Bandas globales dominan la criminalidad

Es un frío día de invierno en Chicago, y Héctor hace lo mismo de casi todos los días, ocupar su esquina y servir droga a sus clientes. Es hijo de inmigrantes mexicanos, tiene 19 años y pertenece a la banda de los Latin Kings. Habla un spanglish mezclado con jerga urbana y viste el uniforme típico de los jóvenes de su barrio: plumífero, vaqueros anchos y zapatillas de deporte blancas y meticulosamente limpias (en una ciudad en la que la sal que se utiliza contra la nieve arruina vestuarios enteros). No ha salido nunca de Chicago y se aventura poco fuera de un radio de cinco kilómetros de su piso.
Héctor ocupa el final de una larga y conocida cadena comercial internacional. Cada una de las bolsitas de plástico que tiene en la mano cuesta 10 dólares (unos 7,5 euros) y contiene una especie de terrones de azúcar que, en realidad, son cocaína en forma de crack. Cuando la droga llega a las calles de Chicago, ha pasado por más de una docena de personas y por tres países. A él no le interesa la cadena mundial de suministro de crack en rocas; su preocupación y su actividad diaria no van más allá de unas cuantas manzanas, como sus aspiraciones. La mayor parte de su jornada la dedica a lo mismo que otros chicos de 19 años: dormir, salir con los amigos, intentar ligar con chicas, jugar con la consola y perder el tiempo y reír en la calle. Sólo vende drogas durante unas horas, y vuelve a casa con un beneficio de unos 50 dólares (unos 38 euros), poco más de lo que ganaría en un McDonald’s.
La imagen de Héctor -la de un joven pandillero de una minoría étnica y de un barrio deprimido- se transmite y se explota, rodeada de glamour, por todo el mundo. La creciente movilidad de la información a través del ciberespacio, el cine y la música facilita que las bandas, sus miembros y los que querrían serlo obtengan información, adapten sus personalidades y distorsionen la vida en las bandas. En general, estas imágenes de la vida de las pandillas no son sólo exageradas; son mentira. Los coches llamativos, las sortijas de diamantes y los fajos de billetes no son lo normal en ese ambiente. Es mucho más habitual luchar para llegar a fin de mes, intentar llevar comida a casa sin ir a parar a la cárcel, ponerse la misma camiseta y los mismos vaqueros hasta que están llenos de agujeros, y tener que lidiar con la rutina de los estudios, el paro y la manutención de los hijos.
No obstante, en la mentalidad popular predominan dos imágenes de las pandillas callejeras: las bandas como grupos de matones que trafican con drogas y, últimamente, como organizaciones terroristas. Aunque los medios de comunicación prefieren vincular a estos grupos con las drogas, lo cierto es que son muy pocos los que se dedican a traficar. Y mucho menos de manera organizada. En Estados Unidos, el Centro Nacional de Bandas Juveniles calcula que, en ese país, sólo se dedica al narcotráfico organizado el 24% de las bandas. Las que trafican están llenando un hueco en la economía urbana posindustrial, sustituyendo los puestos de trabajo industriales y no cualificados que servían como vehículo de movilidad social.
El nombre de José Padilla va inevitablemente seguido de dos calificativos: presunto terrorista de Al Qaeda y pandillero. El nexo entre ambas cosas es muy engañoso. Padilla fue detenido en el aeropuerto internacional de O’Hare, Chicago, en junio de 2002, cuando, al parecer, iba a hacer estallar una bomba sucia en una ciudad estadounidense. Pero, igual que en el caso del tráfico de drogas, la mayoría de las bandas carecen de los medios organizativos necesarios para manejar redes clandestinas internacionales. Casi todas se dedican, más bien, a lo que un criminólogo llama el delito «de cafetería»: un poco de consumo de drogas (ilegal en Estados Unidos), unas nociones de cómo robar, un toque de absentismo escolar, unas cuantas peleas… El fallido atentado terrorista de Padilla tuvo poco que ver con su pertenencia a una banda.
Aun así, ha habido unos cuantos ejemplos especiales que indican que algunas sí cuentan con los contactos mundiales necesarios para cometer actos terroristas. En 1986, la banda de Chicago El Rukns conspiró para cometer actos terroristas en Estados Unidos en nombre del Gobierno libio, a cambio de 2,5 millones de dólares. En los años 90, los Latin Kings enviaban dinero al FALN, un grupo militante de Puerto Rico, a través de contactos que se gestaban en las prisiones estadounidenses. Y, hace poco, los líderes de la banda Salvatrucha (MS-13), que al menos actúa en 31 Estados de EE UU y en tres países, se reunieron en Honduras con Adnan el Shukrijumah, un importante dirigente de Al Qaeda, para hablar de la introducción ilegal de inmigrantes en Estados Unidos a través de México.
