Desafíos a la seguridad para la Unión Europea

Una vez Jacques Delors definió la UE como un “objeto político no identificable”. En cuanto a mí, considero que algunas de sus características más inaccesibles quizás tengan mucho en común con esos modismos tan particulares de la cultura europea como la ironía, la paradoja y, a veces, incluso la tragicomedia. La construcción de Europa parece seguir adelante a saltos y contradicciones: y ahora estamos viviendo en un período sumamente contradictorio y catalítico, en el que tras la gran tragedia sucedida aquí en España podemos estar ante una oportunidad única para construir una nueva plataforma constitucional de cara a la próxima etapa de progreso de la Unión.
Otro producto especial de la cultura política europea es el europesimismo (¿acaso se oye hablar del americanopesimismo o incluso del afropesimismo?). Nuestro agudo sentido de la ironía se podría expresar, en una versión autocrítica de la historia de la seguridad en Europa, de la siguiente forma. El acuerdo fundacional de Monnet y Schuman puso fin a la guerra entre los estados de la Europa occidental, pero durante la Guerra Fría la CE/UE se escondió bajo el escudo defensivo EEUU/OTAN; en los años 1990, los EEUU y la OTAN tuvieron que intervenir para rescatar a la UE de su fracaso en los Balcanes; y ahora la UE ha vuelto a fracasar a la hora de hacer frente a otra serie de nuevos desafíos de seguridad (transnacionales, asimétricos) interviniendo muy poco y muy tarde, colectivamente, contra el terrorismo. Quizás sería bastante lógico que la gente de fuera de Europa interpretara la historia de esta forma, pero personalmente creo que sería asumir la autocrítica también si aceptáramos su historia sin sentido crítico. La historia también se podría contar de esta forma: los miembros fundadores de las Comunidades Europeas no sólo acabaron con la guerra entre ellos sino que construyeron una nueva comunidad única entre ellos, interdependiente, interpenetrante y parcialmente supranacional, que se ha convertido en la máquina más sofisticada de que dispone el mundo para crear prosperidad y paz. Durante la Guerra Fría, los europeos hicieron mucho y tomaron riesgos reales para su propia defensa, pero casualmente lo hicieron a través de la OTAN y no de la UE: entretanto, esta última construía el poder económico que contribuiría a pagar la defensa y el modelo de civilización que sedujo a los europeos del Este para unirse a nosotros. Quizás la OTAN ganó la guerra de los Balcanes, pero es la UE la que ha tomado el relevo, no sólo ocupándose de las misiones de mantenimiento de la paz sino también de la tarea de hacer que la paz perdure orientando a los estados de la región hacia la plena integración. Si bien la OTAN y la UE se están ampliando paralelamente para volver a unir nuestro continente, es la expansión de la UE la que presenta de lejos el proceso de cambio más profundo, más disciplinado y más irreversible.
En cuanto a la agenda de las “nuevas amenazas”, puedo admitir que la comunidad sin fronteras e integrada de la UE ha creado un sistema especialmente expuesto a la explotación y al ataque de los terroristas de nuevo cuño y otras amenazas transnacionales. No hemos prestado suficiente atención a las vulnerabilidades especiales que conlleva la integración o no hemos hecho lo suficiente para proteger a los europeos (y al resto del mundo) de las consecuencias. Sin embargo, ahora que hemos despertado a la realidad con estos sucesos tan trágicos y dramáticos, creo que podemos decir que los peligros derivados de la globalización y del abuso de los procesos transnacionales se pueden analizar y tratar mejor con soluciones igualmente globalizadas, transnacionales, integradas y universales conforme a derecho. Intentar acabar con el terrorismo y la proliferación en el sentido contrario, es decir, a través de métodos premodernos de fuerza militar y coerción política, no parece haber dado muy buenos resultados últimamente.
