El presente escrito intenta dar cuenta de algunos aspectos morales y legales que se vinculan con la figura del suicidio asistido abordando, particularmente, ciertos argumentos a favor de su legalización.
Se advierte que la sociedad cambia permanentemente y que los procesos de transformación que sufre ponen en cuestionamiento lo que se prohíbe y lo que se permite en cada época. Así, las normas, las decisiones morales que fueron tomadas en otros momentos de la civilización, y que responden a dichas coordenadas de necesidades, merecen ser revisadas de continuo a la luz de los cambios producidos.
Sin duda, el campo de la salud-enfermedad ha resultado enormemente modificado en las últimas décadas por la creciente medicalización y la aplicación de las innovaciones tecnológicas. Ello ha permitido la intervención de la tecnociencia en casi todos los procesos de la vida, aportando beneficios en algunos casos y, en otros, propiciando el surgimiento de dilemas, por las eventuales consecuencias individuales y sociales. La existencia de nuevas y sofisticadas posibilidades, tanto en los tratamientos de enfermedades graves o incurables como en el desarrollo de los métodos de mantenimiento del sostén vital en pacientes terminales (con la consecuente extensión interminable de las agonías), sitúan al ser humano frente a nuevos interrogantes vinculados con el proceso de salud-enfermedad y con su propia muerte. «¿ Deseo todo eso que la sociedad me ofrece? ¿ lo elijo como destino posible? ¿ qué reconocimiento y legitimidad puedo encontrar si opto por algo diferente?», son sólo algunos de ellos.
A esta altura parece oportuno preguntarse si existe en nuestra sociedad un espacio de debate moral y jurídico lo suficientemente dúctil para albergar aquellas elecciones que cuestionan ‘dogmas’ como «la vida es sagrada», «siempre se desea vivir un poco más» y otros de la misma naturaleza. Se hace presente aquí la cuestión del derecho y la multiplicidad de sus caracterizaciones, puesto que es notorio que las opciones que desearían tomar algunos individuos (por ejemplo, solicitar un suicidio asistido) no siempre se encuentran disponibles en la legislación, razón por la cual esas personas obviamente no pueden procurarse el ejercicio de un derecho que no sólo no existe sino que, al contrario, constituye con frecuencia una conducta típica, antijurídica y culpable, es decir, un delito y como tal es punido. En esos casos, para que puedan producirse modificaciones en términos legales, además de tener en cuenta los mecanismos constitucionales, invariablemente habrá que dilucidar algunas cuestiones morales tales como si determinadas conductas optativas admiten alguna clase de legitimidad, si deben ser incluidas dentro de la categoría de derechos y si la existencia de tales derechos afecta y, en caso afirmativo, de qué modo, a la integridad sistema social.
Como es visible, se trata de un proceso complejo, pero que no puede ser eludido si se pretende una sociedad en las diferencias y las opciones personalísimas tengan un efectivo reconocimiento.
Cabe aclarar que no es esta la ocasión para analizar todas las cuestiones mencionadas anteriormente, sino solamente las que se refieren al primer aspecto: la posibilidad y pertinencia de legitimar conductas optativas controvertidas.
Para argumentar a favor de la legitimidad del derecho al suicidio asistido se podría optar por encarar la cuestión desde diferentes perspectivas. Una de ellas requiere partir de considerar un postulado general: la vida humana no tiene carácter inviolable. Pero esta afirmación es muy amplia y, tomada sin restricciones, abriría las puertas para cualquier tipo de actividad que pudiera atentar contra la vida humana sin ninguna limitación. Habría que partir de una concepción más específica y restringida que podría enunciarse del siguiente modo: la característica de inviolabilidad de la vida humana debe respetarse si y sólo si, se cumple el requisito de dignidad necesario e imprescindible para que dicha vida merezca la pena ser vivida.
Es sabido que existen diferentes situaciones que pueden afectar la dignidad y que, por otro lado, los criterios para discernirlo no son idénticos para todas las personas. Por esa razón, se dificulta establecer bajo qué condiciones una persona podría legítimamente ser «relevada» de su obligación de vivir su vida hasta el final.
Es necesario aclarar lo que aquí se considera persona, en la medida que el análisis realizado hasta ahora se cruzará, ineludiblemente, con la noción de autonomía personal y sus alcances, cuestión que será desarrollada más adelante. Se definirá entonces como persona al ser que, de acuerdo con Locke, razona y reflexiona. Agregando que, según el concepto hegeliano de persona y en virtud del carácter autoreflexivo del yo, la persona es responsable de su acción y no puede ser obligada por circunstancia alguna a actuar en contra de su voluntad. Por lo mismo, la persona hegeliana, antecedente de las especulaciones de Sartre, está condenada a la libertad. Y en esa medida, la acción le pertenece a alguien, porque así lo ha querido.
