Factores violentos planean ataques en campaña electoral

Hace mucho tiempo la política no estaba tan agitada y no despertaba tanta atención de los medios y de la gente de la calle. Una convención liberal que en el pasado sólo despertaba entusiasmo entre un puñado de políticos, se convirtió en este fin de semana en una vitrina de rating nacional entre líderes de ese partido, para ver quién le daba más palo a Álvaro Uribe. El ex presidente César Gaviria se transformó. De político parco y calculador pasó a botafuego contra el gobierno, y hasta superó a Horacio Serpa en el aplausómetro de la oposición. Hasta hace muy poco tiempo, los congresos partidistas y los discursos antiuribistas eran mal vistos. Y nadie se habría imaginado que el pragmático Gaviria se les midiera a ambos.
La semana estuvo al rojo vivo. Una cascada de noticias políticas y de orden público, confusas y hasta contradictorias, dejaron confundido a más de uno. Han sido días más propios de vísperas electorales que de semanas veraniegas a un año de la elección final. Un presidente Uribe con actitud y ademanes de candidato, un arranque prematuro de la competencia electoral, y los indicios innegables de que en el proceso que se avecina el paramilitarismo desempeñará un papel protagónico, son los principales componentes del explosivo coctel.
Uribe salió con una vehemencia que no se le veía desde la campaña por el referendo a defender la política de su gobierno frente a las AUC y para contestar los ataques, directos y velados, sobre su actitud blanda frente a ellos. «Hay una sinfonía para maltratar al gobierno como paramilitar, para lanzar un manto de duda», dijo en entrevista de más de una hora y media a RCN Radio.
La opinión pública no está acostumbrada a escuchar semejante tono de boca de un presidente. Pero más allá de que hay aspectos que tienen que ver con el talante y el carácter de Álvaro Uribe, esta actitud está relacionada con el enorme desafío que significa la presencia del paramilitarismo en la campaña electoral. El propio Vicente Castaño, actual hombre fuerte de las AUC, le dijo a SEMANA que el grupo armado buscará incrementar el número de congresistas amigos en todas las bancadas del Congreso que se elegirá en marzo próximo.
La semana pasada hubo varios adelantos de lo que corre pierna arriba. El debate en el Congreso sobre el controvertido proyecto de justicia y paz se aplazó para el próximo martes, a raíz de las declaraciones de Vicente Castaño. Además se hizo pública una carta de influyentes congresistas de Estados Unidos que critica el texto de la ley, y el gobierno anunció que las atendería y buscaría modificaciones en este último. Y como si fuera poco, otro comandante paramilitar, ‘Ernesto Báez’, acusó en la emisora La FM a los representantes a la Cámara Gustavo Petro y Luis Fernando Velasco de haber aceptado beneficios de parte de ellos. Acusaciones que, desde luego, fueron respondidas de inmediato y sin recato por estos últimos.
En medio de la confusión, el temor y del cruce de acusaciones, al presidente Uribe le llovieron las críticas. El diario El Tiempo dijo en su editorial que era «poco edificante ver al Presidente y a varios ex presidentes y candidatos liarse como niños». El Nuevo Siglo se fue más duro diciendo que «la política uribista es reaccionaria», y El Heraldo remató que había una «enconada polarización de consecuencias imprevisibles alrededor de la figura presidencial».
¿Cómo se explica todo este alboroto? ¿Gajes de la reelección? ¿Se está bolivianizando la política colombiana? ¿Le espera al país una campaña electoral de más de un año a 170 pulsaciones por minuto? Y, en últimas, ¿cómo sería una campaña polarizada -y con Presidente candidato- en medio de las fauces hambrientas de paras, guerrilla y narcos? Las respuestas vendrán con el transcurso de los próximos 12 meses. Sin embargo, desde ahora se puede plantear que tienen que ver con dos cosas: la convulsionada coyuntura electoral y un proceso estructural de recomposición de la política. Sumados, los rifirrafes propios de la competencia política y los dolores del parto de un nuevo sistema de partidos producen un ambiente de caos. A la larga no se puede descartar un final feliz, con un sistema político reformado.
Pero los desafíos son grandes. Y el principal tiene que ver con el uso que tratarán de hacer la guerrilla y los paramilitares de este proceso de transición. Las Farc no se van a quedar con los brazos cruzados. La masacre a sangre fría de cuatro concejales en Puerto Rico (Caquetá) es una señal inequívoca de que quieren clavar una estaca en el corazón de la institucionalidad. Es previsible que intenten torpedear el proceso electoral con operaciones militares sangrientas y espectaculares para arrinconar candidatos, intimidar a la población y magnificar su capacidad de terror.
