Negociaciones de desarme requieren de paridad entre las partes

LA NEGOCIACION NUCLEAR
Los primeros pasos
Georges F. Kennan dijo en 1980 que «la bomba atómica es el arma más inútil que se haya inventado jamás». Antes y después de él, esta misma idea ha sido expresada de otras muchas formas, y hoy en día constituye un tópico muy manido.
Es cierto que la bomba no ha vuelto a ser empleada desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki; pero no podría decirse otro tanto respecto de su utilización como medio de presión y de poder político en el mundo.
Desde este punto de vista habría, quizás, que invertir el sentido de la frase de Kennan, afirmando que ninguna otra arma ha influido tanto, y de modo tan decisivo, sobre la marcha de la Humanidad como lo ha hecho la bomba atómica.
El general francés Lucien Poirier hace notar, a este respecto, que no hay en el mundo actual ninguna cuestión política, económica o social de verdadera importancia que no se halle afectada por la presencia invisible de la bomba atómica. Viene a ser ésta —según Poirier— algo así como un «tercer sujeto» —el «convidado de piedra», diríamos nosotros— constantemente presente en la mesa de las superpotencias y con el cual tienen éstas que contar —quiéranlo o no— para ajustar sus respectivas posiciones.
La bomba atómica fue utilizada en 1945 como un arma militar propiamente dicha, aunque la finalidad de la operación realizada por medio de ella fuese fundamentalmente intimidatoria. Su verdadera trascendencia histórica no aparecerá hasta varios años después de terminada la guerra.
Es obvio que los americanos no podían calcular las consecuencias de todo tipo que el lanzamiento de Hiroshima había de tener en el futuro. Como es sabido, su primera finalidad fue la de obligar a los japoneses a rendirse, con la mayor economía posible de medios y vidas humanas. Este objetivo se logró; pero la historia de la bomba evolucionó después en direcciones absolutamente imprevisibles para sus inventores.
Parece ser que en el curso de la conferencia de Postdam, en julio de 1945, Truman recibió un informe detallado sobre el éxito de la explosión experimental de Alamogordo. Según este informe, todo estaba preparado para que la bomba fuera lanzada tan pronto lo ordenase el mando.
En estas condiciones, el presidente americano juzgó conveniente hacer a Stalin alguna comunicación al respecto. Lo hizo de un modo impreciso y despreocupado, sin aludir siquiera al carácter atómico del nuevo invento bélico. Se limitó a decir al jefe ruso que los Estados Unidos habían desarrollado «una nueva arma de una fuerza destructiva inusual» y que estaban dispuestos a utilizarla inmediatamente.
Stalin —que se hallaba mejor informado sobre las investigaciones atómicas de los americanos de lo que el propio Truman podía suponer en aquel momento— reaccionó también «con la mayor naturalidad» y manifestó «su deseo de que el nuevo artefacto fuera empleado lo más pronto posible contra los japoneses».
Tras esta especie de acuerdo de principio, quedó abierto el camino para la operación Hiroshima. Ninguno de los dos interlocutores podía, sin embargo, sospechar las tremendas consecuencias que este hecho tendría para el futuro de la Historia.
Una vez terminada la guerra con la victoria aliada, los americanos tuvieron que volver a plantearse la cuestión: ¿qué hacer con la bomba?
Pensaron que tenían entre sus manos el «arma absoluta», soñada por los estrategas de todos los tiempos, y que esto les permitiría construir una especie de «pax americana». El mundo entero podría ser conformado a su propia imagen y semejanza.
Para llevar a cabo esta obra ingente, los americanos se impusieron dos reglas de conducta. La primera de ellas era que en un mundo democrático, como el que iba a nacer después de la guerra, la posesión de la energía atómica por los americanos no debía aparecer como un poder tiránico de los EE.UU. sobre todas las demás naciones del planeta. Toda utilización ulterior de la energía atómica, tanto pacífica como guerrera, tendría que ser controlada por el conjunto de los Estados, de acuerdo con el sistema que se estableciese en el nuevo orden de cosas.
Pero —segunda regla— a pesar de esta democratización, más aparente que real, de la bomba, los EE.UU. no debían perder en ningún momento el dominio efectivo de la misma. Podrían permitir a las demás naciones que intervinieran en el juego, con tal de que éste no llegase a ser peligroso para Norteamérica; pero ésta debía permanecer alerta ante cualquier intento de captación de la bomba por otros Estados.
Los políticos americanos creían —y siguen creyendo— que los intereses de la Humanidad coinciden con los de los EE.UU., y que sólo éstos pueden sacarla adelante.
