Desde tiempos inmemoriales el hombre se ha valido de distintas sustancias químicas como armas personales e instrumentos militares. Posiblemente las primeras armas químicas que el hombre haya empleado sean los venenos. En la antigüedad los ejércitos solían emplear ciertos agentes químicas para envenenar los pozos de agua e impedir el desplazamiento de los ejércitos enemigos. Hay autores que remontan su origen hasta el paleolítico, otros encuentran referencias a su empleo en los cantos homéricos y en la literatura latina.
Los venenos también se emplearon para hacer aún más letal el accionar de flechas puñales y lanzas. En la Edad Media, en España, durante la guerra de reconquista, tanto los cristianos como los moros –árabes- solían enherbolar sus saetas con vedegambre, que comúnmente denominaban “yerba de ballesteros”. Años más tarde, los españoles al llegar a América debieron enfrentar las flechas envenenadas de los aborígenes que fueron para ellos una verdadera pesadilla.
Los aborígenes americanos utilizaban venenos vegetales y animales para la caza y la pesca, pero también como arma de guerra. Un relato de la época describe en esta forma sus efectos: “Se vierte veneno en las aguas y se logra la pesca milagrosa y abundante; basta que un dardo delgado y frágil, impulsado por la cerbatana, arañe la piel del animal, para cobrar la pieza sin lucha, rápidamente inmovilizada”. En la América precolombina diversas sustancias tóxicas fueron empleadas como auxiliares en la caza, para contaminar las aguas de ríos y lagos de forma de aturdir a los peces y facilitar la pesca, aún hoy algunos indígenas amazónicos continúan empleando venenos en esta forma.
Los venenos también fueron el arma ideal de las intrigas políticas de todos los tiempos. En la literatura, William Shakespeare les otorgó un papel protagónico en sus dramas. También la Historia testimonia que muchos personajes transcendentes probablemente hayan abandonado este mundo ayudados por las indiscretas gotas de alguna sustancia introducida en sus bebidas y alimentos. En general, el veneno fue considerado durante siglos un arma propia de mujeres o traidores. Agripina, nieta de Augusto y esposa del emperador Claudio y la bella Lucrecia Borgia fueron siempre señaladas como hábiles envenenadoras.
Pero si alguien piensa que ese empleo de sustancias químicas es cosa del pasado se equivoca. Durante la Guerra Fría, a finales de la muy caliente década de 1950, el gobierno de la URSS apeló al empleo de un arma química para asesinar a dos líderes del nacionalismo ucraniano en el exilio.
La operación fue montada por el Komitete Gosudarstvennoi Bezopasnosti, más conocido bajo la terrible sigla de KGB, que identificaba al servicio de inteligencia y seguridad de la Unión Soviética. La responsabilidad fue asumida por el Departamento 13, de su Primer Directorio Principal, encargado de la inteligencia exterior.
La misión se encomendó al agente Bohdan Mykolaievych Stashinsky a quien se proporcionó un arma diseñada por el laboratorio de la KGB, sito en Jozaiaistvo Jeleznovo. La misma consistía en una pistola de spray, que disparaba un chorro de gas venenoso procedente de una ampolla de cianuro que se rompía y provocaba un paro cardíaco en la víctima. El agresor, para protegerse mientras efectuaba el ataque, debía cubrirse las fosas nasales con un pañuelo embebido en un antídoto.
Empleando esta pistola química Stashinsky asesino el 12 de octubre de 1957, en la ciudad de Munich, al ideólogo de la Alianza del Trabajo Nacional de la República Federal Alemana, un escritor disidente ucraniano, Lev Rebet, en la escalera de entrada a las oficinas del diario “Suchasma Ukraina” donde este trabajaba como periodista. Ni los familiares de la víctima ni las autoridades detectaron el ataque y atribuyeron la muerte a un paro cardíaco.
Dos años más tarde el asesino cobró una nueva víctima. El 15 de octubre de 1959, Stashinsky asesino al líder de la Organización de Nacionalistas Ucranianos, Stepan Bandera, en la entrada de su vivienda en la ciudad de Munich. También en este caso el asesinato paso inadvertido y se adjudicó la muerte a causas naturales.
Por sus “hazañas”, Bohdan Stashinsky recibió, en 1959, la Orden de la Bandera Roja una de las más importantes condecoraciones de la Unión Soviética de manos del presidente del KGB, Alexandr Nikoláievich Shelepin. La verdad sobre los asesinatos se descubrió recién en 1961 cuando Stashinsky desertó a la República Federal Alemana.
Para ser justos debemos también señalar que por esos años la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos también elaboró planes para asesinar al dirigente cubano Fidel Castro mediante el empleo de venenos, aunque al parecer nunca llegaron a la etapa de implementación. Más recientemente, en Ucrania, el candidato presidencial Víctor Yushchenko, fue envenenado con tetraclorodibendioxina (TCDD) o “dioxina Seveso”, un tóxico que ocasiona acné clórico, lesiones cutáneas deformantes con enormes granos y fuerte trastornos digestivos. Yushchenko sospecha que el veneno le fue suministrado durante una cena con el director del Servicio de Seguridad de Ucrania, general Igor Smeshko, el 5 de septiembre de 2004. Por desgracia este no fue el único caso de empleo de veneno como arma en el antiguo territorio soviético.
