El frustrado magnicidio del 24 de junio de 1960, cuando en Los Próceres un grupo venezolano conectado con la tiranía de Trujillo en República Dominicana había intentado matar al presidente Betancourt, abrió las puertas al terrorismo político en la etapa democrática, convirtiendo a la década en escenario de violencia.
Betancourt salió vivo del atentado, no así su edecán, el coronel Ramón Armas Pérez. Y quien sí moriría un año después, víctima de un atentado, sería el dictador dominicano, retratado en La fiesta del chivo. Los dados estaban cargados.
Más tarde, prometió Betancourt mano dura contra el terrorismo, lo que dio origen a que se le diera un giro a cierta frase suya para sostener que habría dicho “disparar primero y averiguar después”.
Como fuese, aparte de las voladuras de oleoductos y acciones contra empresas extranjeras, que fueron muchas, o más graves, como la de El Encanto, falsamente atribuida a Petkoff, el extremismo de izquierda se cuidó de apelar al atentado personal, línea violada en varios casos como los de Alfredo Rafael Seijas, consultor jurídico de la Digepol el 22 de septiembre de 1966, y el doctor Francisco Astudillo, abogado al servicio del Ejército, el 13 de diciembre de 1966. Y aunque de esa acción salió ileso el general Moreán Soto, comandante del Ejército, el gobierno de Leoni apeló a drástica medida: el cierre de la Universidad Central por tres meses.
En cuanto al asesinato de Julio Iribarren Borges, ex presidente del Seguro Social, aparentemente confundido con su hermano Ignacio, canciller a la sazón, fue reprobado por el PCV y al mismo tiempo aceptado por Elías Manuitt, disidente de la tesis de “la paz democrática” y residente en La Habana, justo en la etapa de confrontación entre los comunistas de uno y otro país.
Por su parte, los organismos de seguridad durante el quinquenio de Leoni “ejecutaron” en las calles a varios de los por ellos calificados como terroristas, por ejemplo Félix Farías Salcedo, Fabricio Aristiguieta y Michinaux. Mientras la lucha armada decretada en los años sesenta subsistiera o sus desprendimientos actuaran en los años setenta, las acciones terroristas persistirían en ambos lados.
Acercándose las navidades de 1965, cuando Otero Silva y José Ramón Medina estaban entusiasmados con un documento firmado por 59 ilustres venezolanos, el cual llamaba a un diálogo entre los dos bandos –oficialismo y oposición– y ofrecía fórmulas concretas para tender el puente, fueron sorprendidos por el caso de la “virgen bomba”, un regalo que habría recibido en el Congreso el diputado Martín Antonio Rangel y que al llevarlo a su casa y entregárselo a su señora hizo ¡boom!… y la mató.
Leoni, inesperadamente, reaccionó mal y acusó a los opositores de haber enviado la estatuilla fatal. Y hasta La República, el diario dirigido Luis Esteban Rey, un adeco fuera de serie, se desvió de su posición mesurada e inteligente. Desde luego, ni el PCV ni el MIR tenían nada que ver con aquello. Más bien, ese acto cortaba el puente.
Una variante sorpresiva la constituyó el secuestro de la unidad de Cubana de Aviación CUT1201 que provocó la tragedia de Barbados. Fue una acción concebida por la organización anticastrista CORU (Coordinación de Organizaciones Revolucionarias Unidas). La periodista Alicia Herrera escribió un libro pleno de revelaciones (Pusimos la bomba… y qué) . Presos como coautores estuvieron en el San Carlos Hernán Ricardo y Freddy Lugo, aunque los cerebros habían sido Orlando Bosch y Posada Carriles, de amplio récord policial y conspirativo.
El segundo todavía da guerra en Centroamérica.
En esa década de los setenta, recesiva la lucha armada en su concepción original, subdivididos los grupos, su proyección política era casi nula comparada con la que en los comienzos de los años sesenta promovió la yunta PCVMIR, pero abundaba en una de sus formas con los secuestros, bien con fines financieros, bien con objetivos políticos. El más publicitado fue, sin duda, el de Niehous, empresario norteamericano, que duró 39 meses. Y la reaparición de las torturas revivió al terrorismo en cautiverio, terrible como consta en aquellos libros de los resistentes en la Alemania nazi. En nuestro país, el caso de Jorge Rodríguez dejó secuelas en la política actual.
