FBI y la CIA apenas un mes después del 11 de septiembre de 2001, cuando el país estaba conmocionado por el ataque de Al Queda.
Esta ley autoriza, entre otras facultades, detenciones en masa por tiempo indeterminado y flexibiliza todos los criterios para que las autoridades accedan a los documentos privados de los ciudadanos, además de convertir en sospechosos a prácticamente todos los extranjeros. A fines de junio pasado, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos dio un importante paso en contravía de esta legislación de excepción, al restituirles los derechos jurídicos a los presos de Guantánamo. Con este fallo y un debate público caldeado se está ambientando una revisión de la Patriot Act para el año 2005.
Aunque este parece un aburrido debate de juristas, la doctrina del mal menor será parte del debate electoral en Estados Unidos y en los países donde ésta se ha tomado como paradigma de la política de seguridad.
Colombia no es la excepción. Mientras más actos terroristas comentan los grupos armados, más justificaciones tendrá el Estado para restringir derechos y con mayor docilidad cederá la opinión pública a este recorte a las libertades.
Pero ¿estamos ante un dilema real? Los críticos del Estatuto Antiterrorista -inspirado en el mal menor- le encuentran por lo menos cuatro problemas graves a su concepción.
El primer argumento es que las legislaciones excepcionales no han demostrado ser eficaces para luchar contra el terrorismo y, en cambio, han terminado aplicándoseles a los ciudadanos que incurren en delitos diferentes al terrorismo o incluso a ciudadanos inocentes. «Eso ha ocurrido en Colombia desde 1986 con el estatuto contra los estupefacientes y después con el estatuto para la defensa de la justicia. Los grandes capos se acogieron a la justicia y los estatutos se le aplicaron al ciudadano de a pie», dice el jurista Alejandro Aponte.
El segundo problema al que se enfrentan las legislaciones antiterroristas en el mundo es que no han logrado definir quién es el enemigo. Nadie sabe, por ejemplo, quiénes son los prisioneros de Guantánamo, ni si son efectivamente miembros de Al Qaeda. El temor a que el rigor de las medidas de excepción se convierta en un arma de persecución política e ideológica no es infundado. Las dictaduras del Cono Sur en los años 70 se valieron justamente de este vago concepto de enemigo para aplicar toda la violencia del Estado contra cualquier disidente.
El tercer aspecto crítico son los controles que una legislación especial antiterrorista demanda. Ignatieff dice que si la sociedad otorga más poderes debe así mismo reclamar mayores controles. En concreto, que las cortes, el congreso y la prensa deben jugar un papel esencial en la denuncia de posibles abusos. A su juicio, debe haber mucha información sobre la guerra y no tanto secreto, como ocurrió con las cárceles de Irak y Guantánamo. En el caso colombiano, el Estatuto Antiterrorista está concebido con muchos controles. Pero la idea de Ignatieff de que las instituciones democráticas velen para que no se comentan excesos es duramente rebatida por el constitucionalista colombiano Rodolfo Arango: «Tales garantías resultan superfluas cuando se ha aceptado que contra el terrorismo es necesario violar los derechos fundamentales».
El cuarto argumento crítico es el ético. Si se hace un paréntesis a los derechos con el argumento de la seguridad, el Estado puede terminar pareciéndose a su enemigo y pierde así su autoridad moral. «No hay un honor del guerrero entre terroristas. El peligro moral en una guerra contra el terror es que no hay ningún contrato moral con el enemigo, ninguna expectativa de reciprocidad nos ata a él «, dice Ignatieff.
Un asesor militar norteamericano que trabaja con el gobierno colombiano y que ha participado en las guerras de Afganistán e Irak dice: «El peligro de la doctrina del mal menor es que cedes los derechos y después ¿cómo los recuperas? El terrorismo es una amenaza muy grande pero no se puede perder la cabeza, ni perder de vista qué es la libertad y qué significa ella en un país».
Como él, muchos analistas consideran que la doctrina del mal menor plantea un falso dilema entre seguridad y libertad, pues el reto de una sociedad democrática es lograr vencer a los violentos sin que en la lucha se deterioren los principios en los que se fundamenta la democracia.
Por eso la Corte Constitucional tendrá que poner en una balanza una dosis de seguridad y otra tanta de derechos a la hora de debatir el futuro del Estatuto Antiterrorista. De salir aprobado, los organismos de seguridad y la fuerza pública tendrán que demostrar su capacidad para usarlo de manera eficaz para combatir a los terroristas.
Pero si la Corte decide que el Estatuto, o algunos de sus artículos, en lugar de conducir al país al mal menor puede llevarlo a un mal mayor, al gobierno le quedará el inmenso reto de continuar la lucha contra el terrorismo sin quebrantar el espíritu garantista que anida en la Constitución.

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