La era posterior a la Guerra Fría, que comenzó con la caída de
la Unión Soviética hace casi doce años, llegó a un final abrupto
en la mañana clara y luminosa del 11 de septiembre de 2001. En
un instante, los ataques terroristas concertados transformaron
el entorno de la seguridad internacional y determinaron una
nueva estrategia nacional para Estados Unidos).
El 11 de septiembre marca el comienzo de una nueva era en el
pensamiento estratégico de Estados Unidos. Los ataques
terroristas de esa mañana tienen un efecto comparable al ataque
contra Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, que propulsó a
Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial. Antes del 11 de
septiembre, la administración Bush se encontraba en proceso de
elaborar una nueva estrategia de seguridad nacional. Esta
gestión se realizaba a través de la Revisión Cuatrienal de
Defensa y por otros medios. Sin embargo, en apenas un instante
los ataques del 11 de septiembre transformaron el entorno de la
seguridad internacional. Una amenaza totalmente nueva y ominosa
se hacía realidad y exigía una nueva estrategia nacional para
Estados Unidos. Esta nueva política, ahora llamada «Doctrina
Bush», apunta la atención a la amenaza que significan el
terrorismo y las armas de destrucción masiva.
Final de la era posterior a la Guerra Fría
El 11 de septiembre puso súbito fin a la era posterior a la
Guerra Fría, que comenzó hace casi exactamente 12 años. Durante
ese período, que se inició con la estremecedora demolición de la
muralla de Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989, se
produjeron en rápida sucesión acontecimientos como la caída del
comunismo en Europa Oriental, el final de la Guerra Fría y, en
diciembre de 1991, la desintegración de la Unión Soviética. Por
primera vez en más de medio siglo parecía que Estados Unidos ya
no afrontaba ni una sola amenaza contra su seguridad nacional y
su estilo de vida. A finales de la década del 30 y durante la
Segunda Guerra Mundial la amenaza tomaba el nombre de fascismo;
durante la Guerra Fría, la Unión Soviética y el comunismo
soviético. En ambos casos, el peligro era tremendo e inequívoco.
Como consecuencia, el consenso de Estados Unidos y de sus
aliados era que existía una gran amenaza, aun cuando a veces
surgieran desavenencias entre ellos sobre la manera a seguir,
como sucedió con el caso de Vietnam,.
Desde 1989 hasta 2001 surgieron múltiples amenazas de menor
importancia; a saber, los conflictos étnicos, la proliferación
de armamentos, el terrorismo, la inestabilidad política y
financiera, los estados fracasados, el efecto de los cambios
climatológicos, las enfermedades infecciosas y la pobreza. Si
bien ninguna amenaza se imponía a otra, Estados Unidos se vio
llamado a intervenir militarmente en respuesta a una serie de
conflictos locales o regionales, como fue el caso de la invasión
de Kuwait por Irak (1990-91), Somalia (1991-92), Haití (1994),
Bosnia (1995) y Kosovo (1999). A la misma vez, hubo conflictos
en los que no intervino Estados Unidos, entre los que figuran
más notablemente el genocidio en Ruanda (1994), Bosnia desde
1992 hasta julio de 1995 y las guerras civiles en Liberia,
Sierra Leona, la República Democrática del Congo (antes Zaire) y
en otras partes.
El término «estrategia nacional» describe cómo un país utiliza
los diversos medios — militares, económicos, políticos,
tecnológicos, ideológicos y culturales– que tiene a su
disposición, para proteger y promover su seguridad general, sus
convicciones y sus intereses nacionales. Durante la Segunda
Guerra Mundial, esta estrategia adoptó la forma de una gran
alianza para la movilización y guerra total contra la Alemania
nazi y Japón. Durante la Guerra Fría, la política exterior de
Estados Unidos podría describirse con una sola palabra,
contención. A diferencia de la era de la Guerra Fría, la década
del 90 evadió la formulación de una estrategia nacional o de
cualquier otra doctrina específica. En contraste con las
anteriores cuatro décadas de la Guerra Fría, no existía un
consenso sobre cuál era la naturaleza de las amenazas a los
intereses nacionales de Estados Unidos o cómo caracterizar esa
nueva era. El resultado fue el planteamiento de varias doctrinas
tentativas durante los años 90, entre ellas el nuevo orden
mundial, el multilateralismo afirmativo y la estrategia de
participación y ampliación para fomentar la expansión de las
democracias y las economías de mercado. Cada uno de los
planteamientos tenía sus puntos fuertes, pero ninguno era
suficientemente integral o duradero como estrategia nacional de
una nueva era.
