Anatomía de un secuestrador

«Yo veía al secuestrado lleno de coraje, hasta el día que llegó la ley. Estaba triste porque sabía que se iba a morir (…) cuando llegó el Gaula, tuvimos un enfrentamiento. Mataron a un amigo mío. Entonces yo lo vacié sin decir nada. Y como estaba esposado, ahí quedó. ¿Y sabe qué? No me arrepiento de haber matado a ese ‘man’, ni siento remordimiento de nada». Sentado en el patio de una cárcel de máxima seguridad, David pronuncia estas frases tranquilo. Él es uno de 187 condenados por secuestro extorsivo detenidos en cárceles de Bogotá que accedió a hablar con un grupo de académicos y con la Fundación País Libre. Esta organización inició hace dos años una investigación para conocer de cerca a quienes cometen este delito atroz. Basaron su estudio en historias de vida de 20 secuestradores que permitieron no sólo conocer exactamente cómo se planean y llevan a cabo los secuestros, sino también escarbar en las mentes y corazones de estos delincuentes. La lectura de los relatos es escalofriante y revela una profunda crisis ética.
¿Quién es el secuestrador?
Los secuestradores que están en las cárceles suelen ser apenas el eslabón más débil de la cadena del secuestro. Los que cuidan, los que manejan el carro, y muy pocas veces los que planean y obtienen el grueso de las ‘ganancias’ del cruel negocio. Usualmente un secuestro es un delito en el que participan muchas personas (ocho en promedio) con perfiles similares y que requiere una planeación larga y costosa. Por eso utilizan el mecanismo de los cupos. Cada quien entra con un cupo de dinero que ganará, según la tarea que le corresponda hacer. Mientras más dure el secuestro, más gente necesitará la banda, más riesgos correrán y, por lo tanto, más dinero cobrarán a la víctima. Según el Centro de Investigaciones Criminológicas del Gaula de la Policía, quienes participan en secuestros son personas entre los 21 y los 30 años, y por cada ocho hombres, en promedio participa una mujer.
La investigación de País Libre muestra que cuando quienes secuestran son delincuentes comunes o guerrilleros, suelen provenir de estratos sociales bajos, ser hijos de madres agresivas y padres ausentes, tener apenas educación primaria y haber realizado trabajos duros en el campo. En cambio, los miembros de las AUC que han cometido secuestros suelen provenir de hogares donde la madre es pasiva; el padre, dominante y las normas en sus hogares, estrictas. Ellos justifican el secuestro para mantener el ‘orden’, o por retaliación, y en muchos casos para cobrar cuentas pendientes en negocios de narcotráfico y mafia. Generalmente tienen secundaria y un nivel de ingresos más alto. Como dato curioso, un grupo importante de estos secuestradores han sido agentes de seguridad y algunos de ellos, miembros de organismos contra el secuestro que suelen justificar este delito en aras de su ‘hacer justicia’. Es el caso de Lucho, uno de los entrevistados, quien era un destacado agente que participó en un allanamiento para dar con un secuestrado. Al no encontrar a la víctima, el grupo de policías capturó a dos secuestradores, de los que nunca se volvió a saber nada. «No sé qué hizo mi capitán con ellos», dice el preso.
En todo caso, como suele suceder con la mayoría de los jóvenes que se unen a grupos armados ilegales, por lo general quienes hoy purgan condenas por secuestro tuvieron una temprana relación con las armas, sienten que estas les dan poder. Y participaron en el secuestro con plena conciencia. En muy pocos casos hubo presión o apresuramiento. Este es un delito que requiere una planeación muy racional. ¿Son entonces sicópatas?