Si las Farc van a acentuar su poder de intimidación los paras van a sofisticar el de la penetración. Las AUC ya confesaron en forma abierta el propósito de tomarse la política a través de candidatos afines o cuyos votantes estén en zonas bajo su dominio militar. La afirmación de Vicente Castaño en el sentido de que esperan incrementar el 35 por ciento de miembros del Congreso que simpatizan con su causa, va en esa dirección. Es evidente que cuando el jefe paramilitar habla de 35 por ciento de congresistas, es decir, 33 senadores y 56 representantes, está exagerando. Nadie con dos dedos de frente puede creer que los paras tienen 91 parlamentarios en nómina. Pero sí es realista pensar que hay 10 por ciento que recibe su cheque, otro 15 por ciento hace política en sus regiones con el guiño de las AUC, y 10 por ciento restante tiene una aceptación tácita porque desterraron el secuestro y la extorsión de la guerrilla en sus zonas. Esa matemática sí da. Y hasta puede ser mayor. Es una cifra escandalosa frente a los proyectos de ley que cursan en el Congreso que tienen que ver con el tratamiento a los paramilitares.
La campaña va a estar atravesada por este tema. Es previsible una guerra sucia en la cual todo el mundo quiera pescar en río revuelto. Paras sacando listas de políticos, candidatos sacándose los trapos sucios y cruces de acusaciones sobre supuestos nexos con actores armados o narcos. En fin, un peligroso pero posible escenario que puede jugar con la honra de mucha gente, crucificar otra, y terminar deslegitimando el proceso electoral. La que se viene puede pasar a la historia como la campaña electoral del ventilador. Ya el comandante paramilitar ‘Ernesto Báez’ quiso convertirse en un insólito juez en esta materia, al señalar de mentirosos a los parlamentarios Petro y a Velasco. Los pájaros tirándoles a las escopetas.
El espejismo de la reelección
Pero así como el proceso electoral siente el cañón humeante de los actores armados, también está sacudido por el pugilato político. Basta ver el ring de los presidentes, ex presidentes y presidenciables. Uribe y Gaviria ya tienen pisteros en los pómulos. Esta semana hubo varios rounds, y el último -el discurso de Gaviria en el congreso liberal- fue el más duro. (Ver recuadro).
Serpa y Gaviria también han estado en plena contorsión de lucha libre dentro del Partido Liberal para ver quién manda, Pastrana y Uribe se miran por encima de los guantes luego de sus críticas mutuas a sus gestiones de gobierno, y el cuadrilátero de Samper y Serpa va en el décimo round, pero no se ve mucho público.
Otro gran reto que se le viene a la credibilidad de la carrera electoral es la reelección. La presencia en la arena de un Presidente muy popular, aguerrido y carismático rompe cualquier termómetro. Todos sus actos de gobierno tienen ahora un desagradable tufillo proselitista y politiquero, en especial aquellos que son muy propios del emblemático estilo uribista: la presidencia itinerante, el contacto con el pueblo, su pasión por camuflarse en las matas de plátano.
Viceente Castaño encendió el debate político cuando dijo que el 35 por ciento de los congresistas eran amigos de los paramilitares y que en esta campaña piensan incrementar ese número
El Congreso Liberal (izquierda) reunió a todos los precandiadatos: Serpa, Peñalosa, Rivera, Alfonso Gómez y Cecilia López, y tuvo un marcado tono antiuribista encabezado por el ex presidente Gaviria. Arriba, el fugaz encuentro amistoso entre Gaviria y Uribe en los 30 años del periódico ‘La Tarde’ de Pereira celebrado la semana pasada
El último fin de semana, Uribe recorrió Nariño, el Valle y el Cauca, y repartió subsidios y auxilios. Lo hacen los presidentes y lo han hecho también sus antecesores. Pero con la sombra de la reelección, adquieren un halo de actos de campaña. Una alocución en horario triple A sobre el problema de los maestros, como la que hizo en el día en que se les honra -mayo 15-, en otras circunstancias se habría visto como una atención debida a un importante sector de la sociedad. Ahora parece un anzuelo para pescar los 800.000 votos potenciales que pueden aportan los maestros del sector público. El gesto genuino de un líder termina convertido en un sinuoso artilugio electorero.
