A Luis Carlos Restrepo le ha tocado una vida de locos. No sólo porque sea siquiatra o porque hoy esté sentado en una mesa de negociación con algunos de los personajes más violentos del país. Sus primeros años, por ejemplo, transcurrieron literalmente en un teatro. Se llamaba el Teatro Bengala, y era a la vez sala de cine y residencia del médico Carlos E. Restrepo. La casona quedaba en la plaza de Filandia, que en los años 50 era un municipio de 4.000 personas y pertenecía al gran Caldas. Desde el segundo piso los Restrepo se estremecían con Tarzán y se embelesaban con el vozarrón de Pedro Infante en pantalla grande. Luis Carlos, de 5 años, creía que una vez terminaba la función y las luces se apagaban, los personajes se escondían en
ese agujero negro y desde ahí acechaban. El cine -y haber sido mimado por tantas mujeres pues fue el quinto después de cuatro hermanas- le dejó un alma sensible a lo bello.
Pero desde los balcones que daban a la plaza veía otra película, una horripilante. Eran las escenas de La Violencia. Además de la matazón entre liberales y conservadores, Filandia, un pueblo conservador, presenció duelos a machete entre laureanistas y ospinistas. Luis Carlos vio esas batallas, y después ayudaba a su papá a curar los heridos. El cuadro que no olvida, y del que luego escribió en Memorias de la tierra, es el de un perro que entró despavorido a la plaza con la cabeza ensangrentada de su amo entre los dientes. Pronto huyeron de Filandia. Su papá, dice un viejo del pueblo, era buen médico y generoso con los pobres, pero también un temible jefe conservador. Se establecieron en Santa Rosa de Osos, donde Luis Carlos terminó el colegio.
Seguramente fueron esas vivencias las que le dejaron su aversión a la violencia, y una obsesión por entender el comportamiento humano. A los 13 años ya sabía que quería ser siquiatra. También se lo había pronosticado una bruja, cuando él le dijo que había nacido el 24 de enero de 1954, 15 minutos después de la media noche: «A usted le encantan los paisajes de bosques con cascadas, y tiene una sorprendente facilidad para hablar con los locos».
El hombre del año
Hablar con locos, extremistas o gente desbordada e intentar convencerlos de volver a su cauce es una habilidad que ha ido mucho más allá de su práctica profesional. Como Alto Comisionado de Paz, cargo que ocupa desde el primer día del gobierno Uribe, logró sentar a la mesa a casi todo el paramilitarismo colombiano, que si bien tenía una endeble confederación bajo el paraguas de las AUC, nunca había sido un solo movimiento. En julio de 2003 gobierno y AUC firmaron un acuerdo de desmovilización y desarme en Santa Fe de Ralito, Córdoba. Y va a cerrar 2004 no sin profundas críticas y escándalos y hasta con la desaparición de uno de los jefes, Carlos Castaño, y el asesinato de otro, Miguel Arroyave y con la desmovilización, desarme e identificación de casi 3.000 hombres. Por eso Luis Carlos Restrepo, quien lleva la batuta del proceso de paz con los paramilitares, es hombre del año.
Se metió además a empujar un acuerdo humanitario con las Farc para lograr la liberación de los secuestrados que esa guerrilla llama «políticos». Incluso promovió el indulto de 23 guerrilleros acusados de rebelión, como un gesto para invitar a la guerrilla a aceptar el acuerdo. No ha tenido éxito, y por ello también ha estado en el escenario del debate a lo largo de 2004. Aunque con menor ruido, pero con igual dificultad, intenta convencer al ELN de que declare el cese de fuego y hostilidades -la condición del gobierno para iniciar un diálogo de paz- y ha tenido el apoyo de México como mediador.
El papel de Restrepo ha sido más polémico que el de sus antecesores porque se trata de un intelectual de gran calado, conocido por su independencia y su espíritu civilista. Para sus críticos, esa condición es incongruente con participar en un gobierno de mano dura e impulsar una paz que se mira con suspicacia, como complaciente con los paramilitares.
El tema de la violencia colectiva no es nuevo para Restrepo. Sus vivencias infantiles lo llevaron a explorar la siquiatría más por el camino antropológico, que por el de la clínica. Estudió medicina en la Universidad Nacional en los años 70, cuando hervían las militancias de izquierda y él era un jovencito de 15 años, pero nunca le tentaron las ideologías radicales ni mucho menos las que pregonaban la violencia. «No era militante de izquierda, recuerda Ismael Roldán, quien entró a la facultad unos años antes. Era independiente, más activista del debate que de algún partido». Restrepo era seguidor de Guillermo Fergusson, y sacó un periódico, El trabajador de la salud, para impulsar sus ideas. Fergusson, según cuenta Roldán, fue un decano de medicina que despertó la simpatía de sus estudiantes pues era un libertario preocupado por la salud pública, la falta de acceso, la inequidad de los servicios.