Existe otra forma más sencilla quizás de explicar esto. Los actores más poderosos del mundo ejercen poder también en el ámbito intelectual, determinando la “agenda” de seguridad y el lenguaje con el cual se va a discutir. Naturalmente para ellos la fuerza se mide en términos de lo que poseen en mayor cantidad, como son las fuerzas militares, y los desafíos más importantes son aquellos que esperan resolver con esas mismas armas. Los actores menos predominantes, con diferentes tipos de poder, necesitan mucha autoconciencia y confianza en sí mismos para aguantar esta presión semántica y defenderse frente a las críticas directas y las burlas sobre su actuación (del tipo de las que nos ofrece ahora, en relación con la “ineficacia” europea, Robert Kagan). Europa tiene una doble desventaja, por la novedad del fenómeno que representa y porque carece de una identidad completamente realizada, unida y articulada. Con todo, estoy convencida de que sin la contribución europea a la seguridad no sólo los europeos sino todo el mundo sería más pobre. Al igual que El burgués gentilhombre de Molière, que no se había dado cuenta de que había hablado en prosa toda su vida, la UE tiene que ser más consciente y explícita sobre lo que hace y al mismo tiempo ser más efectiva.
Sin duda no ha habido ningún momento mejor en la historia para realizar este esfuerzo que ahora. Europa está aumentando su territorio de manera espectacular con la ampliación. Está aumentando su cobertura de seguridad rápidamente en términos genéricos, con la convergencia de dos procesos: el desplazamiento de la UE hacia un territorio de operaciones de seguridad tradicional, por un lado -especialmente a través de la ESDP- y el enfoque moderno y el equilibrio objetivo en el cambio de dirección de la seguridad, por otro lado, en áreas no militares y no tradicionales, que entran de lleno en las competencias de la UE. Por último, aunque no por ello menos importante, la Unión está pasando por una importantísima transformación constitucional en la que los instrumentos y los métodos, no sólo la sustancia, de sus políticas de seguridad pueden y deben ser profundamente revisados. Se han visto muestras de una voluntad política real para introducir cambios, incluso algunos dolorosos, por el bien de una mayor unidad y eficacia y un liderazgo político más contundente en la acción externa de la Unión. Por el momento sólo podemos esperar que esta intención se pueda mantener y materializar durante el largo y difícil proceso de implementación.
En lo que queda de mi corta exposición de hoy, hablaré más detalladamente de estos tres puntos e intentaré acercarme a la naturaleza real y al equilibrio de los cambios para la Unión en los ámbitos de la seguridad tradicional, las nuevas dimensiones de la seguridad y lo que podríamos denominar la administración de la seguridad propia de la Unión.
Quizás parezca extraño conceder el primer lugar a la seguridad tradicional cuando toda Europa continental se encuentra en un proceso de reagrupación dentro de la UE y la OTAN, convirtiendo nuestra participación en el mundo en algo definitivamente unipolar; y Rusia está encontrando la fórmula para convivir con el proceso al menos sin una violencia explícita. Pero, primero de todo, todavía existen desafíos en este campo para Europa, y sería peligroso no prestarles atención o minimizarlos en nuestro entusiasmo por las nuevas agendas: y, en segundo lugar, si Europa quiere proteger sus intereses y proyectar sus valores en todo el mundo, se enfrentará a un panorama en el que la violencia todavía es muy común y ni siquiera los “buenos chicos” pueden evitar siempre el uso de la fuerza.
Soy de los que considera que la ampliación es un gran éxito para la seguridad europea, ofreciéndonos no sólo una zona de 25 países de paz garantizada sino también la oportunidad de utilizar medidas de seguridad interna armonizadas a lo largo y ancho de todo este vasto territorio para combatir la multiplicación de nuevas amenazas. Esto es la prueba más evidente de que, no sólo en los 50 sino también ahora, la integración es la mejor herramienta que haya descubierto nunca el mundo para prevenir los conflictos. Sin embargo, la ampliación también aumentará nuestras obligaciones y responsabilidades de seguridad y acercará las fronteras de Europa a algunas zonas todavía muy inestables:
– deja una serie de retos persistentes de seguridad interna todavía por resolver en el territorio del “viejo Occidente”, como Irlanda del Norte y el extremismo vasco;
– pone fuera de toda duda que algún día tendremos que solucionar los problemas de inestabilidad en los Balcanes también mediante la plena integración europea, pero deja a Europa al cuidado del que sigue siendo un hijo inquieto y violento en la región (como demuestran los últimos incidentes en Kosovo);
– ha devuelto al punto de mira algunos de los dilemas de la nueva relación de Europa con Rusia, en la que parece que ambas partes carecen de una estrategia clara y convincente (Europa no es clara sobre si quiere una Rusia fuerte o débil y hasta qué punto está dispuesta a “integrar” el territorio postsoviético; Rusia todavía no está segura de si su destino reside en Europa y no entiende lo que le supondría realmente la integración en términos de cambio de comportamiento interno y externo, y sin duda actualmente no está preparada para pagar el precio);
– la ampliación no puede pasar por alto los problemas sin resolver en la región del Cáucaso y Asia central, Oriente Medio y el norte de África: pero Europa apenas ha empezado a reflexionar sobre las políticas que resultarían más útiles para los objetivos a veces contradictorios de estabilidad y reforma democrática en estas regiones, o a enfrentarse al tipo de recursos que hay que invertir para tener alguna influencia real en los resultados.
