Al menos en apariencia, el proceso de negociación con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) estuvo al borde del abismo la semana pasada. El miércoles, en un ataque de impaciencia, los jefes de las AUC le dieron un ultimátum al gobierno. «Nos aproximamos al punto de bifurcación del camino: desmovilización total o ruptura definitiva», dijeron en una diatriba que fue respondida en tono aún más alto por el comisionado de paz Luis Carlos Restrepo: «Si deciden romper las conversaciones tienen cinco días para abandonar, con garantías, la zona de ubicación».
Los paramilitares consideran que deben ser consultados sobre el marco jurídico que tendrá su desmovilización y se fueron lanza en ristre contra los congresistas por sus supuestos ‘apetitos electorales’ y por haber ‘politizado’ el debate sobre la ley de justicia y paz. Aunque el incidente no pasó a mayores, y en una nueva declaración a finales de la semana las AUC le bajaron la temperatura al conato de crisis, en el ambiente quedaron varios interrogantes. ¿Qué tan profundo fue el impasse? ¿Realmente hubo tensión entre las partes? ¿Por qué llegó el proceso a su punto más bajo a pesar de que se han desmovilizado 4.600 paramilitares?
El viernes pasado el senador Rodrigo Rivera, ponente de la ley, les envió a Rafael Pardo y Mario Uribe una carta que destapa uno de los peores obstáculos de este proceso. «Veo con alarma que se nos coló el narcotráfico en el proceso, que algunas propuestas y actitudes de altísimos funcionarios del gobierno apuntan a una especie de ley de punto final que incluiría el narcotráfico, que podríamos estar a las puertas de la más gigantesca operación de lavado de activos de la historia y que debe evitarse que el sueño de los carteles de la droga (…) se convierta en política oficial».
Los temores de Rivera coinciden con los de varias ONGs, la comunidad internacional, sectores de la oposición y los congresistas ‘rebeldes’ del uribismo. A esas voces se sumó la del ex presidente Andrés Pastrana, quien el miércoles, durante un foro (ver ‘Pasión de gavilanes II’) le mandó una carga de profundidad al presidente Álvaro Uribe. Dijo que «el paramilitarismo con sus dineros, sus armas y sus comodines políticos puede inclinar la balanza electoral…».
Los sectores más preocupados por la presencia del narcotráfico han estado ausentes del maratón de reuniones vespertinas del Presidente y un selecto grupo de congresistas gobiernistas, llevadas a cabo durante casi dos semanas para concertar un solo proyecto de alternatividad penal.
Este ‘cónclave’ tiene en vilo a los congresistas, a los paramilitares y a la opinión pública. Sobre todo después de la confusión generada sobre la posición del alto gobierno por las contradictorias declaraciones de sus funcionarios. La incoherencia puede significar que al Ejecutivo le falta una línea clara, o que se dividieron los papeles para que algunos -comenzando por el presidente Uribe- pronuncien el discurso políticamente correcto mientras otros dicen -y negocian- los instrumentos que harían viable la negociación de Ralito.
Pero la discusión también tiene que ver con la inquietud que han manifestado los críticos -cuya cabeza más visible es el senador Rafael Pardo- en el sentido de que el polémico y complejo proyecto de ley no solo debe generar una fórmula de justicia para los crímenes de lesa humanidad, sino también apuntarle a romperle el espinazo a las finanzas y la influencia política de los paramilitares. Una cosa es diseñar instrumentos para garantizar la desmovilización de los paras y otra, muy distinta, abocar de una vez problemas centrales como verdad, justicia y reparación.
Hasta ahora la discusión sobre el proyecto de alternatividad penal se ha centrado en los problemas propios de la actividad paramilitar de las AUC. El tema de las víctimas, de la cárcel, de la reparación. Y mal que bien, el Congreso tendrá que aprobar una ley que sea un punto intermedio. Seguramente unas importantes dosis de verdad y reparación, a cambio de una laxa justicia. A pesar de los debates y polémicas, en el fondo no hay diferencias insalvables en este campo.