Pero, los venenos, si bien eran los productos químicos más empleados con propósitos militares no eran los únicos. Desde la Antigüedad también se han empleado rudimentarios gases y humos tóxicos. En el siglo V a. C. (431-404), durante la guerra del Peloponeso, entre Es-parta y Atenas, los espartanos emplearon dióxido de azufre y brea producto asfixiante que obliga a la evacuación de sitios cerrados como cuevas y que habría permitido la captura de un fuerte ateniense donde fue introducido por un orificio. Pero no es la referencia más antigua, se dice que los chinos, unos mil años antes de Cristo, ya empleaban humos arsenicales con el mismo fin.
Otros conflictos durante épocas posteriores mostraron el uso del humo y del fuego. Los griegos, durante el siglo VII antes de Cristo inventaron el Fuego Griego, una combinación de resina, azufre, brea, caliza y salitre. Esta mezcla flotaba en el agua y era particularmente útil en operaciones navales.
Como éstos, abundan los ejemplos. Los aborígenes americanos empleaban con frecuencia humos tóxicos y sustancias irritantes en sus guerras. Así lo testimonia el historiador Agustín Zapata Gollan: “En algunas regiones de América, como los Tupinambá en el Brasil, empleaban, además, otro recurso que puede considerarse precursor de la moderna guerra de gases.”
“Frente a los enemigos fortificados y defendidos por fosos y empalizadas encendía grandes hogueras en las que arrojaban ají, pimienta y otros vegetales igualmente irritantes que producían un humo urticante, denso y asfixiante, que, favorecido por el viento, invadía el rancherío obligando a los moradores a salir desesperados de su refugio. Los efectos del humo se manifestaban enseguida por una intensa irritación de las vías respiratorias.”
“El empleo de este procedimiento en el asalto de lugares fortificados abarcó no solo algunas regiones de Brasil, sino también de México y el Canadá.”
También el historiador Alberto M. Salas refiere el empleo de mortales sahumerios de ají molido, de pimienta y de otras sustancias irritantes. El ají es una planta americana cuyas variedades, en especial las que producen un fruto más pequeño, presentan una extraordinaria concentración de tóxico. En todas las culturas precolombinas el ají cumplía un rol destacado como elemento culinario y símbolo de hombría y virilidad.
Salas reunió testimonios sobre el empleo de humos tóxicos de ají como elemento de tortura por parte de los aborígenes mexicanos de Cuetlaxtlan para ajusticiar a mensajeros y comerciantes aztecas. Las víctimas eran encerradas en una habitación y ahogados con el humo de varios fardos de chile a los que prendían fuego.
También en el ataque y destrucción del primer asentamiento hispano en América, el fuerte Natividad, en la isla Española, los aborígenes emplearon primitivas armas químicas. Los atacantes arrojaron calabazas conteniendo polvo de ají y cenizas dentro de la empalizada que protegía a los españoles provocando en los defensores violentos estornudos, toses y convulsiones que los obligaban a bajar las rodelas y les impedían cargar los arcabuces. Momento que aprovechaban los indígenas para abatir a los españoles con sus flechas.
Salas también menciona que indígenas canadienses elaboraban un compuesto químico con venenos vegetales que mezclaban con grasa de lobo marino y que untaban en los haces de leña para provocar un espeso y asfixiante humo que con habilidad dirigían contra sus enemigos.
Por último, señala Salas, que los españoles terminaron por adoptar los métodos indígenas de combate. Así emplearon humos tóxicos en sus ataques a los pobladores aborígenes. En Chile, durante el siglo XVII –por ejemplo- los conquistadores españoles utilizaron humos de ají para desalojar a los indios puelches de sus refugios en cuevas y cavernas.
En el Renacimiento, durante siglo XVI, los alemanes fabricaban bombas pestilentes empleando pezuñas y cuernos de animales molidos que mezclaban con una resina vegetal pestilente para conformar una sustancia que recibía el nombre de Asafétida. Estas bombas químicas se encendían para generar un humo tóxico. En esa misma época la república de Venecia empleó venenos inespecíficos que afectaban a las personas, cosechas, animales y pozos de agua de otros estados rivales.
Después de muchos años de empleo, recién en la segunda mitad del siglo XIX, en plena Revolución Industrial, el hombre mostró alguna preocupación por evitar la utilización de los productos químicos como arma. Los primeros intentos en establecer regulaciones tendientes a impedir el empleo de este tipo de medios militares se remontan a la Declaración de Bruselas, de 1874, “que prohibió la utilización de venenos y armas envenenadas en los conflictos bélicos”.
Años más tarde, la “Conferencia de la Haya de 1899” en su Artículo 2º condena “el empleo de proyectiles cuyo único fin es la difusión de gases asfixiantes o deletéreos”. Desgraciadamente la Convención no fue suscripta ni por los Estados Unidos ni por Gran Bretaña. Para ese entonces, los británicos habían empleado humos tóxicos en el sitio de Sebastopol de 1894 y posteriormente emplearían proyectiles de artillería conteniendo gas durante las “guerras Anglo – Boer” –1899 / 1902-. Sin embargo, veintisiete países suscribieron este acuerdo internacional.
No obstante, el empleo de productos químicos como armas de destrucción masiva recién se generalizó en el siglo XX. En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, el científico Fritz Haber puso a disposición del esfuerzo de guerra alemán el Instituto de Investigaciones Kaiser Wilhelm, de Berlín, en donde se constituyó una comisión secreta que se dedicó a des-arrollar sustancias químicas para empleo bélico. A principios de 1915 el Estado Mayor alemán hizo suyo el proyecto de una guerra química y en marzo de ese año se lanzó el primer ataque de este tipo.