También cabe mencionar los dilemas de seguridad sobre la continuación del proceso de ampliación en sí mismo, incluido el reto más inmediato de Chipre y la cuestión no tan lejana de cuánto nos costaría en términos de seguridad ampliar nuestra protección europea hasta las fronteras de la Turquía asiática o dejar a Turquía fuera. Otra dimensión de la seguridad tradicional que quisiera plantear es el problema de la carga todavía importante de los armamentos (e instalaciones militares, etc.) que permanecen en territorio europeo desde la Guerra Fría. Estos stocks son caros de mantener, perjudiciales para el medio ambiente local y la salud, peligrosos si caen en manos de criminales o terroristas, y a menudo muy dañinos si se venden al exterior sin el debido control y responsabilidad, por ejemplo a regiones en crisis. El problema es sin duda más grave en los territorios de Rusia y la antigua Unión Soviética, pero existe gran cantidad de armas, minas, municiones e incluso algunos materiales químicos también dentro de los antiguos y nuevos estados miembros de la OTAN. El G8 ha adoptado un programa de “Colaboración Global” para trabajar conjuntamente en la eliminación de las armas de destrucción masiva en Rusia, pero no existe un plan equivalente para otros materiales y muy pocos recursos disponibles en un momento en el que la mayoría de europeos sacan todo el dinero que pueden para hacerse con nuevas y mejores capacidades de defensa. En mi opinión, las políticas de control y eliminación de armas tradicionales no están ni mucho menos anticuadas en Europa frente a estos desafíos constantes—y otros, como el hecho de que nunca hemos alcanzado una solución para el control armamentístico ni siquiera una mínima transparencia en el problema de las armas nucleares de corto alcance en territorio europeo. Personalmente me preocupa mucho que la última disputa entre Rusia y la OTAN sobre el Tratado CFE -una medida de control sobre las fuerzas armadas convencionales que apuntala el conjunto de las disposiciones militares posteriores a la Guerra Fría en Europa- se esté desarrollando por ambas partes con un espíritu que pone en peligro la supervivencia de uno de nuestros pocos acuerdos multilaterales de control armamentístico todavía hoy existentes.
Sin embargo, ahora tengo que pasar a una segunda categoría de desafíos de seguridad: las ahora tan conocidas “nuevas amenazas” del terrorismo, la propagación de las armas de destrucción masiva y los fenómenos de crimen internacional, estados “malignos” y estados “débiles” que están estrechamente ligados a estas amenazas y contribuyen a que permanezcan vivas. No hay duda de que en la actualidad Europa se encuentra terriblemente expuesta al tipo de terrorismo más tradicional relacionado con conflictos específicos y la nueva casta de “superterrorismo” vinculado a Al-Qaeda que opera a nivel transnacional y elige sus paraísos seguros, sus herramientas y sus objetivos en función de una estrategia realmente global. La amenaza de las armas de destrucción masiva puede parecer más lejana, salvo por el posible uso criminal o terrorista de armas individuales, pero de hecho Europa se encuentra dentro del alcance de muchos más mísiles en manos de estados poco fiables y capaces de lanzar armas de destrucción masiva que nuestros aliados americanos. De hecho, el uso de dichas armas en cualquier lugar del mundo -pongamos, en Oriente Medio o en un conflicto entre India y Pakistán- tendría unas repercusiones políticas a gran escala tan graves, socavando el orden estratégico y legal del mundo, que poco importa si conseguimos permanecer fuera de la zona física de alcance o no.
