Mucho más que una guerra contra el terror

Frente a la obsesión mostrada por el gobierno de George W. Bush y sus aliados por circunscribir exclusivamente la agenda de la seguridad internacional a la guerra contra el terror, los hechos se empeñan en confirmar que el catálogo de amenazas y riesgos a los que nos enfrentamos es mucho más amplio y que, por otro lado, las respuestas ensayadas en estos últimos tiempos no parecen rendir los frutos deseados para neutralizarlos.
Así, por ejemplo, problemas como la propagación del VIH/SIDA, que puntualmente ha ocupado estos días la atención mediática con ocasión de la Conferencia Mundial convocada por la ONU en Bangkok, nos deberían obligar a reconsiderar nuestra definición de la seguridad, hasta ahora planteada básicamente en términos de seguridad de los Estados, para entender que el centro de nuestros esfuerzos tendría que ser, sin ningún género de dudas, el ser humano.
Este ejercicio de apertura hacia nuevos enfoques de la seguridad internacional tuvo un primer apunte a partir del final de la Guerra Fría. En aquel momento se entendió que se abría una ventana de oportunidad para redefinir un campo que había estado dominado férreamente por las concepciones clásicas de la seguridad, entendida únicamente como relaciones de poder (especialmente militar) y por el equilibrio del terror nuclear, propio de la capacidad que atesoraban las dos superpotencias que marcaron esa etapa histórica. Era necesario abandonar la idea de que la acumulación de armas proporcionaba más seguridad a su poseedor, al entender que, en realidad, ese comportamiento alimentaba sin freno una dinámica de acción-reacción que se traducía en una carrera de armas altamente desestabilizadora, mientras se dejaban totalmente marginados otros asuntos que son causa directa de los conflictos. Fue en ese punto en el que conceptos como la seguridad cooperativa o compartida empezaron a traspasar el estricto círculo académico, para convertirse en focos de atención en el campo de la política internacional de seguridad. Coyunturalmente se produjo un notable alivio, tras la implosión de la Unión Soviética y la desaparición de la confrontación nuclear bipolar, que derivó en un cambio de lenguaje (en lugar de amenazas se pasó a hablar de riesgos) y en una necesidad de atender a cuestiones que, hasta ese momento, habían estado completamente al margen de la agenda de la seguridad y cuyo potencial desestabilizador resultaba muy evidente.
El deterioro medioambiental, la pobreza y la exclusión, las pandemias (incluyendo al SIDA), los efectos desestabilizadores de los movimientos de población, el narcotráfico, el crimen organizado, los comercios ilícitos y, por supuesto, el terrorismo internacional y la proliferación de armas de destrucción masiva, pasaron a formar parte de la agenda, recibiendo una atención inusitada por parte tanto de los gobiernos nacionales como de los organismos internacionales. Es entonces, a principios de la década pasada, cuando el selectivo Consejo de Seguridad de la ONU comenzó a interesarse por problemas como el SIDA y cuando arrancaron, de la mano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, los informes anuales de desarrollo humano. Asimismo, otras agencias internacionales especializadas iniciaron la elaboración de informes anuales, en un intento por establecer un diagnóstico preciso y actualizado de los males del mundo y una estrategia de reacción adecuada. Unos males cuya resolución, según se deriva de esos mismos informes, escapa a las capacidades individuales de cada Estado, incluyendo los más poderosos, y cuya naturaleza es muy distinta a la de tipo militar que caracterizaba la etapa anterior. En consecuencia, parecía entenderse que era necesaria la colaboración y la cooperación internacional para hacer frente a los riesgos comunes que definen el mundo globalizado en el que nos movemos. Del mismo modo, también parecía comprenderse que, dado que esos riesgos eran de naturaleza muy diversa, también deberían serlo los instrumentos utilizados para solucionar los problemas que planteaban, dejando los de tipo militar en un segundo plano, a diferencia de lo que había ocurrido hasta entonces. En esta línea hay que interpretar también la celebración de la ya larga serie de conferencias internacionales (desde la Cumbre de la Tierra, Río-1992, hasta la ya citada de Bangkok), tratando de sumar esfuerzos en la consecución de un mundo más seguro, más justo y más sostenible.
Aunque los indicios negativos iban aumentando ya desde finales de los años noventa (en ningún caso se consiguió cerrar la brecha entre los compromisos formales y la actuación sobre el terreno), será el 11-S el momento en que se produce un giro radical que cierra abruptamente la ventana de oportunidad antes mencionada. El enfoque que el actual equipo de gobierno de Washington está tratando de aplicar en la escena internacional supone un regreso a esquemas que parecían ya superados. Su concentración en la guerra contra el terror no se deriva de un éxito en la resolución de los otros problemas que habían pasado a formar parte sustancial de la agenda de la seguridad, en cuyo caso podría entenderse la concentración de esfuerzos en aquellos temas que aún quedasen pendientes. Desgraciadamente, ése no es el caso. Por el contrario, se está produciendo una dejación de responsabilidad en la búsqueda de fórmulas comunes para enfrentarse a estos problemas, mientras que se vuelve a estrategias que parecían superadas. Unilateralismo, desprecio del derecho internacional y de los organismos encargados de su custodia y aplicación, protagonismo de los instrumentos militares, recorte de derechos y libertades, simplificación extrema del discurso (el mal llamado terrorismo islamista como paradigma del enemigo a batir), insistencia en la «doble vara de medida» para juzgar comportamientos de determinados gobiernos, establecimiento de alianzas instrumentales con gobiernos de toda naturaleza (al margen de su compromiso con valores democráticos o aplicación efectiva de los derechos humanos)… En resumen, un paso atrás en búsqueda de esquemas ya periclitados, pero que, por ser conocidos, implican un cierto grado de confianza a sus promotores al encontrarse en territorio conocido, por mucho que sus propuestas no correspondan a las necesidades actuales.
Que este regreso al pasado sea sólo un último reflejo de nostalgia de la única superpotencia actual, que no acepta su incapacidad para marcar en solitario la agenda mundial, o una constatación clara de que, efectivamente, «el siglo XXI será el siglo de Estados Unidos» es algo que, en buena medida, se va a dilucidar en las elecciones estadounidenses del próximo mes de noviembre. Mientras tanto, y para quienes no nos es posible participar en dichos comicios y para quienes prefieren atender a la realidad en lugar de a los discursos autojustificativos, puede resultar instructivo comparar los objetivos recogidos en la Cumbre del Milenio y lo que, tanto el secretario general de la ONU como sus agencias, confirman en cada nuevo informe anual (entre otras imágenes podemos quedarnos en estos días con que más de veinte millones de muertos de SIDA nos contemplan, 3 millones de ellos en el último año).
*Jesús A. Núñez Villaverde – Director del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH, Madrid)

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