Pensaron, pues, que había que establecer un sistema de control internacional de la energía atómica, pero con la condición de que este sistema pudiera ser, a su vez, perfectamente controlado por Norteamérica.
Fruto de esta filosofía fue la propuesta del Plan Baruch, primer intento de organización pacífica de la utilización de la energía nuclear en el mundo.
El citado plan, propuesto por los Estados Unidos en junio de 1946 ante la Comisión Mundial de Energía Atómica —recién constituida en la ONU— proponía la creación de un «Organismo internacional» con plena competencia para intervenir en todas las actividades nucleares peligrosas para la seguridad mundial.
Según las previsiones del plan, una vez que el nuevo organismo empezara a funcionar, la bomba sería prohibida. Los Estados Unidos procederían a destruir los arsenales de armas atómicas, así como los planos y medios de fabricación de éstas. Se establecería un severo control internacional, de modo que queda totalmente garantizado el desarme nuclear mundial.
Ahora bien, los soviéticos tenían sobrados motivos para considerarse perjudicados por estas medidas. En efecto, en caso de aceptarlas, no podrían continuar sus propias experiencias dirigidas a la producción de su propia bomba atómica. Se vendría abajo el proyecto de Stalin de constituir una industria nuclear rusa y de dar alcance a los armeros americanos en la fabricación de la bomba atómica. Aceptar el plan equivalía, para los soviéticos, a congelar una situación de inferioridad, que en modo alguno podía convenirles.
Tan pronto se empezó a discutir en Ginebra el plan en cuestión, la representación rusa —dirigida por Andrei Gromiko— presentó, pues, una contrapropuesta que alteraba por completo los términos de la negociación.
En primer lugar, la contrapropuesta exigía que la prohibición y destrucción de las bombas atómicas fuese llevada a cabo de modo inmediato, es decir, sin aguardar a la puesta en marcha del organismo de control previsto por el plan. Los americanos debían comprometerse a destruir sus bombas en el plazo de tres meses y dar al mundo pruebas evidentes de la ejecución efectiva de esta medida.
Los rusos rechazaban, asímismo, cualquier género de inspección o control en materia sobre su propio territorio.
Finalmente, se negaron a aceptar el sistema de votación en el seno del nuevo organismo, tal como lo planteaba el plan. Este preveía, en efecto, que dentro del citado organismo, los cinco Grandes renunciasen al derecho de veto de que disfrutaban —y disfrutan— en el Consejo de Seguridad, y que las votaciones se hicieran por simple mayoría de los países participantes. Los soviéticos, en cambio, exigían que el derecho de veto fuese mantenido en la nueva organización que se pretendía establecer para el control del átomo.
La exigencia rusa tenía mucha más importancia de lo que pueda parecer a primera vista. Mientras que por el sistema de mayorías los americanos podían mantener por tiempo indefinido el control de la bomba, el sistema de veto permitiría a los soviéticos interferirlo siempre que lo deseasen. La segunda regla de conducta que los americanos se habían trazado como norma de su política nuclear venía, pues, a fallarles por completo, si aceptaban la contrapropuesta rusa al Plan Baruch.
El desacuerdo entre los dos planteamientos era, pues, total, y el intento de negociación no podía menos de fracasar, como ocurrió en realidad. Aunque el plan llegó a ser aprobado por gran mayoría de los Estados componentes de la Asamblea de la ONU, los soviéticos lo vetaron en el Consejo de Seguridad, con lo cual quedó definitivamente inutilizado. Puede decirse que, para el año 50, ya nadie se acordaba de él.
Hay que hacer notar que, cuando los EE.UU. presentaron el Plan Baruch, tenían el monopolio indiscutible de la nueva arma, y que los rusos se hallaban, a este respecto, en una situación de inferioridad manifiesta. En tales condiciones, no podían negociar eficazmente, y no les quedaba otra salida que la de bloquear el diálogo, como lo hicieron, presentando unas propuestas por completo inaceptables para los americanos.
Circunstancias análogas a la que hemos expuesto se han producido bastantes veces en la historia de las negociaciones nucleares. La observación de este hecho permite afirmar que, para que una determinada negociación de desarme pueda prosperar, hace falta que exista cierta paridad entre las fuerzas de las dos partes negociadoras. Una excesiva ventaja de una de ellas sobre la otra impide el éxito de la negociación, ya que la desconfianza del más débil, en materia tan peligrosa e imprevisible como lo es la de las armas nucleares, obliga al mismo a esquivar cualquier trato que se le proponga.