El propio Uribe dice que «un gobierno que no está en campaña se muere». Por cuenta de la probable candidatura del Presidente, unas elecciones que formalmente se reducen a tres meses antes de la elección, en la práctica ya arrancaron. Y con todo. Ya hay mucho pato en el agua como Antonio Navarro, Antanas Mockus y Carlos Gaviria. Los uribistas se están atrincherando y el Partido Liberal diseñó el fin de semana una estrategia para tomarse el poder después de siete años de sequía (ver siguiente nota).
Es tal la novedad, que la opinión pública va a tachar como actos proselitistas algunas salidas del presidente Uribe que no lo son. Sus recientes discursos sobre el paramilitarismo, por ejemplo, son la expresión de una legítima defensa a que tiene derecho un gobierno al que sus contradictores quieren estigmatizar como cercano o benevolente con la extrema derecha armada.
Lo que lo ha motivado a casar estas peleas, según él mismo ha afirmado, es un sentimiento muy propio de un jefe de Estado: su preocupación por el coletazo internacional de estas acusaciones. La confianza en Colombia se ha fortalecido y la actitud de los empresarios ha aumentado. Pero el tema paramilitar ha producido una serie de noticias que pueden erosionar lo alcanzado: artículos de prensa, declaraciones de varios congresistas estadounidenses y la propia solicitud de extradición de ‘Don Berna’, justo cuando el gobierno se da la pela de concederle beneficios legales. El presidente Uribe quiere controlar el daño de la peligrosa avalancha. «No puedo permitir que una caracterización equivocada le haga daño a Colombia y deteriore la confianza en el país», le dijo el presidente Uribe a SEMANA.
A los ojos de la opinión pública interna, sin embargo, sus discursos iracundos despiertan sospechas de intenciones políticas. La semana pasada, los ataques de Uribe contra César Gaviria coincidieron con la preparación del segundo congreso liberal que lo elegiría como director nacional. Por eso algunos analistas consideraron que su objetivo era dañarle el ambiente a la fiesta roja, minimizar la llegada del ex presidente, y macartizarlo como exponente de un viejo país que el gobierno Uribe está superando. Aun si el Presidente nunca pensó en estos términos, su doble condición de gobernante y aspirante produce inevitablemente esas asociaciones.
Sin embargo, no todos los efectos de la presencia del Presidente en la campaña, ni del ruido generado en los últimos días, son negativos. Detrás de la guerra verbal que se ve venir puede resultar un proceso sano de destape y apertura. En el pasado, las campañas electorales se hacían sobre la esperanza de un ‘borrón y cuenta nueva’ que dejó en el cuarto de San Alejo muchos debates inconclusos y cantidad de investigaciones presentes.
El debate de 2006 será sobre el balance de la obra de gobierno de Uribe. Y, por la necesidad de encontrarle parámetros comparativos, ya se ha abierto más de una caja de Pandora: el Palacio de Justicia de Belisario, la negociación con el cartel de Medellín de Gaviria, el proceso del Caguán de Pastrana. Varios columnistas han cuestionado la impertinencia de tocar estas heridas abiertas. Y es cierto que hacerlo implica riesgos. Pero también lo es que la historia de otros países demuestra que los procesos de paz han necesitado dosis significativas de destape y de verdad.
Un mapa nuevo
Detrás del acalorado y turbulento debate electoral hay también profundos movimientos telúricos que están modificando la estructura y las formas de hacer política. El estilo Uribe ha despertado pasiones de toda clase. Hinchas furibundos que defienden a capa y espada a su nuevo mesías y rechiflas altisonantes de opositores que ven el advenimiento de un nuevo Mussolini. La polarización causada por la reelección ha vigorizado la oposición en frentes como el Partido Liberal y el Polo Democrático, que muestran un dinamismo que contrasta con sus lánguidas faenas anteriores a 2002.
Las fuerzas políticas se están recomponiendo. En la derecha y en la izquierda (ambas, por supuesto, en sus versiones legales, desarmadas y democráticas) están en formación dos coaliciones. La uribista, compuesta por los liberales que se desplazaron desde el oficialismo, el Partido Conservador, Cambio Radical de Germán Vargas y Movimiento Colombia de Luis Alfredo Ramos. Y la de la izquierda democrática, con el Polo y los diversos componentes de Alternativa Democrática. En el centro, pero con un discurso socialdemócrata cuya sinceridad despierta debate, aparece un Partido Liberal mermado por la salida de los uribistas pero enriquecido con la llegada del gavirismo.
Este mapa de tres grandes fuerzas en gestación implica un cambio profundo del bipartidismo tradicional, que está en evidente decadencia hace casi dos décadas. Lo que falta ver es si se consolida y se sostiene. Una eventual caída de la reelección en la Corte Constitucional, por ejemplo, lo haría tambalear.