“La guerra química de características actuales –señala Bomaggio- se hizo presente en el escenario mundial el 22 de abril de 1915 en el frente belga; en una zona conocida como la sa-liente de Yprés. En la madrigada de ese día, las fuerzas alemanas abrieron 5.000 cilindros de cloro que el viento dispersó en el sector aliado, en un frente seis kilómetros. La niebla tóxica dejó a su paso muertos y 10.000 heridos. Fue el debut masivo de las armas químicas modernas”. Dos divisiones francesas, a las que se habían anexado tropas argelinas, fueron las víctimas principales. Los desgraciados supervivientes, abriendo la boca ansiosos de aire, arrojaron sus armas y fueron tambaleándose hasta la retaguardia.
El efecto fue fulminante, pero los alemanes no explotaron el éxito porque los soldados de su infantería no se atrevieron a conquistar el terreno ocupado por sus propios gases. Tampoco el Estado Mayor alemán preparó ninguna tropa de reserva dotada de máscaras. Los ale-manes tenían miedo de no poder controlar las capas de gas si el viento cambiaba, y la orientación del frente suponía para ellos desventaja, porque los vientos del Oeste son los que dominan entre Flandes y Argonne. Además, el mando alemán no consideró el ataque más que como una experiencia a la que no asignó valor estratégico.
Hubo sin embargo, varios ataques con gases que la opinión pública internacional condenó vehementemente, considerándolos como un atentado a las “leyes de la guerra”. A esto respondieron los alemanes que los gases eran la respuesta a las bombas de fósforo francesas y a las bombas inglesas de picrino, lo cual no parece exacto. Fuese lo que fuese, los ingleses utilizaron a su vez capas de gas en Loos en septiembre de 1915, mientras que los franceses utilizaron obuses de gases, práctica que pronto siguieron los ingleses y los alemanes. Durante 1916 y 1917, Francia utilizó sobre todo obuses de fosgeno, Alemania los gases verdes y amarillos y en ambos campos sobre todo la iperita –gas mostaza-. Este gas venenoso permanecía largo tiempo contaminando el terreno durante días en forma de gotas parecidas al rocío, y era capaz de atravesar la ropa y el calzado corroyendo la piel.
En los siguientes tres años se inventarían y probarían 45 agentes químicos. La industria de la guerra fabricaba gases llamados Cruz Verde, Cruz Blanca, Cruz Azul y Cruz Amarilla, formados por compuestos orgánicos con cloro y arsénico derivados del ácido cianocloruro. Las armas químicas se emplearon en casi todos los frentes de combate y sus efectos afectaron aproximadamente a un millón y medio de personas, dejando un saldo –tan sólo en el frente occidental- de 300.000 muertos.
Sin embargo, las 110.000 toneladas de agentes químicos empleados en la Gran Guerra no tuvieron un impacto decisivo en el resultado de la contienda sino que agregaron una cuota de horror a la gran tragedia europea. Sin embargo, el empleo de estas armas de destrucción masiva despertó un profundo rechazo en la población que si bien no impidió su fabricación y empleo, dio lugar a intentos de impedir su proliferación por medio de tratados internacionales.
Al concluir la Primera Guerra Mundial los gobiernos involucrados en la contienda mostraron una creciente preocupación por reducir los efectos letales provocados por el empleo de es-te tipo de armamentos. Es así, como en el amplio entramado de tratados de paz que compren-den la denominada “Paz de París” los gobiernos adoptaron medidas tendientes a limitar el empleo de los instrumentos militares que constituían las armas de destrucción masiva de la época: los submarinos, los blindados, la aviación, lanzallamas y muy especialmente: los gases tóxicos.
Tratados de paz como el Versalles –28 de junio de 1919-; Saint Germain-en-Laye –10 de septiembre de 1919-, Neuilly-Sur-Seine –27 de noviembre de 1920-, el de Trianon –4 de junio de 1920- y el de Sévres –11 de agosto de 1920-, prohíben el uso, fabricación e importación de gases asfixiantes, venenos o elementos tóxicos, junto a materiales o dispositivos relacionados con su empleo.
También en los tratados de paz suscriptos directamente por los Estados Unidos con los estados de Europa Central se incluyeron prescripciones vedando el empleo de armas químicas. El tratado firmado con Alemania, el 25 de agosto de 1921, por ejemplo, prohibía a esta nación la posesión de gases y líquidos tóxicos, asfixiantes o similares.
El frustrado “Tratado de Washington sobre Desarme”, de 1922, en su artículo V, prohibía estrictamente: “el uso de guerra de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de todos líquido o material de efectos análogos”. Aunque ratificado por los Estados Unidos el tratado nunca entró en vigencia por la oposición de Francia en otros aspectos del acuerdo.
En el período entre ambas guerras mundiales al difundirse la teoría de la “guerra total” elaborada por el general alemán Erich von Ludendorff se temió que las armas químicas unidas a los crecientes desarrollos en el bombardeo aéreo constituyeran armas apocalípticas que se-rían utilizadas en las futuras contiendas militares. Así, lo expuso el propio Ludendorff: “la guerra total no libra a nadie, no respeta nada. Todas las armas serán empleadas, sobre todo las más crueles, que son las más eficaces… La guerra futura será conducida hasta el aniquilamiento no sólo del ejército enemigo, sino también de la población. Bombardeos aéreos, gas asfixiante, bacilos, serán intensamente empleados en esta obra de muerte”.