Esa fue la línea de Restrepo. Por eso no hizo la residencia en siquiatría en la Nacional, muy especializada en sicoanálisis, y se fue a la Javeriana, más heterodoxa, donde también hizo una maestría en filosofía. Después de una generación de siquiatras ilustres que hablaban de los males de la sociedad, como Edmundo Rico y Hernán Vergara, Luis Carlos fue el primero que exploró la parte externa de la sicología, lo que se llama coloquialmente patologías colectivas, explica Pedro Guerrero, un colega suyo que lo vinculó luego al programa de educación sexual que dirigió desde el Ministerio de Educación, en el gobierno de Gaviria. «Y quien siga esta línea está a un paso de la política», dice.
Su reflexión sobre el poder y los médicos y siquiatras comenzó desde muy temprano. Hizo el año rural en Salado Blanco, Huila, donde hizo curaciones tan sorprendentes que la gente recuerda que lo llamaban ‘El milagroso de Salado Blanco’. Restrepo se había dado cuenta de que si el paciente tenía fe en él, podía sanarlo con mayor facilidad. Un día llegó un hombre retador y le preguntó: «¿Usted es el milagroso?». El joven médico le respondió : «Yo no hago milagros». Y no lo pudo curar pues era demasiado altivo. Entonces descubrió que más que curar pacientes a costa de su sometimiento, quería que su curación se produjera al despertar la libertad que había en ellos.
A partir de allí desarrolló un eje permanente: concebir la libertad como un fenómeno individual. «El siquiatra debe ser un anarquizador de conciencias, no un tranquilizador», dice Restrepo. Esa fue la tesis que desarrolló en su primera obra que publicó, Libertad y locura en 1983, y luego en La trampa de la razón en1989.
Restrepo «ha venido sondeando un discurso literario, lúdico, antirretórico y antiacadémico que subvierte la tradicional imagen autoritaria de quien escribe desde el saber y su práctica (el sicoterapeuta)», escribió Óscar Torres Duque en su Antología del ensayo en Colombia. «Ha querido escribir ensayos libres sobre sus temas personales de reflexión, procurando acercar su lenguaje a la vitalidad interior que probablemente busca en sus pacientes».
Encuentro con un discurso
Quizás esa reflexión de la necesidad de despertar lo vital, la libertad, como una forma adecuada de usar el poder, hizo que encontrara tan significativo el discurso de Álvaro Uribe Vélez, cuando éste apenas empezaba a subir en las encuestas en la campaña en 2001.
Uribe repetía entonces que era necesario devolverles la autoestima a los colombianos, a quienes la guerrilla había logrado arrinconar y hacer migrar en masa. Lo llamaron de la campaña algunos amigos suyos para que les ayudara a construir un discurso menos centrado en la seguridad. Creían que Uribe se veía demasiado autoritario y eso le impedía ser más popular. Para su sorpresa, Restrepo pensaba todo lo contrario. Hablar de seguridad ayudará a sacar de la impotencia colectiva a los colombianos, les dijo. Uribe lo invitó a ser parte de su equipo, como coordinador de derechos humanos.
La semana pasada 1.500 hombres del Bloque Catatumbo de las Auc, en Norte de Santander, entregaron sus armas. A esta desmovilización se sumaron este año las de otros 450 hombres del Bloque Bananero en Urabá y 150 combatientes del Bloque Cundinamarca. En 2003 también ingresaron a la vida civil 856 militantes del Bloque Cacique Nutibara en Medellín
Restrepo encontró en la propuesta de seguridad democrática de Álvaro Uribe una alternativa de poder real para hacer cosas concretas por la paz
Sus amigos y colegas, intelectuales y activistas como él, no entendieron ese paso. ¿Cómo podía ser que el hombre que había escrito El derecho a la ternura, una reivindicación al afecto, un llamado a la necesidad de contener el poder para permitir que el otro sea, se metiera a hacerle campaña a un hombre de derecha, militarista?