Aún así, y desde mi perspectiva, si bien no existía una
estrategia nacional, había tres elementos de gran alcance que
condicionaban la política exterior de Estados Unidos durante los
años después de la Guerra Fría. El primero, la situación de
supremacía de Estados Unidos. La desintegración de la Unión
Soviética colocó a Estados Unidos en una posición casi sin
precedentes en todas las áreas en las que típicamente se mide el
poder; es decir, económica, militar, tecnológica y militar.
Ningún otro país se acercaba a su nivel y ninguno se perfilaba
como rival en el futuro inmediato. Como dijo el historiador Paul
Kennedy, autor de Auge y Caída de las Grandes Potencias: «Nada
ha existido como esta disparidad de poder, nada». (London
Financial Times, edición del 1 de febrero de 2002). Esta
preponderancia provocó reacciones tanto de admiración como de
resentimiento.
Segundo, como consecuencia de su primacía, y de la capacidad
relativamente limitada de los organismos regionales e
internacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea,
Estados Unidos cumplió una función única frente a los urgentes
problemas de índole internacional como los conflictos
regionales, la limpieza étnica, las crisis financieras y otras
cuestiones. Ello no significa que Estados Unidos fuera o
quisiera ser el policía del mundo, pero si significaba que si
Estados Unidos no era un partícipe activo, era poco probable que
la solución de los problemas más peligrosos del mundo fuera
eficaz.
Tercero, no se asomaba ni un solo peligro formidable e
inequívoco. En el terreno nacional, este hecho producía el
efecto en la mayoría de los estadounidenses de relegar la
política exterior a un lugar menos destacado, y por ende, a
cualquier administración se le dificultaba conseguir apoyo para
la formulación de una política exterior coherente o para la
asignación sustancial de fondos para esa iniciativa. Por otra
parte, a pesar de la colaboración de los aliados en la Guerra
del Golfo contra Iraq, en la guerra civil en Bosnia y,
finalmente, en la limpieza étnica en Kosovo, la ausencia de la
amenaza soviética no propiciaba la cooperación, porque ya no era
imprescindible actuar de forma concertada para hacer frente a un
enemigo común.
El desafío del 11 de septiembre
Toda esta situación cambió en un solo día, el 11 de septiembre
de 2001. El terrorismo dejó de ser uno de tantos peligros que
podía sucederle a Estados Unidos, sino una amenaza fundamental
contra el país, su estilo de vida y sus intereses vitales. Los
terroristas de al-Qaida, responsables del plan magistral que
comprendía el vuelo de aviones jumbo que arremetieron contra el
Pentágono, destruyeron las torres gemelas del Centro de Comercio
Mundial y ocasionaron la muerte de más de un centenar de
pasajeros en el sudeste de Pensilvania, cometían un asesinato
masivo para la intimidación política. Si este empleo extremista
y nihilista del islamismo, como doctrina política, llegue a ser
la tercera gran amenaza totalitaria contra Estados Unidos
después del fascismo y del comunismo, es algo que todavía no se
ha determinado. No obstante, la disposición de los terroristas a
realizar ataques con las resultantes pérdidas masivas, en este
caso ataques dirigidos contra dos de los símbolos más poderosos
del comercio y del gobierno del país, es un peligro mayor e
inequívoco.
La gravedad de esa amenaza intensificar otros dos factores.
Primero, el hecho que de buena gana los terroristas hayan
asesinado despiadadamente a sangre fría a una gran cantidad de
civiles inocentes y sin el menor escrúpulo moral ha infundido el
miedo al uso potencial de armas de destrucción masiva (ADM).
Tomando en cuenta el comportamiento de los terroristas y las
declaraciones de sus líderes, y dado que la evidencia demuestra
que a los estados patrocinadores del terrorismo les interesa
adquirir armas químicas, biológicas y nucleares, existe ahora el
peligro de que en el futuro se utilicen armas de destrucción
masiva directamente contra Estados Unidos, y contra sus amigos y
aliados en el exterior.
Segundo, en vista de que 19 terroristas a bordo de los cuatro
aviones secuestrados se suicidaron al hacer los ataques, pone en
tela de juicio los preceptos de la disuasión. En contraste, aun
en el punto más álgido de la Guerra Fría, los estrategas
estadounidenses podían basar sus estimaciones en la sensatez de
los líderes soviéticos y en la certeza de que no estarían
dispuestos a cometer el suicidio nuclear al emprender un ataque
masivo contra Estados Unidos o sus aliados. Sin embargo, el 11
de septiembre ha socavado esta suposición fundamental.
