Por Santiago Torrado
El minuto de silencio guardado en todos los estadios europeos la semana pasada por la muerte de Juan Pablo II tuvo un significado especial el martes, durante el partido de cuartos de final de la Liga de campeones. En Anfield Road, la casa del Liverpool, el enfrentamiento entre el equipo inglés y el Juventus italiano también sirvió para conmemorar la muerte de 39 personas en una de las mayores tragedias deportivas que se recuerden: la del estadio Heysel, en Bruselas, el 29 de mayo de 1985, cuando los mismos rivales se encontraron en la trigésima final de la Copa de Campeones.
Por primera vez en 20 años los dos clubes se cruzaron de nuevo en una competición y resurgieron los fantasmas que pocos querían recordar. No existe en la historia del deporte televisado un antecedente tan atroz como la carnicería de aquella noche en Bruselas, que sacudió y transformó al fútbol mundial y sobre todo al inglés. Una masacre transmitida en vivo y en directo.
Juventus y Liverpool eran los mejores equipos europeos; el partido se anticipaba como una legendaria final, un carnaval de fútbol ofensivo que pasó a la historia por las razones equivocadas.
Los ingleses venían de ganar en Roma frente a los dueños de casa su cuarto título europeo el año inmediatamente anterior superando un agresivo ambiente en la capital italiana. Juventus -con Marco Tardelli, el polaco Zbigniew Boniek y el francés Michel Platini- era tal vez el único equipo capaz de hacerle contrapeso al dominio europeo de los rojos.
El partido más importante del fútbol del viejo continente había sido programado con unas medidas de seguridad insuficientes en un viejo estadio que, según los testimonios, se caía a pedazos.
Una atmósfera excepcionalmente hostil, que algunos hinchas del Liverpool explicaban como la revancha de lo que habían encontrado el año anterior en Roma, se apoderó del estadio. Cuando faltaban unos 90 minutos para el inicio del partido estalló la violencia.
Los problemas se concentraron en el sector Z, que estaba destinado para los hinchas neutrales. Las boletas se habían vendido sólo para los aficionados locales, pero muchos hinchas italianos las compraron revendidas.
Sólo una cerca los separaba de los tristemente celebres hooligans ingleses que azotaron los estadios dentro y fuera de las islas británicas durante décadas. Embriagados, cientos de ellos, que claramente superaban en número a la policía, saltaron las barreras y fueron tras los hinchas mediterráneos que huían atemorizados. Ante el ímpetu de los perseguidos, un muro cedió. Treinta y nueve personas murieron, incluyendo niños, y cerca de 600 quedaron heridas. Los mil policías dedicados inicialmente a preservar el orden fueron insuficientes, 40 hospitales de Bruselas quedaron saturados y junto a las pilas de ropa y zapatos, un sacerdote daba los ritos finales al lado del terreno de juego.
«La gente suele preguntarme como pude fotografiar personas muriendo. Bueno, sentí una increíble presión para registrar lo que ocurrió. Posiblemente es la misma motivación que sienten los corresponsales de guerra. Pero la tragedia vivió conmigo por años. Había visto cuerpos antes, pero siempre recordaré el color azul de aquellos en Heysel» evocaba en The Guardian Eamonn McCabe, fotógrafo del Observer testigo de aquella noche.
A medida que la violencia y los rumores sobre los muertos escalaban, la información se filtraba a los vestuarios, donde los jugadores esperaban el pitazo inicial. A pesar de todo, la UEFA, temiendo un baño de sangre todavía peor, decidió jugar el partido, que comenzó con hora y media de retraso. En medio de la confusión y el caos, las víctimas no se anunciaron por los altoparlantes por el temor a la reacción de los 58.000 hinchas. Los jugadores, que desconocían la verdadera dimensión de la tragedia pero sabían que había muertos de por medio, fueron forzados a jugar.
Esos cuerpos se apilaron al lado del terreno de juego y durante el partido fueron visibles para muchos aficionados, incluyendo las esposas de los jugadores en una escena propia de campos de concentración en tiempos de guerra, no de un estadio de fútbol. El partido fue transmitido a 77 países.
«Algo murió en mi interior» declaró al final del partido Michel Platini, el autor del solitario penalti que le dio el título a Juventus. Y sin embargo en medio del luto hubo celebraciones.
«¿Como puede Europa, representada por dos antiguos pueblos de cultura centenaria, como el italiano y el inglés, mirarse a la cara después de esa bochornosa falta de sensibilidad»afirmaba el editorial de El País de Madrid al día siguiente.
En Italia, la embajada y otros intereses británicos fueron atacados. Todo el incidente terminó en una prohibición indefinida para los clubes ingleses para participar en competiciones europeas, prohibición que contaba con el aval del gobierno de Margaret Thatcher, la primera en proponerlo. En la práctica fueron cinco años (y uno extra para el Liverpool). El estadio de Heysel, símbolo de la vergüenza, fue demolido y en su lugar se levanto otro que sirvió como sede de la Eurocopa 2000.
En lo deportivo, los clubes de la isla perdieron la costumbre de ganar. Entre 1977 y 1984 conquistaron siete veces el equivalente a la actual Liga de campeones, pero tras la sanción sólo se hicieron al trofeo una vez en los últimos 15 años, en 1999, cuando el Manchester United se coronó campeón.
Pero más allá de la perdida del dominio de los torneos continentales, Heysel cambió todo en la cultura del fútbol inglés. Unos años después, el 15 de abril de 1989, vino el incidente de Hillsborough, en Sheffield, durante la semifinal de la Copa Inglesa.
Por insuficientes medidas de seguridad, aunque sin mediar tal grado de violencia, murieron 96 hinchas del Liverpool. La suma de las dos tragedias llevó al ‘reporte Taylor’ que implantó la reforma en el fútbol inglés hasta convertir a la Premier League en una de las mejor organizadas del mundo. El hooliganismo ha sido extirpado en gran medida y, aunque todavía existe, nunca se acerca a los niveles de aquella época.
La UEFA calificó el partido de la semana pasada, que ganó 2-1 el Liverpool, como «la parte final del proceso de curación» en su comunicado de prensa. Y no le faltaba razón. Aunque la violencia continúa siendo el dolor de cabeza de muchos espectáculos deportivos fue desde aquel momento cuando comenzó a ser perseguida en los estadios. El trabajo de inteligencia policíaca, los escenarios con silletería en todas las tribunas, la cuidadosa separación de las hinchadas, la prohibición del alcohol y los circuitos de televisión que ayudan a identificar y erradicar a los violentos son algunos de los legados de aquel punto de quiebre.
Hoy, cuando es común que un partido se suspenda porque el árbitro es agredido por un objeto que cae desde las tribunas pocos recuerdan aquella tarde en el estadio belga. Pero ese fue el gran campanazo de alerta para el fútbol mundial. Es en gran medida gracias a esa dolorosa lección que cualquier estallido de violencia, racismo o intolerancia es ampliamente condenada. La vergüenza fue el motor de una transformación que todavía tiene mucho terreno por recorrer.