Uno de los retos más urgentes que deben afrontar los responsables políticos es el de distinguir entre la banda callejera corriente y los grupos que trabajan como redes criminales. Hasta hace poco, pertenecer a una pandilla era una cosa habitual entre los chicos de las ciudades, y no hacían mucho daño con ello. Los pandilleros se salían a medida que se casaban, conseguían empleo, se alistaban en el Ejército o se hacían demasiado mayores para la vida de las bandas. Sin embargo, con los cambios de las ciudades, también han cambiado estos grupos juveniles. La globalización de la economía y el éxodo de puestos de trabajo industriales desde los centros urbanos de los países desarrollados hacia los países en desarrollo ha aislado los barrios pobres de las ciudades de Estados Unidos geográfica y socialmente. No es extraño que las bandas callejeras y la violencia entre ellas hayan aumentado de forma espectacular con la globalización. Hoy día, las bandas hacen de protectores, familias y empresarios. Los pandilleros se quedan más tiempo en ellas, cada vez participan más chicas y se cree que hay bandas en los 50 Estados de EE UU y en numerosos países.
La globalización y las bandas callejeras viven en una paradoja: las pandillas son un fenómeno mundial, no porque se hayan convertido en organizaciones multinacionales (aunque algunas lo son), sino por la enorme movilidad de sus miembros y su cultura en los últimos tiempos. Si bien la globalización aísla barrios plagados de pandillas, también ayuda a difundir su actividad y su cultura. En cierto sentido, las bandas se han globalizado. Las hay en 3.300 ciudades de EE UU -casi en cualquier población con más de 250.000 habitantes- y un número cada vez mayor de pueblos y zonas rurales. Esta cifra supone un incremento aproximado del 433% respecto a los cálculos de los 70, años en los que se conocían bandas en unas 200 ciudades. El Centro Nacional de Bandas Juveniles calcula que ya hay más de 731.500 pandilleros, repartidos en 21.500 bandas distintas de todo el país. Pero esta proliferación no es exclusiva de EE UU. Las bandas y otros «grupos juveniles» violentos han llegado a España, Francia, Grecia, Suráfrica, Brasil, Países Bajos, Alemania, Bélgica, Reino Unido, Jamaica, México, Canadá, Japón, China y Australia, entre otros lugares.
Un mito que suele emplearse para explicar esta proliferación es que las bandas emigran en busca de nuevos miembros, nuevos territorios o nuevas oportunidades delictivas. Aunque eso ocurre en algunos casos (como el de los Latin Kings y el de MS-13), en realidad no hay pruebas de que la proliferación de bandas esté relacionada con unas ambiciones deliberadas de los grupos. Parece más lógico pensar que cuando la gente se traslada se lleva su cultura consigo. Por ejemplo, Trey, miembro de la inmensa banda de Chicago Gangster Disciples, se fue a vivir a Arkansas, a una ciudad pequeña en la que su hermano, que no pertenece a ninguna banda, había encontrado trabajo. Aunque intentó «volverse legal», pronto descubrió que ser un gangster disciple de las viviendas protegidas de Chicago le confería una tremenda reputación en una zona pueblerina como esa. Nueve meses después, creó una nueva versión local de los Gangster Disciples, con 15 miembros. Pero se trataba de una banda nueva, sin ningún lazo formal con el grupo original.
INSEGURIDAD EN CENTROAMÉRICA
La misma tendencia se observa en el resto del mundo, sobre todo en Latinoamérica [donde a las más violentas las llaman maras, en referencia a la marabunta, gran grupo de hormigas migratorias que devoran todo a su paso] y Asia. Una encuesta reciente realizada a más de 1.000 pandilleros por el Centro Nacional de Investigación sobre Delincuencia de Bandas Callejeras de EE UU reveló que alrededor del 50% de los jóvenes creían que su banda tenía contactos internacionales. El análisis realizado por este autor sugiere que la cifra es bastante más elevada en el caso de las bandas de hispanos (66%) y asiáticos (58%), que tienen más probabilidades de ser inmigrantes. El traslado de miembros de bandas a otros países no sólo difunde la cultura pandillera, sino que también ayuda a establecer vínculos entre miembros de distintos países. Cuando Lito, miembro de la misma banda que Héctor, los Latin Kings, tuvo problemas con la ley en Chicago, su familia le envió a vivir con una tía suya en México. Allí se convirtió enseguida en intermediario para miembros de la banda en Chicago que no querían ser descubiertos y para inmigrantes mexicanos que buscaban trabajo en EE UU. De hecho, los Latin Kings transformaron esos contactos en un lucrativo negocio, con la fabricación de documentos de identidad falsos. Una investigación realizada en 1999 sobre varios miembros de la banda permitió descubrir 31.000 documentos de identidad y de viaje falsos.