Una nueva estrategia nacional para Estados Unidos
Tras las consecuencias desastrosas del 11 de septiembre, el
presidente Bush dirigió su atención a la guerra contra el
terrorismo. Primero, en el frente nacional la administración
buscó y obtuvo una resolución conjunta del Congreso que autoriza
el uso de la fuerza militar en el ejercicio de su derecho de
legítima defensa. Según dice la resolución: «El presidente está
autorizado a utilizar toda la fuerza necesaria y apropiada
contra aquellas naciones, organizaciones o personas que haya
determinado planificaron, autorizaron, cometieron o ayudaron en
los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001… para
evitar acciones futuras del terrorismo internacional contra
Estados Unidos…».
La resolución fue aprobada con un voto de 98-0 en el Senado y
con 420 votos a favor y uno en contra en la Cámara de
Representantes. La opinión pública, marcadamente dividida desde
las elecciones presidenciales de noviembre de 2000, se concilió
no solo para dar apoyo amplio a la guerra contra el terrorismo,
sino al propio presidente.
Segundo, Estados Unidos pidió y obtuvo un voto unánime en el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 28 de septiembre.
La Resolución 1373, adoptada de conformidad con el Capítulo VII
de la Carta de las Naciones Unidas, que concede amplia autoridad
al Consejo de Seguridad para poner en vigor su determinación
obligatoria a los estados miembros de las Naciones Unidas,
requiere que todos los estados afiliados tipificaran como delito
las actividades financieras de al-Qaida, compartan la
información proveniente de las fuentes de inteligencia y tomen
medidas para prevenir el movimiento de terroristas. En tanto que
la resolución tiene un efecto más bien simbólico que práctico,
da legitimación multilateral a la lucha dirigida por Estados
Unidos contra el terrorismo.
Tercero, los 19 miembros de la OTAN invocaron el Artículo V del
Tratado del Atlántico Norte por primera vez en la historia de
esta alianza. El Artículo V dispone que un ataque armado a uno
de los países miembros es un ataque contra todos, y requiere que
se tomen medidas conformes con sus respectivos procedimientos
constitucionales. Por último, unos 16 de los 19 países miembros
aportaron personal a la campaña afgana, aun cuando la acción
bélica no era una operación formal de la OTAN. Un gran número de
países proporcionó cooperación adicional en el terreno político,
militar y de servicios de inteligencia, entre ellos Rusia,
China, y muchos vecinos de Afganistán en Asia y Oriente Medio.
En los meses siguientes, el poder aéreo estadounidense y las
Fuerzas Especiales de Estados Unidos, con apoyo de la oposición
en Afganistán, derrotó rápidamente al régimen talibán que había
imperado en Afganistán con sus aliados de al-Qaida. Esta
victoria se logró mucho más rápido y con menos pérdida de vidas
que lo previsto por los observadores, y fue motivo de
celebración para la población local, que se vio liberada de la
opresión del régimen talibán.
Sin embargo, desde el comienzo, el presidente fue claro al
señalar que la guerra contra el terror no concluirá pronto y, en
enero de 2002, ante una sesión conjunta del Congreso, describió
lo que rápidamente se ha calificado como la «Doctrina Bush».
«…Clausuraremos los campamentos terroristas, cortaremos los
planes terroristas y llevaremos a los terroristas ante la
justicia. Y debemos impedir que los terroristas y los regímenes
en busca de armas químicas, biológicas o nucleares amenacen a
Estados Unidos y al mundo…».
«Sin embargo, el tiempo no está de nuestro lado. No aguardaré
los acontecimientos mientras se cierne el peligro. No aguardaré
mientras los riesgos se acercan más y más. Los Estados Unidos de
Norteamérica no permitirán que los regímenes más peligrosos del
mundo nos amenacen con las armas más destructivas del mundo».
(Mensaje sobre el Estado de la Unión, 29 de enero de 2002).
La doctrina tiene dos elementos fundamentales. El primero es un
sentido inminente reflejado en palabras como «el tiempo no está
de nuestro lado». Segundo es que el peligro tan singular que
presentan las armas de destrucción masiva requiere que Estados
Unidos esté listo a tomar acción inmediata, decisiva y
preventiva. Ambos principios reflejan la apreciación de que no
importa cuáles sean los riesgos de la acción, son más
desastrosos los riesgos de la inacción. Además, el presidente
hizo saber que un puñado de estados son los que presentan la
mayor amenaza, particularmente Iraq, Irán y Corea del Norte;
países que él denominó «el eje del mal». La preocupación no es
sólo por el peligro de que estos países adquieran las ADM, sino
también el riesgo de que puedan finalmente hacerlas asequibles a
otros, particularmente a grupos terroristas como al-Qaida.