Pueden pensar que lo que estoy diciendo sobre esta serie de amenazas, tanto en España como en Europa en general, es una perogrullada. Las evoluciones de la política norteamericana en los últimos años, sus repercusiones sobre las agendas de las instituciones occidentales y nuestra propia y cruel experiencia nos han conducido a una situación en la que tanto las naciones individuales como la Unión Europea están dando máxima prioridad al establecimiento de nuevas defensas coordinadas, destinando nuevos recursos y desarrollando nuevas estrategias concretas para luchar frente a estos retos compartidos. Y si en general Europa ha sido más lenta que los EEUU a la hora de prepararse, esto no significa que nuestras políticas sean peores. Mientras que los americanos a menudo parece que “externalizan” el problema, esperando que el terrorismo desaparezca saliendo y luchando contra él en lugares lejanos, el primer borrador de la Estrategia de Seguridad Europea de Javier Solana admite que también tenemos que enfrentarnos al enemigo desde dentro. Tenemos que trabajar para que nuestros propios sistemas políticos y sociales no alimenten el terrorismo (o toleren el extremismo violento de ningún tipo), para que nuestros mercados con fronteras abiertas no estén abiertos también a criminales y terroristas, para controlar suficientemente nuestras industrias armamentísticas y fabricantes de productos de doble uso y nuestra tecnología para garantizar que nunca más se filtren productos y tecnologías de destrucción masiva a otras regiones. Mientras que los EEUU han confiado plenamente, y quien sabe si equivocadamente, en la capacidad de la fuerza militar para acabar con las redes terroristas y sus patrocinadores, las estrategias europeas se decantan por una mezcla de medidas militares, de seguridad interna, políticas, económicas, sociales y psicológicas para hacer frente a las manifestaciones actuales del terrorismo y a sus futuras semillas. Mientras que los EEUU se han mostrado últimamente muy reticentes a trabajar en marcos multilaterales y conforme a las limitaciones legales, los europeos desde los días posteriores al 11/9 han apoyado la creación de nuevas competencias multilaterales, nuevas autoridades centrales y regulaciones vinculantes a escala internacional, en el marco de la UE pero también en otros escenarios subregionales y especializados, que han culminado en la última serie de medidas aprobadas el pasado mes en el Consejo Europeo. Este enfoque adapta esencialmente los principios ya arraigados de la UE de armonización y responsabilidad colectiva para hacer frente a las nuevas amenazas, y su filosofía queda perfectamente definida en la nueva Cláusula de Solidaridad de la UE, incluida inicialmente en el proyecto de la nueva constitución de la UE, pero adelantada y adoptada por separado el mes pasado.
En mi opinión, ésta es definitivamente la forma correcta de actuar:
– Primero, porque las leyes aplicables a nivel transnacional son la mejor manera de hacer frente a las amenazas de naturaleza igualmente transnacional, y para evitar que los terroristas y los contrabandistas de armas de destrucción masiva encuentren refugio en alguna parte.
– Segundo, porque la idea de solidaridad y leyes aplicables a escala universal nos ayuda a superar las diferencias objetivas en cuanto a conocimiento y experiencia del terrorismo entre las distintas partes de Europa y reduce el riesgo de que las regiones menos “conscientes”, como Escandinavia, se conviertan en puntos débiles en la cadena.
– Tercero, porque el compromiso de solidaridad se puede considerar el equivalente moderno (o como mínimo un complemento) de las promesas de defensa colectiva hechas por la OTAN hace cincuenta años: compromete a los europeos a permanecer unidos frente a las amenazas que ahora ponen en peligro el control de su territorio y la supervivencia de sus ciudadanos, del mismo modo que se hacía ante un hipotético ataque armado de los comunistas en el pasado.
