Cara y poco eficaz. Así ha resultado ser la estrategia contra los cultivos ilícitos en el país. La semana pasada la Oficina para el Control de Drogas de la Casa Blanca publicó la mala noticia de que durante 2004 no sólo no disminuyeron los cultivos de coca sino que aumentaron levemente: de 113.850 hectáreas en 2003 a 114.000 el año pasado. El gobierno colombiano salió al paso de la información, diciendo que espera las cifras de la Oficina contra la Droga y el Delito de Naciones Unidas, que tradicionalmente difieren de las de Estados Unidos.
Este reporte es el resultado de un censo satelital, verificado con otras fuentes, sobre área cultivada y lugares donde se encuentran los cultivos. Rodolfo Llinás, director del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de la ONU, advierte que en su informe seguramente se reportará una disminución de los cultivos, «pero no puedo decir aún de qué magnitud». El año pasado este mismo centro dijo que en Colombia quedaban 86.000 hectáreas de cultivos ilícitos. Hace un mes la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, reunida en Viena, afirmó que esta disminución de cultivos no ha significado una baja en la producción de cocaína. Las incautaciones han crecido y, peor aún, los precios de la droga en las calles de Estados Unidos han bajado, según un reciente informe de la prestigiosa organización Wola.
Estos hechos contundentes demuestran una vez más que la lucha contra las drogas en Colombia está fracasando y que el narcotráfico ha demostrado una impresionante capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias. ¿Por qué sigue intacto el negocio de la coca?
En primer lugar, porque aunque se acabaron las grandes extensiones sembradas de coca, los cultivos se han multiplicado en pequeñas parcelas, combinados con cultivos tradicionales y en regiones que antes no eran cocaleras. Esta atomización y la condición itinerante de muchos cultivos hacen más difícil el control y completamente ineficaz la fumigación. En un documento reciente Ricardo Vargas, experto en el tema de cultivos ilícitos, explica que mientras en 1999 había coca en 12 departamentos, hoy se encuentran cultivos en 23.
También se ha constatado que la frontera de los cultivos se ha ampliado hacia zonas de conservación ambiental como los parques naturales y la selva amazónica. Y hacia zonas de cultivos tradicionales como el Eje Cafetero, donde el propio gobierno ha reconocido la proliferación de la coca. Esa zona central del país, otrora un centro dinámico y alejado del conflicto armado, se ha convertido en una región apetecida por las mafias, con el riesgo inminente de trasladar a todos los actores armados hacia allí.
En segundo lugar parece ser un hecho que los cultivos producen ahora más coca. No porque exista una mítica superplanta resistente a la fumigación, sino porque ha habido mejoramientos genéticos por mutación de la especie. Según Vargas, los campesinos han ido escogiendo para reproducción las matas más resistentes a la fumigación. Adicionalmente cabe destacar el reciente informe de International Crisis Group que señala un incremento de los cultivos en Bolivia y Perú, lo que demuestra una tendencia de progreso y auge en la producción de hoja de coca.
Por último merece una reflexión el tema de la sustitución de cultivos. Los planes de apoyo a las familias que vivían de la coca no han llegado sino a un mínimo de ellas. Son justamente todos los raspachines expulsados quienes hoy están dispersos en el país sembrando lo único que les permite sobrevivir: coca.
Ahora que el informe de la Oficina de Drogas de Estados Unidos reconoce los pírricos resultados de la cruzada contra ‘la hoja maldita’, es una oportunidad para que ese gobierno y el de Colombia busquen un camino más sensato para enfrentar un tema tan grave. ¿Por qué no probar con la erradicación manual y el desarrollo alternativo en serio? Lo único que se necesita es que ambas naciones reconozcan que hasta ahora la estrategia de la fumigación es un verdadero fracaso.