Los augurios de Ludendorff provocaron, en su tiempo, gran preocupación en la opinión pública, lo que no fue óbice para otros compatriotas suyos remasen en la misma dirección; así, en 1935, el comandante M. K. L. von Oertzen consignó en su libro Grundsätzeder Vehrpolitik: “Si las ciudades son destruidas por las llamas, si las mujeres, y los niños son víctimas de gases asfixiantes, si la población de ciudades abiertas situadas a mucha distancia de los frentes cae víctima de las bombas y de los torpedos lanzados por los aviones, es imposible continuar la guerra”.
Es debido a este clima alarmista que los gobiernos procuraron la aprobación de algún instrumento legal que limitase el empleo de tales medios de destrucción. Así se arriba, el 17 de junio de 1925, a la firma del “Protocolo de Ginebra”, el acuerdo internacional de mayor trascendencia hasta la firma de la Convención de 1993. El Protocolo fue firmado en una primera etapa por cuarenta y nueve estados –sobre 120 naciones en el mundo- y entro en vigencia en 1928. Curiosamente, los Estados Unidos, que fue su principal impulsor se negó a suscribirlo hasta 1975.
Pese a su importancia como instrumento destinado a impedir la proliferación de armas químicas el Protocolo tenía serías limitaciones. No establecía prohibiciones a la producción y almacenamiento, no especificaba mecanismos de verificación ni imponía sanciones a quienes violasen el acuerdo. Por lo cual, continuaron los esfuerzos por establecer un régimen de control de armas químicas más eficaz. Durante la Conferencia para la Reducción y Limitación de Armamentos de 1932 y la Convención Inglesa de Desarme de 1933 se intentó avanzar sobre el tema sin éxito.
Lamentablemente, los tratados suscriptos no impidieron que dos décadas más tarde Italia empleara este tipo de armas en su guerra de conquista colonial en Etiopía durante los años 1935 a 1937.
Según consigna Bomaggio, en esta contienda participaron secciones del Regimiento Químico, constituido a principios de esa década, con dos compañías químicas y cuatro pelotones químicos. Los italianos emplearon bombas de gas mostaza en la zona de Tacazzé, en diciembre de 1935, bombas de benzol / imperita a principios de 1936, en Macallé y granadas de 105 mm, cargadas con arsenamina durante la batalla de Endertá, del 10 al 15 de febrero de 1936.
Se estima que más de 15.000 etíopes perecieron bajo los efectos de las armas químicas italianas en esa contienda. Es importante destacar que Italia había adherido al Protocolo de Ginebra que vedaba el empleo de este tipo de armamentos.
Mientras trabajaba en el desarrollo de insecticidas, y por un accidente en el laboratorio, Gerhard Schrader descubrió en 1935 el primer agente neurotóxico, llamado tabún, que en la clasificación militar estadounidense se conocía como GA -German Agent A-. En el accidente, Schrader y su ayudante quedaron expuestos durante breves instantes al tabún -que como insecticida había acabado satisfactoriamente con los piojos empleados para prueba-, siendo ata-cados inmediatamente con dificultades respiratorias y dilatación de la pupila. Al descubrimiento del tabún pronto le siguió el del sarín y el somán; los tres son compuestos orgánicos (de carbo-no) que contienen fósforo y afectan notablemente al sistema nervioso central.
Afortunadamente, pese a que tanto los Aliados como las potencias del Eje contaban con importantes arsenales químicos el temor a represalias y por el pobre resultado que el empleo de las armas químicas había tenido en la Primera Guerra Mundial. No ocurrirá lo mismo en los conflictos de la Guerra Fría.
El clima de tensiones y de carrera armamentista imperante en esos tiempos no contribuyó a avanzar en el control internacional de los armamentos químicos, muy por el contrario estas armas adquirieron una difusión sin precedentes.
Durante la Guerra de Corea, China y Corea del Norte acusaron a los Estados Unidos de emplear armas biológicas y químicas. Aunque las acusaciones nunca fueron probadas, Bomaggio afirma que hubo indicios del empleo de agentes neurotóxicos del grupo V.
Una década más tarde, la Cruz Roja Internacional comprobó que Egipto, gobernado por ese entonces por Gamal Abdel Nasser, empleó gas mostaza y agentes V, provistos por el gobierno de la URSS, contra los rebeldes yemenitas. Las armas químicas fueron empleadas en lugares poco accesibles, como los poblados de Al Kitaf, Gadaf, Gabar y el Kawna.
Durante la guerra de Vietnam los Estados Unidos emplearon una amplia gama de productos químicos como materiales de guerra, en especial herbicidas y gases antidisturbios. Gases del tipo CN, DM y CS y el alucinógeno BZ fueron empleados en combate para obligar a los soldados del Vietcong a abandonar sus cuevas, aunque en muchos casos provocaban la muerte de los afectados.
También emplearon abundantemente el denominado “Agente Naranja”, un herbicida producido por la DOW. Un informe publicado por una empresa consultora canadiense alertó sobre los efectos del rociado de Agente Naranja, que incluyen la contaminación de la cadena alimentaria y los consiguientes problemas ambientales y de salud. La firma Hatfield Consultansts Ltd., investigó durante cinco años el impacto de los herbicidas arrojados sobre Vietnam entre 1962 y 1971.
Durante ese período y como parte de la “Operación Ranch Hand”, la fuerza aérea de los Esta-dos Unidos realizó más de 6.500 misiones de vuelo en las que pulverizaron aproximadamente 72 millones de litros de herbicidas sobre más de 1,5 millones de hectáreas –cerca del 10% de Vietnam del Sur-. Aviones y helicópteros volaban a menos de 500 metros del suelo y rociaban unos 250 litros de herbicida por cada una o dos hectáreas de vegetación. Ochenta por ciento del producto permanecía sobre las copas de los árboles, mientras el resto alcanzaba un nivel inferior o llegaba al suelo. Aunque la gran mayoría –86%- de las misiones eran realizadas des-de aviones, el ejército norteamericano también roció herbicida desde camiones, botes y hasta mochilas personales.