Por último, e igualmente importante, creo que las políticas europeas han captado la gran importancia de la coherencia moral y la legitimidad a la hora de enfrentarse a las amenazas globalizadas, algo que no ha conseguido la actual Administración estadounidense y por lo que ha sido muy criticada. No sólo intentamos eliminar las armas de los demás (o evitar que las compren), sino que estamos dispuestos a aceptar controles más estrictos sobre nuestra propia exportación y nuestra capacidad de fabricar armas de destrucción masiva. Aceptamos las nuevas medidas de control armamentístico que también nos imponen unas obligaciones a nosotros. No reclamamos el derecho a actuar al margen de la ley, sin mandato internacional, contra los infractores de otras partes del mundo al tiempo que insistimos en que el imperio de la ley es una de las cosas que más nos preocupa para protegernos frente a los terroristas en casa. No reivindicamos que estamos luchando por la democracia cuando actuamos contra los estados malignos o intentamos limpiar a los más débiles, al tiempo que adoptamos medidas internas que menoscaban importantes libertades civiles y humanas en nombre del antiterrorismo, o apoyamos a gobernantes antidemocráticos en el extranjero sólo porque nos prometen que serán duros con los terroristas. Considero que es esencial mantener esta coherencia y sofisticación en las políticas europeas frente a las nuevas amenazas, y no sólo porque nos sitúan en una mejor posición moral. Todo apunta a que serán más eficaces que las medidas basadas en la contradicción y el doble rasero a la hora de solucionar los problemas, especialmente a medio y largo plazo.
Sin embargo, existe una última serie de desafíos de seguridad para la cual Europa no ha avanzado tanto en el desarrollo de estrategias comunes o las ha adoptado sólo a trozos. Me refiero a los problemas a menudo agrupados imprecisamente bajo el nombre de seguridad “humana” o “funcional”: enfermedades humanas y animales, accidentes y desastres naturales (incluidos los ahora más frecuentes como resultado del cambio climático), otros efectos de la degradación y la contaminación ambiental, el colapso de infraestructuras básicas como el suministro de energía y las redes de transporte y comunicación, el ciberterrorismo, la interrupción de diversos suministros estratégicos de otras partes del mundo, la emigración descontrolada o las consecuencias del inminente y grave déficit de población en Europa. Las experiencias recientes con la enfermedad de las vacas locas, el Sida y el SARS y la “gripe del pollo”, los cortes de electricidad y las inundaciones y las cifras significativas de muertos en Europa debido a las olas de calor han confirmado que éstas también son amenazas “asimétricas” transnacionales que afectan duramente a sociedades ricas y abiertas y pueden provocar muerte y sufrimiento (y pérdidas económicas) a gran escala. No se pueden refrenar y “combatir” como las amenazas tradicionales de origen humano, y no resultaría práctico sellar nuestro continente con una especie de línea Maginot para desterrarlas. Sólo se pueden vencer y dominar firmemente mediante una cooperación internacional amplia y abierta basada en compromisos uniformizados, empezando con los vecinos de Europa pero intensificándolos a nivel internacional en el caso de sistemas realmente globales como el control de las enfermedades y el suministro de energía. Otro aspecto importante en la elaboración de las políticas a seguir es que el sector privado, sobre el que cada vez se concentran más miradas como colaborador necesario para hacer frente a la financiación terrorista y las amenazas de proliferación, es a menudo el actor principal y la primera línea de defensa en las áreas funcionales de seguridad como las infraestructuras, la gestión del ciberespacio y el suministro de energía. Me gustaría que hubiera más debate dentro de las comunidades nacionales y a nivel europeo sobre cómo los intereses y vulnerabilidades de Europa en estos campos pueden ajustarse a estrategias más amplias y multifuncionales de cara al futuro, incluido un replanteamiento profundo de las prioridades para la aplicación de recursos, nuevos modelos para la colaboración del sector público-privado y la cuestión de cómo educar y movilizar mejor a las propias poblaciones afectadas.