Así se deduce de los consensos que hasta ahora han arrojado las casi 40 horas de reunión entre el Presidente y los uribistas ‘leales’. Por un lado, que la ley sea ordinaria y no estatutaria, lo cual hace más ágil su aprobación. En segundo lugar, que haya varias instancias para juzgar los crímenes de lesa humanidad. Serían tribunales de distrito, elegidos por el Consejo Superior de la Judicatura. Adicionalmente habrá una corte sin efectos jurídicos que reconstruya una verdad histórica sobre el paramilitarismo. También hay acuerdo en que las penas para los delitos atroces sean de entre cinco y 10 años, sin libertad condicional ni suspensión de la pena, aunque sí se reconoce el tiempo de concentración en Santa Fe de Ralito como si fuera tiempo en prisión. Y hay coincidencias en establecer alguna reparación moral y pecuniaria y en mantener vigente la ley 782.
No son estas discusiones las que llevaron al proceso de Ralito a la crisis, ni hay en ellas puntos que podrían llevar a alguna de las partes a pararse de la mesa. Los propios paramilitares entienden que si no pagan algún tipo de pena, mañana podrían ser llevados a la justicia internacional. Y no es porque no haya puntos polémicos: la conformación de los tribunales de distrito, por ejemplo, que algunos consideran que si están conformados por jueces municipales, no tienen tanta autonomía como un tribunal especial. O la idea de hacer extensiva la ley a los desmovilizados individuales, porque abriría la puerta de la impunidad, pues implica que cualquier guerrillero o paramilitar, con sólo entregarse a las autoridades, tendría beneficios jurídicos que sólo tienen justificación si se hacen en el marco de un proceso de paz. Más que el debate sobre todos estos puntos, el problema crucial de la negociación con los paras no está en la ley, sino en una realidad política: en Ralito se está dialogando con el narcotráfico.
El presidente Álvaro Uribe se ha reunido durante más de 30 horas con los congresistas uribistas que serán ponentes del proyecto de justicia y paz. El gobierno intenta blindar el proyecto para que no se cuelen los narcos
Es difícil determinar cuáles de los paramilitares son esencialmente narcos y cuáles, más autodefensa. ¿Cuál será la línea divisoria?
Las autodefensas tienen una doble cara: son paramilitares con ejércitos contrainsurgentes que controlan territorios, pero también son traficantes que tienen sofisticadísimas estructuras mafiosas a su servicio. Este es el verdadero nudo gordiano: la sospecha de que la pretensión de los paramilitares es desmontar sus estructuras contraguerrilleras, ‘lavar’ las riquezas ilícitamente adquiridas, mantener sus estructuras mafiosas y hacer todo lo que esté a su alcance para desmontar la extradición. Una jugada audaz y a tres bandas que explica que las AUC hayan hecho gestos tan importantes como el desarme de sus más importantes estructuras.
Hasta el momento no se conoce la manera como el gobierno tratará de desatar este nudo. El presidente Uribe, en las veladas palaciegas, suele acudir al argumento de lo que es aceptable para la comunidad internacional para endurecer el proyecto. El mandatario tiene que lograr el difícil equilibrio entre garantizar que esta negociación no se convierta en la legalización impune de los miles de millones de pesos que han adquirido los jefes de las AUC con el narcotráfico, y al mismo tiempo hacer viable la desmovilización. En otras palabras, para el gobierno es relativamente factible acordar mecanismos para negociar la legalización de los paramilitares, pero no tiene casi ninguna flexibilidad para manejar el tema del narcotráfico. El problema es que el paramilitarismo está altamente contaminado de dineros del narco, y en Ralito hay incluso comandantes que han pasado más años de su vida en el mundo de las drogas ilícitas que en la lucha antisubversiva. Más complejo aún es que todos los negociadores del otro lado de la mesa, independientemente del grado de contaminación con el narcotráfico, aspiran a salir de allí con un blindaje contra la extradición.
Esta sin salida explica muchas cosas. Las contradicciones del gobierno, la vaguedad de las declaraciones del presidente Uribe y de los voceros del Departamento de Estado que hablan de no negociar la extradición y, al mismo tiempo, quieren facilitar la desmovilización de las AUC. También explica la actitud cada vez más oposicionista de uribistas como el senador Pardo, empecinado en que la confesión sea el requisito para obtener los beneficios jurídicos. Es el camino para que se destapen los métodos de trabajo de la industria ilegal de estupefacientes, pero al mismo tiempo es una fórmula más cercana a un sometimiento a la justicia que a un proceso de paz. Que es exactamente a lo que no están dispuestos los paras.