El atentado contra Antonio Ríos en 1992 lo reveló como hombre de paja. Venía en ascenso al parecer indetenible cuando un joven de apellido, cuya carrera política no terminaría allí, atentó contra su vida. Desde aquel día en adelante, Ríos fue hombre muerto políticamente, como otros: el cementerio es grande.
En octubre de 1993 el país fue sorprendido por una oleada terrorista sui géneris, que comenzó con los “sobres bomba” y terminó con los “carros-bomba”. Las investigaciones condujeron, en el segundo caso, a una conspiración financiera encabezada, al parecer, por Ramiro Helmeyer y estimulada por Thor Halvorssen, aunque ambos terminaron enfrentados.
Desde un comienzo la policía buscó a Helmeyer como presunto cabecilla y luego a Walter del Nogal, ambos implicados, al parecer, en la muerte de Mario Patty.
El ministro de Justicia de aquel entonces (Fermín Mármol León, quien había escrito un libro de gran venta: Cuatro crímenes, cuatro poderes) declaró para El Nacional del 8 de octubre de aquel año: “Muchos yuppies y ricos de nuevo cuño se involucraron con el carro bomba. Y el mismo día Caldera declaraba que la mafia política y económica de Carlos Andrés Pérez podría estar detrás de todo”.
Por esos días estuvo en Venezuela David Yallop, autor del voluminoso libro Hasta los confines de la Tierra (a la caza del Chacal) quien había amistado con Halvorssen en Londres y, por eso mismo o tal vez en misión de auxilio, decidió visitarlo o defenderlo, no recuerdo bien, ganándose la expulsión del país. Aquel terrorismo financiero, como se le siguió llamando, causó gran revuelo, pues se estaba al borde de las elecciones de diciembre.
Pasado el tiempo, Helmeyer ofreció su versión en Seis bombas para una nueva “alternativa” , donde, entre otras cosillas, sostenía que Halvorsen era especialista construyendo mentiras y había sido “entrenado por la CIA”.
En los días tempestuosos de la plaza Altamira, cuando en ella irrumpió Gouveia para disparar contra una multitud que gozaba con su ghetto antichavista, la zona este de Caracas estaba controlada, sin posibilidad de penetración oficialista, por la oposición llamada “sociedad civil”, que puso de moda el tricolor en la cabeza, el pecho, las piernas y las entrepiernas. Fueron los días, asimismo, de los bombazos en las oficinas consulares o diplomáticas de España, entonces gobernada por Aznar, y Colombia, “la hermana enemiga” de Chávez.
Vino la prisión para Gouveia, cazado en la acción por las cámaras, pero también la impunidad para los terroristas, pues nunca pudieron ser identificados ni mucho menos aprehendidos.
¿Venían los “paracos” de la famosa hacienda abandonada atacar a la Guardia Nacional y incendiar al país con la experiencia adquirida al otro lado? Episodio muy dudoso ese, si es que se les ve las caras a los jóvenes imberbes paramilitares cucuteños.
Pero en el caso de que la versión oficial hubiese sido verídica en el caso también de que los “paracos” hubiesen actuado, la lección de terrorismo que hubiésemos recibido los venezolanos habría sido merecedora de 20 puntos. Por fortuna, los muchachos regresaron al terruño.
El terrorismo es una enfermedad con múltiples síntomas y, acaso por esa razón, con resultados diversos y contradictorios. Sirvió en Argelia, no se sabe si servirá en países de Medio Oriente, pero en Venezuela –soy capaz de afirmarlo– no servirá para nada, como no sea para crear barreras en el logro de una democracia real y activa.
“El terrorismo es una enfermedad con múltiples síntomas y, acaso por esa razón, con resultados diversos y contradictorios. Sirvió en Argelia, pero en Venezuela no servirá para nada, como no sea para crear barreras en el logro de una democracia real y activa”
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