A estas alturas deberíamos tener claro que los retos más importantes para la seguridad europea no se pueden combatir mediante acciones dentro de los límites del territorio europeo o llevadas a cabo sólo por europeos. Como indicó claramente Solana en su documento de estrategia, “la Unión Europea es, nos guste o no, un actor global; debe estar preparada para compartir la responsabilidad de la seguridad global”; y “con las nuevas amenazas, la primera línea de defensa a menudo estará fuera”. Las amenazas son las que he mencionado hasta ahora, pero también me gustaría señalar hasta qué punto estamos expuestos a las condiciones mundiales en términos de poder y competitividad económica de Europa. La UE produce una cuarta parte del PNB mundial y más de una tercera parte del comercio: dependemos fuertemente de los extranjeros como fuentes de importación y mercados para nuestras exportaciones. Importamos el 40% de la totalidad de productos que consumimos en Europa y hasta el 50% de la energía que utilizamos—una cifra que aumentará hasta el 70% hacia el 2030. Los actuales miembros de la UE totalizaban 327.000 millones de euros en inversiones extranjeras en el año 2000. El euro cada vez se utiliza más como moneda internacional, fuera de nuestras fronteras. Estos aspectos nos obligan a esforzarnos al máximo para mantener un sistema comercial mundial equitativo, abierto y eficaz, en especial a través de la OMC. Nos obligan a intervenir en las crisis monetarias serias allí donde ocurran, como la última en Asia. Pero también tienen consecuencias en el campo de la seguridad más tradicional y nos reservan un papel importante en la estabilidad y la seguridad de nuestros principales países proveedores y clientes. Nos ofrecen motivos nada idealistas para luchar contra la pobreza y la despoblación y para evitar o acabar con las crisis incluso en las regiones más remotas y delicadas para la economía mundial. Nos obligarán a interesarnos enérgicamente por las políticas estadounidenses y a apoyar las acciones estadounidenses que protegen su economía y la nuestra, aunque no tengamos ninguna relación de alianza al otro lado del Atlántico. Finalmente, nos obligan a prestar especial atención al transporte mundial y a las rutas de comunicación: a ser duros ante los secuestros de aviones o la seguridad aérea y a estar dispuestos a enviar nuestros buques antiminas y cañoneros si existe peligro para el paso seguro de las embarcaciones en uno de los muchos estrechos estratégicos del mundo.
Como subrayó Solana, sin embargo, Europa también tiene responsabilidades fuera y éstas empiezan con los vínculos formales e informales heredados de nuestro período colonial. Incluyen desempeñar nuestro papel en la lucha contra los desafíos globales fruto de nuestras propias actividades, como la reducción de la capa de ozono y el cambio climático, los excesos de un comercio de armas sin control, o las manifestaciones de terrorismo, proliferación, crimen y enfermedad que afectan a otras personas más que a nosotros mismos. También tenemos la necesidad y la responsabilidad de defender el orden mundial basado en la ley, el mercado y la información en general. Europa necesita un mundo pacífico para exportar e importar, pero también para protegerse como entidad vasta y rica pero estratégicamente expuesta y continuamente en expansión. En un mundo gobernado por la fuerza, incluso una fuerza ejercida más poderosamente por nuestros amigos, Europa no podría competir efectivamente a corto plazo y quizás no sobreviviría a largo plazo. Pero si estamos de acuerdo con esto, también debemos estar dispuestos a hacer lo más duro: salir y luchar por el orden internacional cuando se vea atacado e invertir nuestros recursos y esfuerzos para que cada vez sean más los países que acepten y apoyen este mismo orden como colaboradores nuestros. En este sentido, la buena disposición de Europa a tomar parte en las misiones de mantenimiento de la paz internacional, a participar en la reconstrucción cuando se produzcan desastres naturales en cualquier parte del mundo y a intentar salvar a los países de la pobreza que alimenta el caos y la desesperación no es un asunto de altruismo magnánimo sino el precio que debemos pagar para seguir viviendo nuestras propias vidas según nuestros deseos.