Es cierto, Restrepo había hecho del afecto, la palabra, una forma de vida. Él mismo había sido fruto de un amor fuera de lo común. Su papá, Carlos E., se enamoró de su prima hermana Solita Ramírez, a quien doblaba en edad. Como se iba a estudiar medicina a Chile se casó con ella, que tenía 13 años, antes de viajar para que ya nadie se les atravesara.
El secreto se supo y la mamá de Carlos E., Mercedes, ofendida pues no toleraba que su hijo se casara con la hija de su hermano, un parrandista, consolador de viudas, hizo lo posible por desbaratar la pareja. Evitó que las cartas de Carlos E. le llegaran a Solita y en el pueblo le hicieron la vida imposible a la niña. Al final, la metieron al convento de unas monjas de clausura en Manizales. Pero el papá de Luis Carlos no se dio por vencido y volvió a llevarse a su esposa, a quien encontró enferma de los pulmones. Como en los cuentos de hadas, fueron felices, tuvieron 13 hijos, y cuando ella enfermó gravemente aún siendo joven, Carlos E. hizo hasta lo indecible por salvarla. Incluso, siendo anticlerical y escéptico, fue con Luis Carlos, como él lo narra en Memorias de la tierra, a visitar a una médium de José Gregorio Hernández, para ver si la curaba. Pero Solita murió a los 47 años.
Luis Carlos repitió la historia de amor con su esposa, Juana Jeanneth Rubio, pero fue su sendero profesional el que lo condujo. Ella, terapista ocupacional y familiar, había podido comprobar que los niños con dificultades de desarrollo, hiperquinéticos o con trastornos emocionales, habían tenido problemas en el desarrollo del tacto. Restrepo en sexto semestre había descubierto que los jóvenes esquizofrénicos por lo general habían tenido problemas motrices y de percepción. La combinación de observaciones los llevó a trabajar juntos en siquiatría preventiva, y a enamorarse. Tienen tres hijos.
Restrepo explica que «en los momentos tremendos de la vida,y en los más felices, se busca el tacto, se busca al otro en el abrazo, la caricia», dice. Desarrolla esta idea también en su obra El derecho a la ternura -un best seller de 1994 que tuvo 13 ediciones en Colombia, y varias más en otra decena de países y fue traducido al portugués y al italiano-. Allí argumenta cómo la racionalidad tecnocrática y eficientista de la sociedad contemporánea no deja espacio para lo emocional, lo poético, lo inútil. En lo profesional, en lo político, en lo «serio», prima la racionalidad, y el afecto se deja por fuera.
El mandato por la paz
Cuando viajó a Popayán a dar una charla sobre este libro conoció en el avión a Ana Teresa Bernal, quien desde hacía una década venía trabajando en el movimiento por la vida. No pararon de hablar y al regreso comenzaron a trabajar juntos, con otras organizaciones sociales y cívicas, en la búsqueda de la movilización ciudadana para encontrarle una salida negociada al conflicto.
Impulsaron el primer encuentro de iniciativas ciudadanas por la paz y luego, crearon lo que hoy se conoce como Redepaz. «Estábamos convencidos de que la paz había que imponerla desde los ciudadanos», dice Bernal. Y cuando se conoció la experiencia de Mogotes, Santander, en la que ciudadanos desarmados lograron que su pueblo fuera respetado por los violentos, esta alianza civil, que también lideraban Francisco Santos de País Libre, Lucho Garzón de la CUT, entre otras figuras, se lanzó a hacer valer el poder ciudadano en las urnas. Restrepo fue designado coordinador de este Mandato Ciudadano por la Paz, que obtuvo en 1997 10 millones de votos de los adultos y tres millones de los niños. De ahí cuajó la iniciativa de diálogo con el ELN en Maguncia (Alemania). Además puso la búsqueda de una paz negociada con las Farc en la prioridad de la campaña presidencial.
En el Mandato, sin embargo, se desató la discusión. Restrepo no estaba de acuerdo con la forma como se habían planteado las conversaciones de paz, ni con los protagonismos que aquel catapultó. Algunos creyeron que él quería ser el único en sobresalir. En el fondo, Restrepo había sufrido una gran desilusión. «El día de los 10 millones de votos, todos en el Mandato festejaron el triunfo menos yo, dice hoy. Me di cuenta de que ese gesto simbólico era inútil. No iba a tener incidencia en el poder real».