Como es natural, los miembros de las bandas no siempre viajan al extranjero por voluntad propia. Desde mediados de los 90, la política de inmigración estadounidense ha fomentado enormemente la aparición de maras en toda Latinoamérica y en Asia, al expulsar cada año a decenas de miles de inmigrantes con antecedentes penales -incluido un número cada vez mayor de miembros de bandas-, que vuelven a sus países de origen. En 1996, se expulsó a unos 38.000 que habían cometido algún delito; en 2003, la cifra había subido a casi 80.000. Con frecuencia, esos jóvenes han pasado casi toda su vida en EE UU. Pero, cuando tienen problemas con la ley, se convierten en candidatos a la deportación.
Los países que reciben la afluencia de repatriados no suelen estar bien preparados para lidiar con todos los inmigrantes pandilleros que regresan. Aunque los cálculos varían, los expertos creen que existen en la actualidad casi 100.000 mareros repartidos por Centroamérica y México. En 2003, EE UU deportó a más de 2.100 inmigrantes con antecedentes penales a República Dominicana. Ese mismo año, llegaron a El Salvador casi 2.000 expulsados. El Gobierno estadounidense no sabe cuántos de esos deportados por motivos penales pertenecen a bandas, pero muchos países latinoamericanos están convencidos de la conexión y dicen que las maras son ya una de las principales amenazas contra la seguridad nacional. En 2003, Honduras, El Salvador, Guatemala, Panamá y México acordaron colaborar para encontrar nuevas formas de afrontar los retos que plantean las bandas.
Pocos pandilleros tienen ganas de quedarse en su país natal. Se sienten poco o nada vinculados a sus nuevos hogares, y suelen enfrentarse a una decisión muy simple: encontrar una forma de volver a EE UU o buscar la protección de miembros de maras locales. En el caso de MS-13, la Administración estadounidense ha expulsado a cientos de miembros, pero muchos de ellos siguen viajando ilegalmente de un país a otro, en numerosas ocasiones trasladando mercancías o personas. Los que se quedan en su país natal suelen establecer contacto con otros miembros repatriados, y las autoridades de esos países aseguran que el drástico aumento del crimen y la violencia se debe a ellos. Y en cierto sentido, la política de inmigración estadounidense se ha convertido en una emigración de bandas involuntariamente sufragada por el Estado. Es muy posible que, en vez de resolver el problema, lo haya extendido aún más.
LA ESQUINA VIRTUAL
Si en Internet se buscan lemas o menciones de bandas callejeras se obtiene una serie de páginas web con proclamas, normas, imágenes, símbolos e incluso territorios. La Red es una nueva plataforma para la guerra entre pandillas, y el ciberespacio es una salida para actividades que, en la calle, podrían desembocar en violencia, como las muestras de falta de respeto por bandas rivales, afirmaciones de superioridad o revelación de secretos. Las reputaciones se construyen mediante el combate verbal con rivales vagos y, a menudo, anónimos. Cada pandilla exhibe su pericia en Internet publicando páginas web de lo más complejas, algunas incluso con contraseña de acceso. Hay sitios enteramente dedicados a exaltar la historia y los símbolos culturales de las bandas, que incluyen documentos internos, oraciones y fotografías. Pero, a diferencia de las disputas en el mundo real, las riñas virtuales no suelen desembocar en violencia física.