Me queda ya muy poco tiempo para responder a la pregunta del millón: cómo se supone que Europa y los europeos van a hacer todo esto. Y no estoy buscando pretextos para dedicar tan poco tiempo a hablar de las instituciones: porque las instituciones son para los europeos un instrumento práctico y la expresión de una filosofía de seguridad, la filosofía que dice que las naciones-estados todavía tienen la responsabilidad esencial e insustituible de que no pueden solucionar los problemas presentes actuando solos o desordenadamente. El truco está en garantizar que nuestras instituciones se adapten y evolucionen para estar al servicio de esta agenda, no enredarlo todo de modo que nuestra agenda se vea tergiversada para estar al servicio de ellas. El ritmo del cambio institucional de hecho parece haberse acelerado en el s. XXI, especialmente en Europa, aunque otras regiones del mundo también están tomando medidas muy interesantes para construir sistemas de seguridad locales que quizás deberíamos estudiar más de cerca. La OTAN más o menos ha dejado de ocuparse de defender el territorio europeo y ahora se concentra en convertirse en la mejor fuente de misiones de paz internacionales sólidas y eficientes combinando fuerzas europeas y americanas en el mundo en general. Esto es útil para la agenda americana, pero también para la europea, ya que preferiríamos ver a los EEUU actuando en un marco multilateral institucionalizado más a menudo que fuera de él. Sin embargo, es una ambición bastante limitada, ya que cada vez más parece que la OTAN proporciona los instrumentos materiales para solucionar las crisis y no el foro en el que se puedan superar las dificultades políticas iniciales para alcanzar un acuerdo EEUU-Europa. Además, la OTAN tiene poca experiencia en este grupo de nuevas amenazas del terrorismo/armas de destrucción masiva y su papel en la lucha contra el grupo más amplio de amenazas a la seguridad humana y funcional que he mencionado anteriormente será mínimo o nulo. Creo que hemos llegado a un punto en la historia en el que debemos admitir que la UE, considerada ya como un socio y un competidor de los EEUU en el campo económico, se está convirtiendo rápidamente en el principal instrumento político de los europeos para coordinar respuestas a una amplia gama de amenazas “nuevas” y todavía más nuevas, y por lo tanto será un interlocutor más importante para los EEUU en el campo de la seguridad también. Allí donde los desafíos son realmente globales, e incluso aunque se llegara a un acuerdo EEUU-Europa sólo sería un primer paso para negociar soluciones, creo que la ONU (y sus agencias) se volverá a erigir como una institución indispensable, y que evidentemente un reconocimiento de la importancia creciente de las amenazas transnacionales y no militares debería consolidar su autoridad.
La Unión Europea, como apunté al principio, se encuentra ahora inmersa en una especie de fuite en avant, una huida hacia adelante para estar a la altura de las nuevas responsabilidades de seguridad que se le han encomendado. Tiene que escarbar en su propio territorio para buscar defensas frente a las nuevas amenazas que infectan a sus sociedades y tiene que afrontar con mucha más seriedad la tarea de construir un frente común y llevar a cabo una acción común fuera de nuestras fronteras. La adaptación del método de seguridad integrador y único de Europa a los nuevos desafíos requiere:
– Coordinación en los 3 antiguos pilares de la Unión, en los diferentes órganos y a través de sus fronteras entre las acciones colectivas y las competencias propias de los estados miembros.
– Disciplina especialmente por parte de los gobiernos para mantenerse dentro de los límites de las posiciones acordadas y evitar descolgarse de las normas pactadas aunque suponga un esfuerzo.
– Más recursos en cierta medida en el corazón europeo, para utilizarlos de forma más coordinada y por orden de prioridad dentro de los estados nacionales y sectores funcionales.
– Más especialización y diferenciación de papeles en el campo de las operaciones militares europeas, pero no sólo en este campo.
– Y un mayor liderazgo, más político, más coherente para la Unión como una entidad política y de seguridad única hacia la que está evolucionando rápidamente.
He elegido estos puntos porque ilustran muy bien lo difícil y doloroso que será aceptarlos, no sólo para los gobiernos y poblaciones nacionales sino también para las autoridades de la UE que están acostumbradas a métodos distintos, e incluso quizás para los académicos. Una Europa de 25 estados o más con una moneda común y competencias en todo el ámbito de la seguridad ya no se puede gobernar y dirigir como la comunidad económica de 6 y de 9. La nostalgia es algo natural pero no es un buen referente: en el fondo, es sólo otra variante del europesimismo del que he hablado al principio de mi exposición. En lugar del cinismo autocrítico de una madurez prematura, lo que ahora necesita Europa sobre todo es un sentido positivo de la vejez -un orgullo por lo mucho que hemos conseguido y todo lo que hemos superado- acompañado de un poco de la eterna infancia que nos hace percibir la aventura en el reto y el reto en los cambios arriesgados.

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