Aproximadamente, un tercio del área fue rociada más de una vez, y 52.000 hectáreas fueron pulverizadas más de cuatro veces. Según informes oficiales del gobierno de los Estados Unidos, la “Operación Ranch Hand” destruyó el 14% de los bosques de Vietnam del Sur, incluída la mitad de los manglares.
El Agente Naranja representó el 60% de los herbicidas utilizados para destruir bosques y cultivos. Este producto es una mezcla de los herbicidas 2,4-D y 2,4,5-T y contiene dioxina generada durante la formulación del 2,4,5-T. Aunque los dos herbicidas se degradan con bastante rapidez, la dioxina es un compuesto altamente resistente que puede permanecer en el ambiente durante décadas y causar cáncer y otros problemas de salud.
El estudio Hatfield encontró altos niveles de dioxina en la sangre de vietnamitas nacidos después de la guerra, lo que sugiere que los contaminantes son transmitidos a través de la cadena alimenticia. También se hallaron altos niveles de dioxina en peces y tejidos de animales. El gobierno de Vietnam asegura que 70.000 de sus habitantes se encuentran afectados por enfermedades generadas por el empleo de herbicidas.
Incluso las tropas norteamericanas resultaron afectadas por el herbicida presentando un alto nivel de cáncer e incluso anomalías congénitas en sus descendientes. Tras finalizar la guerra de Vietnam, el Departamento de Veteranos de Guerra de los Estados Unidos recibió 92.276 reclamos de compensación relacionados con el empleo del Agente Naranja aunque solo 5.908 fueron atendidos.
En un intento de avanzar en las regulaciones que limitaran el empleo de las armas de destrucción masiva, en 1972 se separó el análisis de las armas químicas de las biológicas y el 10 de abril de 1972 quedó abierta para la firma la “Convención sobre Prohibición del Desarrollo, Fabricación y Almacenaje de Armas Bacteriológicas y de Toxinas y su Destrucción”.
Al finalizar la guerra de Vietnam, en 1975, tal como se ha referido los Estados Unidos suscribieron el Protocolo de Ginebra que prohibía el empleo de armas químicas.
Pero las tropas estadounidenses no fueron las únicas en emplear armas químicas en el sudeste asiático. Los vietnamitas emplearon armas químicas contra las guerrillas Khmers y contra las tribus rebeldes de Laos. Se han denunciado 261 ataques con gases nerviosos e incapacitan tez en la zona habitada por las tribus rebeldes Hmong.
Como se recordará, terminada la guerra entre Estados Unidos y Vietnam, los vietnamitas se enfrentaron a los chinos, en febrero de 1979, donde también se emplearon armamentos químicos. Ese mismo año, dio comienzo la invasión soviética a Afganistán. En la contienda que enfrentó
El gobierno de Irak hizo uso de armas químicas contra su propio pueblo y contra los pueblos vecinos en el transcurso de la guerra con Irán. El 16 de marzo de 1988 el régimen de Saddam Hussein ordenó un ataque con armas químicas contra una aldea en Irak denominada Halabja. Aviones de la Fuerza Aérea iraquí bombardearon Halabja y otras aldeas controladas por los separatistas kurdos con “bombas mudas” -así las denominaban los kurdos, debido a que no estallaban-. El bombardeo apenas duró seis minutos pero, cuando se extinguió el rugido de los motores, centenares de cadáveres monstruosamente hinchados -con motas de sangre en los oídos y las aletas de la nariz- aparecieron esparcidos por las calles. Familias enteras murieron tratando de escapar a las nubes de agentes neurotóxicos y de gas mostaza que recibían desde el cielo. Sin embargo las casas, los utensilios de cocina y los árboles permanecían misteriosamente intactos. Nunca se supo la cifra exacta de muertos pero se cree que murieron unos 5.000 civiles kurdos. Muchos que lograron sobrevivir sufrieron consecuencias posteriores en forma de cáncer, ceguera, enfermedades respiratorias, abortos y deformaciones genéticas en sus descendientes.
Tras el ataque a la ciudad de Halabja la comunidad mundial condenó el uso de gas sarín, mostaza, VX y otros agentes venenosos por parte de Irak.
Durante la guerra del Golfo (1991) no se emplearon armas químicas aunque ambos bandos las poseían en cantidad. No obstante, los soldados de la coalición encabezada por Estados Unidos utilizaban equipos de protección QBN por un posible empleo por parte de las fuerzas de Saddan Hussein. También Israel distribuyó máscaras y antídotos entre su población civil por temor a un ataque químico que nunca se produjo.
Al final de la contienda los expertos de Naciones Unidas supervisaron la destrucción de gran cantidad de misiles y cabezas de guerra química en poder de los iraquíes.
A decir, verdad en los casi setenta años siguientes a la firma del Protocolo de Ginebra muy poco se avanzó en el control de las armas químicas y sólo el fin de la Guerra Fría y la creciente preocupación de las grandes potencias por la difusión de este tipo de armamentos en el Tercer Mundo y el riesgo de que armas de tan alto poder destructivo terminasen en manos de dictadores irresponsables y grupos terroristas, permitió superar las diferencias entre los esta-dos y arribar a un acuerdo más amplio.