Los secuestradores no son sicópatas pero no tienen normas ni valores básicos. Generalmente han vivido experiencias de violencia. No desarrollan ningún sentimiento de humanidad hacia sus víctimas
Problema de valores
El estudio de País Libre -que coincide con las investigaciones policiales- demuestra que los secuestradores suelen estar sanos de la cabeza pero enfermos en el corazón. Tienen graves problemas afectivos, baja autoestima y vienen de situaciones de sometimiento no superadas. Por lo general, padres agresivos que los hicieron trabajar desde niños, y situaciones de violencia muy temprana. Por eso se sienten víctimas, culpan a la sociedad. «Mi papá fue un señor atroz, temible; yo me fui de la casa por él y me fui temiéndole», dice uno de los presos entrevistados. Según la sicóloga Olga Lucía Gómez, «esos son los modelos que luego repiten en la vida adulta. Ellos buscan un sentido y justificación a su minusvalía personal en la ideología o en la pertenencia a un grupo criminal». Sin embargo, esta violencia vivida en la niñez no explica ni justifica su conducta criminal. Pero sí prende las alarmas sobre los nexos entre las diferentes violencias que vive el país. «Lo que demuestran estas personas es que no hay normas ni valores básicos sobre lo bueno y lo malo», dice Gómez.
La víctima representa todo lo adverso de sus vidas. Establecen una relación de poder con ellas, se sienten con autoridad, y en muchas ocasiones humillan al secuestrado para que éste sucumba ante él. Son incapaces de tener alguna relación de afecto con la víctima. Para ellos el secuestro es un negocio, un oficio más, y la víctima apenas es una mercancía. Por lo general, los secuestradores son egocéntricos y narcisistas.
Pero si bien todos tienen rasgos comunes, hay diferencias notorias de acuerdo con las motivaciones que tiene cada uno para secuestrar. La delincuencia común suele entrar al secuestro por ambición y codicia. Las armas y la pertenencia a un grupo les permite sentirse que son alguien. Para los paramilitares y guerrilleros, las armas son medios, bien para los objetivos políticos o para adquirir poder personal. Su mentalidad es pragmática: «Nosotros cogemos a los que oscilen en 5.000 millones de pesos. ¿Qué hace ahí tanta plata y nosotros sin con qué tomarnos un tinto?», dice un miembro de las Farc. Y un paramilitar relata así cómo es el secuestro para su organización: «El secuestro de los paramilitares es el más digno que se le pueda dar a una persona. A la persona que secuestramos se le dieron todas las garantías, se le dio confianza, ánimo. No fue torturado ni física ni sicológicamente. Siempre se le dio apoyo y en medio de su encierro tenía libertades». Un testimonio como este demuestra lo trastocados que están los valores democráticos y humanos entre quienes comenten estos crímenes.
Los secuestradores tienen una difusa formación moral. Creen que el fin justifica los medios y esta visión muchas veces ha sido aprendida en la familia. Davidson, por ejemplo, relata: «Cuando empecé a hacer mis cosas, mi mamá fue la primera que supo que me gustaba el vicio, matar, robar. Al principio le dio muy duro, pero después cuando iba a salir me echaba la bendición y me encomendaba a Dios».
En lo que todos coinciden es en que la experiencia en la cárcel no les ha servido de mucho. La consideran una escuela del crimen. Y paradójicamente se sienten secuestrados. En la cárcel han aprendido a valorar la libertad. Todos consideran exagerada la pena, y se arrepienten sólo por su propio sufrimiento, mas no por el ajeno. «El secuestro es un delito atroz, pero no tanto como dicen la clase política y los medios», opina un guerrillero que ya ha cumplido nueve años de su condena. «Yo aquí me siento secuestrado», afirman varios de ellos.
Este estudio demuestra una vez más que las diferentes violencias se cruzan. Que la violencia intrafamiliar, por ejemplo, puede repercutir mucho más de lo que se cree en la violencia considerada política, y en la criminalidad en general. Y que aunque el secuestro sigue bajando (cayó 60 por ciento en el último mes), sólo en febrero ocurrieron 29 secuestros extorsivos, una cifra que todavía bate el triste récord mundial, y que revela la gran descomposición social de la sociedad colombiana.

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