Hannah Hennessy
BBC, Nunoa, Perú
En las alturas de los Andes el aire está enrarecido, el clima es riguroso y la tierra es estéril.
Algunas alpacas se venden por decenas de miles de dólares en el extranjero.
Ganarse la vida en esta parte de Perú es, en el mejor de los casos, difícil.
Para innumerables comunidades, el único medio de supervivencia es la cría de alpacas, gracias a su valiosa lana.
Pero esa supervivencia se ve amenazada por el tráfico de miles de los mejores animales, cada año, a través de la frontera con Bolivia o Chile.
Desde allí se envían a países tan distantes como Australia o Estados Unidos, donde se venden por su lana o como mascotas, por miles de dólares.
Para muchos campesinos pobres, la opción es simple: vender una alpaca con lana de alta calidad en Perú por cerca de US$200, si están de suerte, o tratar de venderla por el doble al otro lado de la frontera.
Pool genético
Tantas alpacas de calidad están cruzando la frontera que el pool genético se está debilitando y la lana producida en Perú es cada vez menos valiosa.
Por eso, las autoridades y los expertos en alpacas dicen que los mejores animales se tienen que quedar en Perú.
Su temor es que, si no se hace nada para evitarlo, la mayor industria de alpaca del mundo podría colapsar.
Y ahora han encontrado una respuesta moderna para un mundo donde el tiempo parece haberse detenido.
Microchips
Muchos de los campesinos, con sus tradicionales vestidos bordados de colores brillantes, viven en casas de barro, con techos de paja.
Las alpacas pertenecen a la misma familia que los camellos.
Sus hijos llevan sandalias hechas de neumáticos y se acurrucan en los portales, para protegerse del aire cortante y del sol.
Los caminos son muy poco transitables, incluso en la estación seca.
A este entorno las autoridades peruanas han traído lo último de la tecnología: microchips que insertan en las orejas de las mejores alpacas, para mantenerlas bajo control.
Contrabando
«El problema principal es el contrabando, que afecta directamente a los productores», explicó Fabiola Muñoz, secretaria general del Ministerio de Agricultura.
«Por eso necesitamos poner microchips en los animales, para vigilar su paso por la frontera y no permitir que salgan de Perú los que tengamos inscritos», añadió.
Hasta ahora los campesinos han llevado sus animales a zonas comerciales especiales en la frontera, en las que no se controlaba el comercio de alpacas.
Necesitamos poner microchips en los animales para vigilar su paso por la frontera y no permitir que salgan de Perú
Fabiola Muñoz, secretaria general del Ministerio de Agricultura
Allí se colocarán escáneres para leer los microchips.
Sin embargo, las autoridades saben que eso no ofrecerá una solución inmediata al problema.
Las fronteras son grandes y el precio de los escáneres y los microchips es elevado.
Por eso, el Ministerio de Agricultura está tratando de convencer a los campesinos de los beneficios a largo plazo de quedarse con sus animales de calidad superior.
Pobreza
Esto es de especial importancia en la región de Puno, en el sur de Perú, donde hay cerca de 1,6 millones de alpacas, más que en cualquier otra parte del país.
Los campesinos que viven aquí, a 4.270 metros sobre el nivel del mar, están entre los más pobres del país.
Hablan quechua, no el español oficial, y crían alpacas desde la época de los incas, quienes le dieron su idioma.
José Luis Apaza es el jefe de producción de Rural Alianza, la principal empresa para la cría de alpacas en Perú.
«A alturas como éstas, casi nada más prospera. Uno no puede criar ovejas o vacas. Nos dedicamos a las alpacas desde el tiempo de los incas. Es el único animal que nos puede dar una entrada de dinero».
Antiguas costumbres
Empresas como Alianza Rural pueden sentirse optimistas respecto al futuro porque por ahora tienen suficiente capital.
Pero para los campesinos individuales que viven precariamente, la realidad es muy diferente.
Para campesinos como Juan Francisco la situación es muy diferente.
Juan Francisco llama en quechua a sus cerca de 60 animales y los apremia para que atraviesen la maleza, bajo un sol abrasador.
Probablemente tiene unos 50 años, pero parece que tiene 70. En su rostro se ven las arrugas dibujadas por un clima riguroso y por el trabajo que pasa para ganar cerca de US$80 al mes para mantener a su familia.
No habla español y no parece interesado en mis preguntas sobre animales mejorados por vía genética.
Es difícil entender cómo el gobierno en la distante Lima podrá convencer a gente como él de los beneficios de los microchips.
Él pertenece a un mundo de antiguas costumbres, donde se ve con suspicacia a la tecnología moderna.