El 3 de septiembre de 1992 la Conferencia de Desarme de Ginebra aprobó el texto de la “Convención sobre la Prohibición del Empleo, Desarrollo, Almacenamiento y Destrucción de las Armas Químicas”, a la cual han adherido 165 estados. La Convención quedo abierta a la firma el 13 de enero de 1993 y a la fecha la han suscripto 160 países. Esta convención es el primer acuerdo sobre desarme negociado en un marco multilateral que establece la eliminación de toda categoría de armas de destrucción masiva en virtud de un control internacional de aplicación universal.
La Convención consta del Preámbulo, 24 artículos y 3 anexos que forman parte integrante de la misma. Esta tiene una duración ilimitad y entrará en vigor 180 días después de la fecha del depósito del sexagésimo quinto instrumento de ratificación, pero, en ningún caso, antes de transcurridos dos años del momento en que quedó abierta a la firma.
Todo Estado parte en la Convención se compromete, cualesquiera que sean las circunstancias –Art. I, párr. 1-, a:
* No desarrollar, producir, adquirir, almacenar, conservar o transferir armas químicas.
* No emplear armas químicas.
* No iniciar preparativos militares para el empleo de armas químicas.
* No ayudar, alentar o inducir a nadie a que realice una actividad prohibida por la Convención.
La Convención prohíbe, por lo demás, el empleo de agentes de represión de disturbios como método de guerra –Art. I, párr.5-.
Por otro lado, todo Estado parte se compromete a destruir:
* Las armas químicas, así como las instalaciones para su producción, que tenga, posea o que se encuentren en un lugar bajo su jurisdicción o control –Art. I, párrs 2 y 4-, teniendo que haber terminado la destrucción diez años después, a más tardar, de la entrada en vigor de la Convención –Art. IV, párr. 6, y V, párr. 8-;
* Todas las armas químicas que haya abandonando en el territorio de otro Estado Parte. De conformidad con el Anexo sobre la Verificación, que completa la Convención –Art. I, párr. 3-.
La Convención contiene una amplia definición de armas químicas, incluidos cada uno de los elementos que las componen. Son, pues, considerados armas químicas los siguientes elementos, tomados conjunta o separadamente –Art. II, párrs. 1, 3 y 9-;
* Las sustancias químicas tóxicas, incluidos los reactivos usados en su fabricación, salvo cuando se destinan a fines no prohibidos por la Convención en particular a fines industriales, agrícolas, de investigación, médicos, farmacéuticos, de protección contra productos químicos, de mantenimiento del orden público o fines militares que no tenga relación con el empleo de armas químicas.
* Las municiones y los dispositivos destinados de modo expreso a causar la muerte u otras lesiones mediante la liberación de sustancias químicas tóxicas;
* Cualquier material específicamente concebido para utilizarlo en relación directa con dichas municiones y dispositivos.
Por “instalación de producción de armas químicas” se entiende todo equipo, incluido cualquier edificio que lo contenga, diseñado para fabricar o rellenar dichas armas –Art. II, párr. 8-
La Convención establece un sistema obligatorio de verificación del cumplimiento, por parte de los Estados, de sus obligaciones convencionales en materia de destrucción. En este sistema, que se detalla en los Anexos que completan la Convención, se estipula la presentación de declaraciones iniciales y luego anuales referentes a la producción química industrial del Estado –Art. III, IV, párr. 7, V, párr. 9 y VI, párrs. 7 y 8, y Anexo sobre la Verificación.
La verificación propiamente dicha se efectúa según tres tipos de controles: las inspecciones de trámite basadas en las declaraciones nacionales –Art. IV a VI-, las verificaciones por denuncia, cuyo único fin es determinar los hechos relacionados con el eventual incumplimiento de la Convención –art. IX- o, por último, las inspecciones debidas a una inculpación de empleo de armas químicas –art. X-.
Las sustancias químicas tóxicas empleadas para fines no prohibidos por la Convención y las instalaciones relacionadas con ellas son también objeto de verificación en virtud del Anexo sobre la Verificación –Art. VI, párr. 2-.
La “Organización para la Prohibición de las Armas Químicas –OPAQ-“, tiene por misión por la aplicación de la Convención y proporcionar un marco en el que los Estados Partes, que son de facto miembros de la Organización, puedan colaborar y consultarse –Art. VIII, párrs. 1 y 2-. La Secretaría Técnica de la OPAQ, que tiene su sede en La Haya, está encargada de llevar a cabo las medidas de verificación y de prestar a los Estados Partes una asistencia técnica en el cumplimiento de las disposiciones de la Convención –Art. VIII, párrs. 3, 37 y ss-.
Cada Estado Parte debe establecer o designar una “Autoridad Nacional”, que servirá de centro nacional encargado de mantener un enlace eficaz con la OPAQ –Art. VII, párr. 4-. Ésta desempeñará un papel de primer orden en la ejecución de las medidas de aplicación de la Convención. La definición de su cometido, de su estructura y de su poder de ejecución se deja a la discreción del Estado.
Cada Estado Parte tiene la obligación de tomar, de conformidad con sus procedimientos constitucionales, las medidas legislativas y administrativas necesarias para cumplir las obligaciones estipuladas en la Convención –Art. VII, párr. 5-. Con el fin de evitar diferencias de interpretación, debería incorporarse a la legislación la definición de armas químicas establecida por la Convención.
Según el Estatuto de Roma de 1998, la Corte Penal Internacional será competente para juzgar a los presuntos autores de crímenes de guerra, entre los cuales se cita el de emplear gases asfixiantes, tóxicos o similares o cualquier líquido, material o dispositivo análogo en los conflictos armados internacionales –Art. 8 (2) (b) (XVIII)-.