Como para forzarse a sí mismo a un aterrizaje a lo concreto, resolvió irse para Filandia a comprar el prostíbulo del pueblo, Casa Verde. Sabía que allí mataban mucha gente y el ambiente sórdido molestaba a la comunidad. Así que, por incongruente que se viera, allá llegó Restrepo, el intelectual, con su espalda encorvada por el exceso de horas de lectura, a cerrar el antro, en un acto que, sentía, iba a evitar más muertes y a traer más paz que millones de votos simbólicos.
Buscó entonces un camino más directo para mejorar la sociedad: la política. Se unió a intelectuales progresistas como Antanas Mockus y Hernando Gómez Buendía, en la Alternativa Política Colectiva (APC), pero allí también se exasperó con el discurso teórico, y el ejercicio fracasó.
Entonces se encontró con Uribe Vélez, quien le ofrecía una alternativa de poder real para hacer cosas concretas por la paz. Y en esas está. «Desarmar gente, evitar que sigan matando, eso es la paz. Uno tiene que ser pragmático, concreto, con el limitado poder de maniobra que tengo desde la Oficina del Alto Comisionado», dice, como confesando que ha optado por recortar la utopía.
Como explicó en una reunión del Consejo Nacional de Paz en septiembre -seguramente a sabiendas de que allí estaban sus antiguos compañeros de luchas ciudadanas-, se identifica con el gobierno de Uribe en que la única razón de ser de una negociación con los grupos violentos es convencerlos de que dejen las armas y se reincorporen a la vida civil. Está convencido de que no se pueden negociar reformas políticas y sociales con los grupos ilegales armados. «¿Qué mensaje les enviamos a los ciudadanos desarmados, que no han matado ni secuestrado, cuando les decimos que con una minoría armada vamos a negociar la agenda nacional?», dijo. Y luego explicó que el gobierno negociará con los violentos para garantizarles que podrán hacer su propuesta política, bajo reglas democráticas, cuando abandonen la violencia como método.
Por eso ha sido firme con los paramilitares en no querer reconocerles sus argumentos de que ellos han representado la justicia y la seguridad, que han «pacificado zonas» y que por esto la sociedad les debe un trato preferencial. «¡Qué peligroso es el enemigo que se viste con las ropas que uno tiene!», dijo en el Consejo Nacional de Paz.
¿Mesianismo?
En el gobierno le admiran su firmeza. La prueba ácida de la filtración de las conversaciones secretas en la mesa reveló la dureza de su posición y su coherencia. Pero las críticas más severas a la forma como el gobierno y Restrepo están llevando este proceso tienen que ver con la resistencia del gobierno a aceptar la complejidad del fenómeno. A ver que sus tentáculos van más allá de sus tropas y alcanzan la economía y la política regional, y que si la paz va a durar se requiere una dosis de justicia, verdad y reparación tolerable para las víctimas y la comunidad internacional.
¿Por qué Restrepo, el hombre que se ha pasado la vida reivindicando la tolerancia y el diálogo, desestima las críticas? ¿Por qué, por ejemplo, no ha querido estudiar la propuesta de ley de justicia y reparación que han preparado varios congresistas y que tiene el respaldo de la sociedad civil nacional e internacional?
Sus críticos dicen que se ha vuelto mesiánico y hace oídos sordos a cualquier cosa que obstruya su propósito de desarmar a las AUC; a cualquier costo.
«No me siento salvando a nadie. De pronto arrastro por mi ímpetu, pero soy demasiado escéptico para ser mesiánico. Lo que he hecho, convencer a unos hombres que dejen de matar, es fruto de una vergüenza que siento por el país. Mi generación es responsable de esta hecatombe y siento el deber de hacer una contribución para pararla», responde Restrepo. Y parafraseando a Uribe, dice que discutir, discutir y discutir no lleva a nada. Él mientras tanto hace.
Aferrado a su proyecto, aunque eso le haya costado aislarse de los círculos que frecuentó toda la vida, Restrepo está convencido de que está haciendo lo que toca. Aunque pueda estar equivocado.
Así, el Comisionado, solitario, terco, con un carácter que se descompone y explota con frecuencia en ira, al que se le quiebra esa sonrisa que parece tener pintada en el rostro, seguirá aferrado a este nuevo poder de lo concreto.
Su imagen hoy evoca la de su abuelo, Luis María Restrepo, godo y veterano de la Guerra de los Mil Días, cuya finca Granada fue aislada de la carretera principal en las afueras de Filandia por un gobierno liberal, y él se quedó solitario, aferrado a su terruño, sin poder saludar a los vecinos que pasaban. Tal vez por eso, dice Luis Carlos, es el fantasma de su abuelo el que más pereque le pone cuando va de visita a Granada.