Durante los meses siguientes, los altos funcionarios de política
exterior, así como el presidente, elaboraron las pautas que
orientarán a la administración, incluyendo la posibilidad de
ataques preventivos; es decir emprender acciones preventivas en
lugar de aguardar pasivamente a que Estados Unidos o sus aliados
sean víctimas de un ataque que no puedan responder. Por ejemplo,
el secretario de Defensa Donald Rumsfeld dijo: «Un terrorista
puede atacar en cualquier momento en cualquier lugar utilizando
una variedad de técnicas. Físicamente, es imposible defender
todos lo sitios, todo el tiempo… Cuando se trata de viruela o
ántrax, de un arma química o de un arma radiactiva, o del
asesinato de miles de personas en el Centro Mundial de Comercio,
la Carta de las Naciones Unidas estipula el derecho de defensa
propia. Y la única manera efectiva de defenderse es llevar la
batalla donde se encuentran los terroristas. De modo que los
ataques preventivos de la fuerza militar son ahora un concepto
operativo». (Entrevista televisada en el programa de noticias
Jim Lehrer Newshour, cadena PBS, el 4 de febrero 2002).
Posteriormente, en un discurso pronunciado el 1 de junio en la
Academia Militar de Estados Unidos de West Point, el presidente
dijo a los cadetes que Estados Unidos deber estar listos para
tomar una «acción preventiva cuando sea necesario» para defender
nuestra libertad y nuestras vidas. Retomando el hilo del
presidente, el vicepresidente Cheney prometió que Estados Unidos
«cerrará los campamentos terroristas dondequiera que se
encuentren» y observó que Iraq, «un régimen que odia a Estados
Unidos nunca deberá estar preparado para amenazar a los
estadounidenses con armas de destrucción masiva». (Washington
Post, edición de 25 de junio de 2002).
Al mismo tiempo, el secretario de Estado Colin Powell observó
que el uso de la fuerza preventiva debe ser decisivo. Añadió que
la acción preventiva puede disponer de las fuerzas militares, y
también llevar a cabo arrestos, sanciones y medidas
diplomáticas. La asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza
Rice, aludió al bloqueo de 1962 durante la crisis de los misiles
en Cuba como un ejemplo de una acción preventiva de éxito. («The
Economist», 22 de junio de 2002).
La elaboración de la doctrina Bush es la encarnación de la
estrategia nacional estadounidense tras casi un año después del
11 de septiembre, pero la doctrina no existe en un vacío. Su
viabilidad depende en parte del firme apoyo en el propio país,
de la respuesta internacional y de la capacidad de Estados
Unidos de sobrellevar la carga que supone esta estrategia. En el
terreno nacional, a pesar de las marcadas diferencias que son
evidentes en otras cuestiones, se mantiene el amplio apoyo
bipartidista a la política exterior. Al mismo tiempo, la opinión
pública apoya firmemente la guerra contra el terrorismo. Además,
hay pocos indicios de que el incremento en los gastos de defensa
por esta carga añadida sean difíciles de mantener. Antes del 11
de septiembre, la participación de la defensa en el producto
interno bruto había descendido a tres por ciento, el nivel más
bajo registrado desde el ataque a Pearl Harbor. Aun cuando el
aumento de gastos de defensa haya sido considerable, hasta
elevar la cifra a 3,3 por ciento y la posibilidad de alcanzar
hasta un cuatro por ciento en los próximos años, no constituirá
una carga drástica cuando se compara al nivel durante la Guerra
Fría.
La respuesta en el extranjero a la Doctrina Bush ha sido más
compleja, y han surgido desavenencias con aliados y otros países
en lo que atañe a Iraq, al Medio Oriente, en la medida que
Estados Unidos deberá demostrar un comportamiento más
«multilateral» al atender una amplia gama de problemas
internacionales. Gran parte de la disensión se mantiene en el
plano de la retórica, y se sigue ampliando la cooperación en los
esfuerzos militares y en los servicios de inteligencia. Algunas
de las reacciones en el extranjero son consecuencia inevitable
de la supremacía estadounidense. Sin embargo, las reacciones más
bien discretas y de tendencia mayormente simbólica reflejan la
falta de medios efectivos para acciones internacionales en las
existentes instituciones regionales y mundiales. Por último, la
Doctrina Bush representa una estrategia de defensa de Estados
Unidos contra ataques potenciales con armas de destrucción
masiva. Además, encarna la función única que cumple Estados
Unidos en el mundo de ayudar a proteger a otros contra tal
destrucción.
(Lieber es redactor y colaborador del libro «¿Eagle Rules?
Foreign Policy and American Primacy in the 21st Century»,
publicado en 2002.)