En virtud del principio de complementariedad, la competencia de la Corte sólo se ejercerá cuando un Estado está incapacitado para emprender acciones penales o no quiere hacerlo. cabe recordar que, beneficiarse de este principio, un Estado debe, previamente dotarse de leyes que le permitan encausar a los autores de tal crimen
La forma y el contenido de las otras medidas necesarias para aplicar la Convención de-penderán de las reservas de armas y de las instalaciones de que disponga un Estado Parte, así como de la índole de la industria química. Sin ser exhaustivas, estas medidas deben garantizar y promover:
* La colaboración y la asistencia jurídica entre los Estados Partes para facilitar el cumplimiento de las obligaciones estipuladas en la Convención, en particular por lo que respecta a la prevención y la represión de las actividades prohibidas –Art. VII, párr. 2-
* La designación o establecimiento de una Autoridad Nacional encargada de mantener un enlace eficaz con la OPAQ y los otros Estados Partes –Art. VII, párr. 4-.
* La trasmisión obligatoria a la Autoridad Nacional, por parte de las entidades concernidas, de la información indispensable para elaborar declaraciones nacionales justas y completas;
* En el marco del sistema de verificación, y de conformidad con el Anexo sobre Verificación: la entrada y la salida de los equipos de inspección de la OPAQ y del material aprobado, el acceso del equipo de inspección a las instalaciones y la realización de las inspecciones, espe-cialmente por lo que respecta a la toma de muestras y al análisis de éstas;
* La revisión de la reglamentación nacional en materia de comercio de sustancias químicas, para hacerla compatible con el objeto y el propósito de la Convención –Art. XI, párr. 2e-, de conformidad con las medidas de control exigidas por la Convención.
Aunque la Convención constituyó un importante avance en los intentos por desterrar es-te tipo de armamentos de los arsenales militares de ningún modo solucionó el problema. Aún cuando la Convención fue ratificada por la mayoría de los países no significó que los países que poseían estas armas avanzaran significativamente en el proceso de destrucción de las mismas y lo que es aún más grave que dejaran de fabricar sustancias químicas de uso militar.
La Federación de Rusia que ha reconocido disponer 44.000 toneladas de gases militares en siete centros de depósito, prometió destruir los mismos para el año 2008, de acuerdo con lo establecido por la Convención, que ratificó en noviembre de 1997.
No obstante, el gobierno ruso ha anunciado que la destrucción de estas armas se ha demorado por falta de fondos. Una primera evaluación estimó que la destrucción de esas armas demandaría 5.500 millones de dólares, pero un revaluó reciente elevó esta cifra a 7.000 millones. Hasta el momento Rusia habría recibido 1.200 millones de dólares en ayuda financiera para la destrucción de estas armas, aportados principalmente por los Estados Unidos y los países de la OTAN. Pero, el gobierno ruso que considera estos aportes insuficientes, ha anunciado que demorará hasta el 2012.
Sin embargo, un científico disidente, Lev Fyodorov, quien trabajó en la fabricación de es-tas armas en la época soviética y actualmente dirige la ONG “Unión para la Seguridad Química”, ha denunciado la existencia de cientos de depósitos clandestinos con armas químicas en-terradas por toda la ex Unión Soviética, incluso depósitos en las repúblicas independientes de Belarús, Georgia, Kazajstán, Ucrania y Uzbekistán, que podrían contener hasta 120.000 toneladas de armas químicas.
Recordemos que la antigua Unión Soviética tiene una tradición con respecto a la destrucción de armamentos y productos tóxicos sin respeto por la preservación del medio ambiente. En el Báltico, por ejemplo, los soviéticos –ayudados por los británicos- hundieron, entre 1946 y 1948, 302.875 toneladas de municiones químicas y envases metálicos que contenían sustancias químicas de uso militar. La mitad de los barriles, que han estado debajo del agua durante sesenta años, contenían gas mostaza. El resto contenían una docena más de venenos mortales.
Al parecer arrojaron 35.000 toneladas de productos químicos desde buques en desplazamiento en la zona situada en el sudoeste de Liepaja y en proximidades de la isla Bornholm.
El mayor problema para destrucción de las armas químicas es que no existe un procedimiento lo suficientemente seguro y económico para disponer de las mismas. El procedimiento más empleado es el calentamiento hasta la evaporación –quemado-, otros procedimientos consisten en mezclarlos con otras sustancias para obtener de los gases letales fertilizantes o aprovechar el arsénico, según el compuesto básico de las mismas.
También resulta sumamente peligroso el traslado de los armamentos químicos desde sus sitios de almacenamiento a los centros de destrucción obliga a atravesar con los tóxicos áreas densamente pobladas lo cual aumenta los riesgos de eventuales fugas o derrames accidentales.
Pero, lo más grave, es que las potencias no han dejado de fabricar nuevas armas químicas. El científico ruso Vil Mirzayanov, fue encarcelado el 22 de octubre de 1992, por denunciar en un artículo publicado por el diario moscovita “Kuranty” que Rusia estaba fabricando un gas binario el “Novichok” –recién llegado-. Los gases binarios están conformados por dos sustancias inocuas por separado pero que adquieren carácter letal al combinarse. En el caso del Novichok, se trata de un gas nervioso que mata por contacto y cuya toxicidad es diez superior a la del VX.
Un documento elaborado por el Senado de los Estados Unidos, el 26 de junio de 1996, presentaba pruebas de que Rusia estaba incrementando su capacidad de producción de armas químicas y biológicas.