Eludir la discusión sobre cómo poner fin en este proceso de paz a la decena de carteles de la mafia que están allí representados está llevando al gobierno a caer en una paradoja moral sin precedentes. En el ‘cónclave’ con los congresistas, el Presidente redactó, con ayuda de su asesor jurídico, un artículo en el cual excluye el delito de narcotráfico de los beneficios de la ley. O sea que un paramilitar que ha masacrado a decenas de campesinos puede pagar apenas cinco años de cárcel, pero quien ha participado en el narcotráfico no. Como si fuera más grave traficar que matar. Una incongruencia que sólo se explica por las implicaciones que tendría cualquier tratamiento blando a los narcotraficantes sobre las cruciales relaciones con Estados Unidos.
¿Cómo salir
de la encrucijada?
¿»Qué va a pasar con la extradición?», le preguntó uno de los congresistas del ‘cónclave’ al Presidente. «De ese tema no se habla en esta mesa», dijo Uribe. El Presidente ha insistido en que no se modificará la posición del gobierno frente a la extradición. Lo cual significa que no hay final feliz posible, o que existe una agenda oculta. Es obvio que los jefes paramilitares no se sentaron a la mesa para ser extraditados inmediatamente después de que se firme la paz.
Peor aún, experiencias como la de Fabio Ochoa, que fue extraditado después de cumplir su pena en Colombia, o como la de los hermanos Rodríguez Orejuela indican que los parámetros con los cuales se analizan estos asuntos pueden cambiar a la larga. Cuando Uribe esté gozando de buen retiro, su sucesor, sea quien fuere, podría cambiar en el futuro las decisiones sobre enviar o no a Estados Unidos a ‘Don Berna’, a Mancuso o a cualquiera de los que hoy están en Ralito. Estarían al vaivén de las coyunturas políticas.
A golpes de realidad, los paramilitares han entendido que tendrán que ir a la cárcel por los delitos atroces que han cometido. Saben que la ley que apruebe el Congreso -sea cercana o lejana a la que ellos aspiran- les dará la seguridad jurídica. Pero no ocurre lo mismo con la extradición. «Ellos no quieren quedar en manos del Presidente», dice Carlos Alonso Lucio, asesor de las AUC. Por eso han llegado a plantear que se necesitaría un referendo para llevar la no extradición a norma constitucional.
Lo más probable, en consecuencia, es que a partir de ahora se debatan en Ralito las posibles fórmulas con que se podrían desmontar los carteles de la droga. ¿Un compromiso de las AUC para erradicar cultivos, como se planteó con las Farc al comienzo del proceso del Caguán? ¿Un acuerdo con Estados Unidos? ¿El trazado de una línea que divida a los comandantes de las AUC entre los paramilitares puros y los contaminados por la droga?
Estos interrogantes no tienen respuesta fácil. Es claro que el gobierno no está dispuesto a correr el riesgo de que los narcos terminen metiendo sus fórmulas por la puerta de atrás, como ya lo han hecho incontables veces en el país. Así lo advierte también Rodrigo Rivera cuando dice que «la falta de unidad nacional convertirá al Congreso en blanco de toda suerte de maniobras de seducción o intimidación y les restará legitimidad a las decisiones que se tomen sin un alto nivel de consenso».
Pero no será fácil apuntarles con la misma escopeta a dos objetivos tan distintos. Por un lado, la reconciliación, basada en el desarme de las autodefensas y en dosis realistas de verdad, justicia y reparación. Es decir, una ley que no sea tan draconiana que frustre un esfuerzo de paz tan importante para el país, pero que sea lo suficientemente sólida para que sirva como bálsamo para la violencia que ha envuelto durante dos décadas a las regiones. Y que también les dé a los paramilitares la confianza de que pueden incorporarse a la vida civil, una vez sean expiados sus actos atroces.
Pero la ley no podrá hacerle el quite al problema de las mafias del país, la mayoría de las cuales están representadas en Santa Fe de Ralito. Y eso sólo lo logrará una importante dosis de sometimiento a la justicia. De lo contrario, pretender que el tema del narcotráfico no existe, dejarlo en ‘el clóset’, es un escenario demasiado riesgoso. El ‘guardado’, tarde o temprano, se sale por todos los lados.