Terremotos, aludes, maremotos, huracanes, deslaves, inundaciones, tormentas eléctricas… La naturaleza pareciera estar en un constante acecho. Nos damos cuenta de ello cuando ocurre una verdadera tragedia cerca de nuestro entorno. O, como en el caso del tsunami que afectó a 11 países de la cuenca del océano Indico, cuando las magnitudes de la catástrofe atraen la atención de los servicios noticiosos internacionales.
Entonces la desgracia ajena nos sensibiliza: donamos ropas, comida y dinero; vamos a los conciertos en los que las estrellas del mundo aportan “fondos de recuperación”. Pero en lo personal no modificamos las conductas que pueden mitigar el impacto de nuestra existencia sobre el medio ambiente.
En cierta forma, el riesgo de ser afectado por una catástrofe natural es percibido como algo vicario: aunque esté muy cerca, siempre es ajeno. En las tierras tropicales, esta apreciación es reforzada por la relativa estabilidad de los climas, que solamente ofrecen estaciones de sequía y de lluvias a lo largo de todo el año, con escasos cambios. En los territorios de clima templado, las heladas y los calores excesivos hacen que el ciudadano se preocupe un tanto más por su entorno natural.
En nuestra escala de valores, la necesidad de sobrevivir, de obtener el sustento diario es más imperiosa que el cuidado del ecosistema. De hecho, en determinadas circunstancias, ambos conceptos pueden ser contradictorios. Y este no es un problema asociado estrictamente al desarrollo: los indios yanomamis, una etnia radicada en el Amazonas y tenida como “pura” en virtud de la preservación de su modo de vida a lo largo de centurias, antes de construir sus viviendas en una locación suele hacer tierra arrasada. Esto lo ejecutan con cierta frecuencia, pues cuando la naturaleza de los alrededores no les aporta más para los alimentos de su limitado menú migran hacia un lugar cercano, y repiten esta dinámica.
El desarrollo tecnológico nos ha permitido medir cada vez con mayor precisión las amenazas de la naturaleza. Esto no fue gratuito. Por decirlo de alguna forma, en alguna parte del mundo, hubo personas que tomaron conciencia de los riesgos que comporta nuestra permanencia en el mundo, y tomaron cartas en el asunto. Curiosamente, muchas de tales tecnologías provienen del ámbito militar (GPS, sensores marítimos, etc.), pues en la guerra el factor ambiental puede representar la diferencia entre la victoria y la derrota.
Con el paso del tiempo hemos aprendido que el riesgo debe ser medible. De lo contrario, el asunto queda restringido al círculo de unos pocos iniciados, quienes con apenas otear el horizonte vaticinan si lloverá o pueden saber si viene un terremoto por el comportamiento de los animales.
Pero, y aunque parezca perogrullo, para aventurarnos a expresar mediante números la posibilidad de que ocurra una catástrofe natural debemos tener en mente que ella, en algún momento, nos llegará muy cerca o nos afectará directamente. De lo contrario, no tendría ningún sentido.
Una vez que hemos tomado conciencia al respecto, podemos encaminar algunas energías a evaluar realmente lo que puede suceder. Las claves están en la historia, que nos da la noción de tiempo y espacio en cuanto a las tragedias naturales. Nos indica qué hacían los pobladores afectados en el momento de la catástrofe, e igualmente qué dejaron de hacer.
El profesor de filosofía Larry Laudan, en su Libro de los Riesgos (1994), se tomó este trabajo para beneficio de los estadounidenses. Determinó, por ejemplo, que es tres veces más probable morir en ese país como consecuencia de una tormenta lluviosa que debido a una ventisca, y que 3 de cada 4 personas fallecidas durante inundaciones estaban dentro de sus vehículos.
Los riesgos de este tipo, por supuesto, no serán los mismos en los países andinos que en el territorio norteamericano. Allí las inundaciones y deslaves se dan con frecuencia. En esta situación, probablemente, el urbanismo descontrolado en torno a las ciudades y cuencas de los ríos incrementa el impacto de las crecidas sobre las comunidades. Una toma de conciencia al respecto, a la larga, podría mejorar la calidad de vida de las poblaciones.