Lamentablemente, Rusia no es el único estado que estaría desarrollando este tipo de armamentos. Existirían evidencias de que Francia estaría desarrollando un amplio rango de agentes discapacitantes –desde gas lacrimógeno hasta neurotoxinas y drogas psicoactivas- con el propósito de crear armas químicas no letales pero prohibidas por la Convención sobre Armas Químicas que ha suscripto este país.
Es preciso destacar que los Estados Unidos no han brindado informaciones precisas de marcha de su proceso de destrucción de armas químicas. Según algunas fuentes este país poseería entre 35.000 y 40.000 toneladas de armas químicas alojadas en ocho centros que serían: Tooele, cerca de Salt Lake, Utah; Umatilla, cerca de Pendenton, Oregon, Pine Bluff, cerca de Little Rock, Arkansas, Aberdeen, cerca de Baltimore, Maryland; Pueblo en Colorado; Anniston, cerca de Huntsville, Alabama; Newport, cerca de Terre Haute, Indiana y Lexington – Bluegrass, cerca de Richmond, Kentucky.
Por otra parte, existen denuncias de grupos pacifistas y globalofóbicos con respecto a que los Estados Unidos podrían estar desarrollando armas químicas y bacteriológicas. Lo cual es sumamente grave si consideramos que la existencia de armas de destrucción masiva, entre las que se suponía había armas químicas y bacteriológicas, sirvió de excusa a los Estados Unidos para lanzar la segunda guerra contra Irak. Hasta el momento nunca fueron encontradas armas de este tipo. Tampoco puede descartarse con certeza que las mismas existieran y hayan sido trasladas a un país amigo o incluso destruidas por los iraquíes con la esperanza de evitar el ataque.
Para finalizar esta reseña sobre las armas químicas debemos mencionar dos hechos vinculados con ellas. El primer es su posible utilización por parte de grupos terroristas. Al comienzo de este trabajo mencionamos que las armas químicas podían ser fabricadas en forma sencilla y económica. Esto hecho convierte a las armas químicas en una tentación para los grupos terroristas. Afortunadamente hay un solo caso registrado de empleo de armas químicas por parte de grupos terroristas.
En marzo de 1995, miembros de la secta “Aun Shinrykyo” –Verdad Suprema-, liderada por Shoko Asahara, atentó con gas sarín contra el subterráneo –metro- de Tokio provocando diez muertos y más de 5.000 afectados. Los miembros de este grupo terrorista que también disponían de bacterias capaces de generar toxinas mortales y se proponían emplearlas, eligieron atacar el metro de Tokio en la idea que por este medio podrían paralizar la economía japonesa y paralizar la economía japonesa era detener uno de los motores de la economía mundial.
Si bien, este tipo de atentados no se ha repetido los expertos en seguridad de todo el mundo no descartan que se produzcan en el futuro.
El segundo hecho vinculado con los armamentos químicos es el llamado “síndrome del Golfo”. Una gran parte de los soldados de la coalición que participó de la Operación Tormenta del Desierto, en 1991, al poco tiempo de finalizada esta campaña comenzó a sufrir una extraña enfermedad, cuyos síntomas principales eran frecuentes jaquecas, fatiga, diarrea, dolores articulares y pérdida de memoria. El extraño síndrome se instaló como un misterio al que los especialistas no han podido dar soluciones todavía.
Inicialmente, los gobiernos de la Coalición atribuyeron los síntomas al resultado del estrés vivido en el desierto, que habrían disminuido las defensas inmunológicas de los soldados. También se dijo extraoficialmente que Saddam Husein habría utilizado gases nerviosos o bacterias contra las tropas aliadas. Recordemos que luego de la contienda se hallaron y destruye-ron 5.000 toneladas de agentes químicos y por lo menos 30 cabezas de misiles cargadas con gas mostaza.
Finalmente, el Pentágono reconoció que por lo menos 5.000 soldados estuvieron ex-puestos al gas sarín, cuando destruyeron un bunker iraquí. En cuanto al resto de los afectados, algunos expertos culparon a las vacunas que recibieron las tropas para protegerlos de eventuales ataques bactereológicos. Otras fuentes autorizadas responsabilizan de la enferme-dad al empleo de proyectiles perforantes, por parte de la artillería y los blindados occidentales, fabricados con materiales radioactivos.
No obstante, a estas múltiples versiones el síndrome del Golfo continúa afectando a los ex combatientes de la Operación Tormenta del Desierto sin que se conozca –al menos por par-te de la opinión pública mundial- sus verdaderas causas y las responsabilidades emanantes de la misma. Tampoco se conoce con certeza cual es el efecto de este síndrome sobre la población civil iraquí.
Como puede apreciarse, las armas químicas son un problema que afecta no sólo a la naturaleza de los conflictos bélicos y a la seguridad internacional en su conjunto sino que su peligrosidad se proyecta en forma global sobre todo el planeta, ya que no existe conciencia en la población civil de que las mismas puedan ser empleadas, lo que llevaría a una demora en su diagnóstico, y además por la masividad de su acción, sobrepasaría la capacidad de rescate, transporte y atención de las víctimas, generando un verdadero colapso de las estructuras sanitarias de cualquier nación.
Por el Dr. Adalberto C. Agozino
Es Doctor en Ciencia Política. Profesor Titular de Inteligencia del Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina y Profesor Titular de la Cátedra de Política de Seguridad y Defensa de la Escuela Superior de Gendarmería Nacional. Fue Ministro Consejero de la Embajada Argentina en Moscú.
Internacionales – 3/5/2005