Aun así, pocos pandilleros mencionan Internet. Muchos no tienen los ordenadores, los programas o los conocimientos técnicos (por no hablar de las líneas telefónicas) necesarios para entrar en la Red. La mayor parte de la actividad cibernética de las bandas parece estar en manos de miembros que se han ido del barrio, quizá para ir a la universidad, o de jóvenes aspirantes que viven en las zonas residenciales de las afueras o en ciudades más pequeñas. En la Red es fácil apoderarse de la identidad de una de las míticas bandas. En la página web -ya difunta- de una de ellas, llamada The Black Gangster Disciples, como una famosa pandilla de Chicago, había varias páginas de oraciones, juramentos y otros materiales secretos de la organización. El libro de firmas era una esquina virtual en la que los navegantes saludaban o insultaban al grupo. Irónicamente, había también una foto de la banda, un grupo de hombres blancos, adolescentes,con símbolos de la banda original (equivocados, por cierto) tomada en el sótano de la casa de alguno de ellos.
Esta proliferación digital tiene unas posibilidades internacionales ilimitadas. La policía holandesa ha identificado a grupos que usan nombres de bandas de California, como los Eight Tray Crips. Pero estos no comprenden el carácter local de los grupos a los que imitan; el «black» (negro) de los Black Gangster Disciples se añadió durante los años 60 como identificación con el movimiento por los derechos civiles en la zona sur de Chicago; Eight Tray es una referencia a unas determinadas calles de California. Ninguna de las bandas imitadoras puede vivir, ni geográficamente ni históricamente, el significado local de los nombres originales. Además, su gran presencia virtual puede dar la falsa impresión de que están reclutando nuevos miembros en todo el mundo. El anonimato del ciberespacio puede reforzar los egos o reputaciones de los impostores, proporcionando razones psicológicas para buscar nuevas vías de expresión para las bandas o para crearlas donde no existan. Desde luego, es posible que algunas de las más poderosas estén aprovechando el ciberespacio con fines ilícitos, como organizar citas de compraventa de drogas o transferir dinero ilegal. Aunque es imposible impedir que las bandas y sus miembros creen páginas web, saber diferenciar entre las cosas sin importancia y la actividad virtual que puede llegar a ser peligrosa va a ser crucial en los años venideros. No hay duda de que las bandas van a aprovechar las ventajas tecnológicas. Lo difícil es saber qué cuenta y qué no.
GLOBALIZACIÓN:¿SÓLO UNA PALABRA?
Las bandas callejeras proliferan. Lo que vaya a ocurrir ahora depende, en parte, de las repercusiones que siga teniendo la globalización en nuestras ciudades y nuestra actitud a la hora de hacer frente a sus consecuencias. Mientras la economía mundial provoque la multiplicación de grupos que sienten que han perdido sus derechos, es inevitable que algunos vean cubiertas sus necesidades en una pandilla callejera.
Las organizaciones delictivas como los Gangster Disciples, los Crips, los Bloods, MS-13 y los Latin Kings son entes peligrosos. Pero son una anomalía en el mundo de las bandas; representan su peor aspecto, no a la mayoría. Tratar a todos los pandilleros como si fueran padrinos mafiosos o cerebros terroristas es dar demasiada importancia a unas personas que, en su mayoría, no son más que delincuentes de poca monta. En el fondo, las bandas, más que una mera cuestión de justicia penal, son un problema social. Uno de los mayores desafíos actuales es el de reinsertar a un delincuente en una comunidad. Las etiquetas de «ex delincuente» y «marero» persiguen a la gente durante toda su vida, y hacen casi imposible que una persona pueda volver a empezar desde cero. Docenas de pandilleros pasan por la justicia penal para luego volver a unas comunidades que no ofrecen ninguna oportunidad de empleo. En algunas cárceles, a los pandilleros se les prepara para trabajos que no pueden conseguir cuando salen. No hay fuerza policial suficiente para eliminar a todas las bandas del mundo. Las estrategias no pueden quedarse simplemente en detener y enviar a la cárcel, deben tener en cuenta las estructuras económicas de las ciudades y los barrios en los que surgen las bandas callejeras. Si no, lo único que estará esperándoles allí serán los brazos amistosos y acogedores de la banda.
Para Héctor, la globalización no es más que una palabra. Incluso es posible que nunca la haya oído. Y es evidente que nunca ve las ventajas de la globalización ni relaciona sus fuerzas con la vida cotidiana. En este frío día de invierno, a la pregunta sobre de dónde cree que proceden las drogas que vende, Héctor se ríe: «Tío, ¿qué más da? Lo único que me interesa es que la mierda esté aquí», dice, mientras da patadas para entrar en calor. Una manzana más allá, oigo a otro chico que grita: «rocas y polvo». Los Latin Kings han abierto la tienda.
Fuente: Foreign Policy
Fecha: Abril de 2005

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *