El Tiempo pide mano dura contra violencia en estadios de fútbol

La brutal explosión de violencia de antenoche en el estadio El Campín de Bogotá, donde el hincha de Santa Fe Andrés Garzón, de 20 años, fue salvajemente asesinado a puñaladas, tres jóvenes más quedaron entre la vida y la muerte y otros 25 lesionados, revivió la trágica pesadilla de inseguridad que hace tiempo golpea los escenarios deportivos del país.
Esta vez la furia no se descargó solo entre barras rivales, sino dentro de la hinchada misma del equipo bogotano, dividida en pandillas, que convirtieron en un infierno el estadio, donde Santa Fe perdía 5-2 con América. Hubo grescas en la tribuna sur (entre hinchas del Santa Fe) y en la oriental (entre barras). La indefensión del árbitro y los futbolistas se hizo evidente cuando un vándalo saltó a la gramilla, agredió al juez y regresó a las graderías sin ser detenido. Al final, ante el estupor de los jugadores y la impotencia de la Policía, hubo una invasión de la cancha, que llevó a la suspensión del partido. Y murió, en la tribuna oriental, el infortunado joven Garzón. De los enfrentamientos quedaron impresionantes testimonios gráficos y de televisión, que ojalá sirvan para que las autoridades identifiquen a los culpables.
Aunque es sabido lo complejo que es el manejo de estas situaciones, sorprende que 520 uniformados e igual número de personal de seguridad y emergencia no hubieran podido impedir la orgía de violencia. Al parecer, la Policía estaba preparada para enfrentamientos entre barras fuera del estadio y no para la invasión de la cancha por los hinchas y para una pelea entre pandillas de una misma barra. Las requisas no impidieron a los pandilleros introducir navajas y puñales, que fácilmente ayudaría a localizar un detector de metales.
Este no es el primer problema de violencia en los estadios. En diciembre del 2004, un hincha del Nacional, Alexánder Herrera, de 21 años, fue herido con un puñal por otro del Tolima por celebrar el triunfo de su equipo en Medellín. En mayo del mismo año, Miguel Herrera Redondo, de 17 años, seguidor del Junior, murió por el estallido de una papa explosiva durante un partido con el Huila en Barranquilla. Seis meses antes, 37 hinchas del Junior cayeron del segundo piso del Estadio Metropolitano de Barranquilla y dos de ellos murieron al desprenderse las barandas de la tribuna sur. En septiembre del 2003, un enfrentamiento en las tribunas del estadio Pascual Guerrero de Cali entre fanáticos del América y el Nacional dejó cinco heridos. En noviembre del 2002, un aficionado fue apuñalado en el Pascual Guerrero y ese mismo mes integrantes de las ‘barras bravas’ del Nacional asaltaron a fanáticos del Tolima en la vía entre Cajamarca (Tolima) y Calarcá (Quindío).
Tremenda realidad. Frente a la cual se ha intentado, entre otros, el programa ‘Goles en Paz’, que ha conseguido reducir la violencia en las tribunas, aunque no ha impedido su traslado a los barrios o a los alrededores del estadio. Pero lo sucedido lo desborda. Cursa desde el año pasado un proyecto de ley, presentado por el senador Andrés González, que contempla acciones penales y civiles y la prohibición de ingresar a los escenarios deportivos hasta por cinco años para quienes cometan actos de violencia. Y, con el fin de superar el obstáculo que ha existido para castigar a las ‘barras bravas’ por sus desmanes, debido a que muchos de sus integrantes son menores de edad, introduce multas hasta de 8 millones de pesos para padres o tutores.
Países como Inglaterra y Argentina tienen una rica experiencia en el control de los bárbaros del fútbol (los tristemente célebres hooligans). La introducción de cámaras en los estadios, la judicialización expedita de todo el que cometiera un acto violento y las medidas de control en toda Europa contra los líderes más notorios contribuyeron a ponerle coto al fenómeno. Instalar detectores de metales en los estadios y más cámaras; llamar a los clubes a aceptar su parte de la responsabilidad en el control de las barras; fichar y procesar a quienes delinquen al amparo de la fiesta del fútbol; encarar el problema de las pandillas, que extienden la violencia a los barrios; imponer controles draconianos contra la venta y consumo de drogas y alcohol, son apenas algunas de las medidas que urge poner en pie si queremos evitar más episodios como el que presenciaron, horrorizados, millares de colombianos la trágica noche del miércoles.
¿Armarlos o no armarlos?
La horrenda noche de El Campín sorprendió a la ciudadanía capitalina cuando aún no se había repuesto de la conmoción causada por el asesinato el domingo del policía bachiller Carlos Eduardo Monroy, al tratar de evitar un robo en una estación de TransMilenio, y el ataque con puñal contra un compañero suyo, Parmenio Díaz Cabrera, en otro lugar de la ciudad. Estos dos episodios revivieron el debate sobre la conveniencia de armar a los policías bachilleres para que puedan defenderse. En una ciudad donde se calcula que en el mercado negro circulan más de 800 mil armas, de entrada hay que decir que no. Dotarlos de ellas!los convertiría en atractiva presa de quienes saben lo que representa un revólver o una pistola en inexpertas manos. Habría que agregar que, aunque escasos, para enfrentar el hampa están los agentes profesionales!de la Policía.
La presencia en muchos sitios de la ciudad de los jóvenes bachilleres vestidos de verde oliva es tan respetable como necesaria. Apenas con 12.000 policías, Bogotá tiene necesidad de unos 20.000 agentes, para llegar a los niveles de Nueva York. Este es un vacío que llenan, en parte, los 4.000 policías bachilleres. Claro que es muy poco lo que estos pueden hacer cuando se trata de evitar un atraco o perseguir a un raponero, excepto exponer su vida o perderla, como ocurrió con el auxiliar Monroy. No son claras las funciones de este contingente de auxiliares en lo que tiene que ver con la lucha contra la delincuencia común, pues su labor es eminentemente preventiva (se les ve, por esto, revisando tulas y morrales en las estaciones de TransMilenio!o ayudando a dirigir el tránsito). Pero no tienen ni siquiera la potestad de emitir un comparendo.
La muerte del joven bachiller debería servir para pensar en la utilidad de esta figura auxiliar y evaluar su impacto en los niveles de seguridad de las ciudades. Si su razón de ser es contribuir a la seguridad ciudadana, ante la evidente escasez de agentes profesionales de policía, entonces estos jóvenes deben pasar por procesos más completos de formación para mejorar su efectividad. Porque, en las condiciones actuales, tienen el uniforme, el bastón y la apariencia de agente de policía,!pero en realidad no lo son.
Y a todas estas, ¿dónde está el asesino de Monroy?

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