Este principio se ha visto confirmado repetidas veces en el transcurso de los años. Si muchas negociaciones de desarme han fracasado, ha sido precisamente porque se partía en ellas de situaciones de evidente superioridad de una parte sobre la otra.
Hasta que no se produjo una relativa paridad entre las dos superpotencias —es decir, hasta el año 63— no llegó a culminar ninguna negociación importante. Pese a las ilusiones que en algunos casos se pusieron, la mayor parte de los intentos iniciados a lo largo de la primera guerra fría fracasaron.
Así, por ejemplo, en 1959 las visitas de Nixon a Moscú y de Khruschev a Washington hicieron concebir grandes esperanzas en todo el mundo. Ambos jefes de Estado llegaron a la conclusión de que era necesario convocar una conferencia cumbre en la que habían de debatirse los problemas del desarme en toda su extensión. Se inició esta conferencia, en París, al año siguiente, con la participación de diez potencias y bajo los mejores auspicios.
En ella iban a estar presentes Eisenhower, Khruschev, De Gaulle y Mc Millan. Pero, a mediados de año, los soviéticos se retiraron airadamente de la misma. El motivo aducido para ello fue el incidente que se produjo por un avión espía americano que, habiendo penetrado en el espacio aéreo de la URSS, fue abatido por los cañones antiaéreos soviéticos.
Esto no era evidentemente más que una excusa diplomática. Algunos historiadores convienen en que la verdadera causa de la retirada rusa de la conferencia fue la «actitud dominante» que los negociadores americanos —convencidos de su total superioridad— adoptaron desde el principio de la misma. Esta superioridad era real, ya que en 1959 el armamento atómico ruso se hallaba aún muy poco desarrollado en comparación con el potencial americano.
De acuerdo con lo que hemos señalado antes, esta desigualdad patente impedía que en aquel momento EE.UU. y la URSS pudieran negociar eficazmente. Los soviéticos habían concurrido a la conferencia sin el menor espíritu negociador, únicamente con el propósito de ganar tiempo para su propio desarrollo armamentístico.
Notemos que las negociaciones nucleares presentan otras muchas dificultades, aparte de la que hemos indicado. Una de ellas es, por ejemplo, el carácter altamente técnico de las mismas.
Las armas atómicas han llegado a alcanzar una extraordinaria complejidad. La aplicación de montajes informáticos cada vez más afinados, la constante modernización de los modelos y la proliferación aparentemente inagotable de los mismos, hacen que las discusiones en torno al equilibrio armamentístico resulten cada vez más complicadas.
Desde Claussewitz, la estrategia había sido considerada como una ciencia básicamente humana, por razón de su subordinación a la política. Pero los nuevos saberes científicos han llegado a convertir la guerra en una lucha de máquinas contra máquinas que se desarrolla, en cierto modo, al margen de toda voluntad humana.
No sólo la auténtica concepción estratégica va quedando relegada por las ciencias, sino que se desliga ella misma de la política. En las conversaciones sobre desarme se tiende a olvidar cada vez más la naturaleza «humana» de los problemas.
La necesidad de que las negociaciones nucleares recuperen su carácter político se siente cada vez más vivamente en los medios internacionales.
«No se puede continuar así. No se debe intentar llegar a acuerdos arma por arma. Lo que nos hace falta ahora es la creación de un marco político dentro del cual el desarme nuclear pueda ser planteado en su pleno sentido, como una necesidad actual de la Humanidad». Esta era la manera de expresarse de uno de los más destacados participantes en la reunión de la Alianza Atlántica a fines del año 84.
El miedo a las sorpresas tecnológicas —el cual existe tanto en una parte como en la otra— es una de las principales dificultades para lograr ese «marco político».
«La dinámica de las innovaciones en materia de tecnología militar nuclear no evoluciona de una manera simplemente lineal, sino que sigue una curva exponencial y se desarrolla, además, por saltos sucesivos… Esta última particularidad, sobre todo, supone un constante peligro de guerra nuclear. Va a ser cada vez más difícil prever y estimar la evolución tecnológica de los misiles nucleares. La posibilidad de una inversión de la relación de fuerzas se hace ahora permanentemente». Así escribe Pieter S. Lutz5 uno de los expertos alemanes que mejor dominan el tema.
La conclusión de todo esto es que, si no hay una voluntad política que esté por encima de todo género de sospechas técnicas, será imposible que el esfuerzo negociador conduzca a resultados positivos.

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