Pero existe otro aspecto que, también, define el concepto de persona: la intersubjetividad. Se es persona si se es reconocido como tal por los congéneres. Y, a la vez, el reconocimiento intersubjetivo es la condición originaria de la autoconciencia.
Se conviene entonces que, la argumentación a favor de la legalización del suicidio asistido, refiere a un sujeto competente y autónomo, definido por su capacidad autoreflexiva y su autoconciencia, características, ambas, que se han constituido en los vínculos de la intersubjetividad.
Según todo lo anterior se puede decir que los seres humanos sobreviven, se reproducen y se desarrollan mediante acciones intencionales. Dentro de ese marco de referencia es atinente interrogarse si es correcto sancionar la intencionalidad de un individuo con respecto al control de la propia muerte. Es decir, si un sujeto capaz de tomar decisiones autónomas posee el derecho moral a ejercer conductas suicidas, lo cual implica que no sea interferido por un tercero. Para el caso que se analiza, el suicidio asistido, el tercero, además de no interferir, debe colaborar de un modo activo: recetando drogas letales, asesorando sobre el uso de algún dispositivo, otorgando legalidad al acto ( en el caso del estado), etc.
Se opondrá aquí que tal vez no toda intención de autoeliminación de un individuo tiene sentido y/o valoración positiva. A lo cual se puede responder que es bastante difícil trazar una línea divisoria entre los suicidios considerados razonables y los absurdos, puesto que cada persona, y aún las distintas sociedades, sustentan conjuntos de valores diferentes. Existe, como mínimo, dificultad argumentativa para sancionar negativamente, y en general, la intención de un individuo de determinar el momento y forma de su muerte, como no sea utilizando argumentos subjetivos apoyados en valoraciones distintas al agente en cuestión.
Pero ¿ por qué debería considerarse legítima la petición de suicidio asistido de un sujeto y la consecuente obligación institucional de proveerlo? ¿ la persona libre, que actúa por voluntad autoconciente debe necesariamente constituirse en un legítimo sujeto de tal derecho?.
Aquí se hace preciso reflexionar sobre: la noción de autonomía personal, el derecho y la libertad de un individuo a elegir lo que más le interesa según sus convicciones, a decidir si su vida es digna de ser vivida o no. Al respecto algunos autores, como J. Feinberg y A. Flew, consideran que un derecho al suicidio sería incompatible con el derecho a la vida, si bien Feinberg mismo reconoce que el derecho a la vida no genera la obligación de ejercer tal derecho.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que para acceder al derecho de suicidio asistido se requiere de un tercero que lo provea, es así que la autonomía de un sujeto se entrecruza con lo que la sociedad, a la que él pertenece, considera lícito proveer. Y ya se hizo referencia a la importancia fundante de la intersubjetividad, en tanto que a través de ella se produce la transmisión simbólica de la cultura y el establecimiento de vínculos con los semejantes y con las instituciones. En ese sentido, desde que nace, se le pide al individuo que se inserte en la red social. El estado legitima su nacimiento, su alfabetización, sus sociedades civiles, comerciales y afectivas, legitima la progenie. ¿Con qué fundamento el estado o sus instituciones representativas se eximen de legitimar la decisión de morir de un miembro de su comunidad, como no sea por la extensión de un certificado de defunción que carece de todo valor para la persona que ha muerto?.
Por qué las instituciones, que le piden al ciudadano que participe, que vote, que pague sus impuestos, que vacune a sus hijos, no deberían proveerle un suicidio socialmente asistido, del mismo modo que asiste en un parto o legitima un matrimonio. Sólo puede tratarse de una sanción de naturaleza moral. Al respecto, es llamativo observar que los mismos sectores de la sociedad que no cuestionan la intervención en operaciones intrauterinas a fetos, la fertilización de óvulos con donantes, los transplantes de órganos de animales a seres humanos, etc., etc., se horrorizan ante la idea de asistir a un ser humano que sufre para abreviar su padecimiento.
La legislación argentina actual permite a los testigos de Jehová, mayores de edad, el rechazo de un tratamiento vital, en tales casos se considera que son personas autónomas. ¿Tiene el mismo derecho el individuo que no esgrime razones religiosas para una decisión semejante?¿ se lo consideraría autónomo?
Considero que la ausencia de derechos en tal sentido, empuja al individuo que padece física o moralmente, adquiriendo su vida por ello la condición de indignidad, a realizar el acto de muerte voluntaria en la clandestinidad y lo que es peor: en soledad. Es expulsado y abandonado por su propia comunidad que no puede tomar una actitud menos pasiva frente a la intención, reflexiva y razonada de morir, de alguno de sus miembros.
Una sociedad que no legisla para las diferencias deviene paternalista al decidir que es lo bueno y lo malo para todos sus miembros por igual. Los aliena institucionalmente, bajo un argumento de igualdad que no propone equidad.