La campaña electoral de 2006 no puede repetir la historia sangrienta del 90 donde la mafia mató a tres candidatos presidenciales, entre ellos a Carlos Pizarro (derecha). O la del 98 donde las Farc fueron clave en la elección de Pastrana. A la izquierda, Víctor G. Ricardo, mano derecha de Pastrana con ‘Tirofijo’ y ‘Raúl Reyes’ de las Farc
Las negociaciones en Ralito con los paras y los ataques de las Farc como el de Puerto Rico (Caquetá), donde asesinaron a cuatro concejales, pueden entorpecer el desarollo de la comptencia electoral
Paradójicamente, en caso de que la Corte avale la reelección, liberales, izquierdistas y el Llanero Solitario -Antanas Mockus- que enriquecerá el debate con la bandera de la antipolítica, podrían terminar aliados en una segunda vuelta contra Uribe, quien según las encuestas es el único que tiene asegurada la clasificación a la final.
En un país como Colombia, donde la política era totalmente previsible, la posibilidad de contar con varias hipótesis de corto plazo es considerada a veces como una preocupante manifestación de caos. Y sin duda, una campaña como la que se viene, con alegatos sobre falta de garantías por la candidatura del Presidente, con los ataques que pueda hacer la guerrilla, la penetración que puedan lograr los paramilitares, y con la intensidad que ya han mostrado las élites políticas en sus enfrentamientos, no es una buena premonición. Ya la campaña del 90 demostró lo violenta que puede resultar la mezcla de elecciones y terrorismo. Algunos analistas creen que los hechos de los últimos días son señales de una bolivianización de Colombia: el caos se generaliza, la pugnacidad se transforma en falta de gobernabilidad, los partidos se acaban. Escenario un poco apocalíptico.
Pero hay una visión más optimista, que también es factible. La de una campaña más razonable, con un Uribe que cabalga sobre su alta popularidad, un Navarro o Carlos Gaviria que enarbolarán por primera vez en la historia de Colombia las banderas de una izquierda unida, un candidato liberal con un partido oxigenado y fortalecido, y un Antanas Mockus que se convertirá en el David de las elecciones: sólo con su cauchera, sus dotes de gran comunicador y su nivel intelectual para darle altura al debate político. En una región donde los presidentes se caen como castillos de naipes -como Carlos Mesa en Bolivia o como Lucio Gutiérrez unas semanas antes en Ecuador-, o se perpetúan como Chávez en Venezuela, el que se avecina en Colombia puede ser un debate de lujo y con candidatos de primera línea. Y hasta podría generar una nueva estructura política, más ajustada a las inquietudes de la Colombia de 2005, y mejor ordenada. Un andamiaje político capaz de inmunizarse contra la epidemia antipartidos que arrasó a Venezuela y Perú. Con organizaciones diversas, estables y competitivas. En la que todas las fuerzas, desde la izquierda hasta la derecha, tengan reales garantías y vocación de poder.
¿Qué rumbo final adoptará la política en Colombia? ¿En que parará el despelote de los últimos días? ¿Se está ante un gran cambio o ante las mismas peleas mezquinas de siempre entre los políticos? ¿Hasta dónde pueden llegar los paras o la guerrilla en intento de desinstitucionalizar el país? La campaña electoral será decisiva y su conclusión final dependerá, en buena medida, de la sensatez con que actúen los líderes políticos. Hasta ahora ha habido preocupantes indicios de que algunos de ellos sólo acatan las reglas del juego que les son favorables. Eso es jugar con candela. En ninguna democracia desarrollada del mundo, la competencia democrática por el poder divide a quienes defienden la institucionalidad frente a sus enemigos comunes.
Las amenazas que implican el narcotráfico, los paramilitares y la guerrilla, son descomunales. La historia reciente demuestra que los actores armados reconocen las debilidades que se le abren al Estado de derecho cuando el establecimiento se enfrenta entre sí, para competir. En el 90, el cartel de Medellín asesinó a tres candidatos a la Presidencia. En el 94, el cartel de Cali infiltró masivamente campañas para el Congreso, y la de Ernesto Samper que finalmente fue elegido presidente. En el 98 las Farc fueron factor clave para el triunfo de Andrés Pastrana. Y en 2002, por el rechazo que llegó a suscitar la guerrilla por el ‘síndrome del Caguán’, también los violentos tuvieron que ver con la victoria de Uribe.
En las elecciones de 2006 los paramilitares son la gran amenaza para la democracia. No sólo por su extenso control territorial y la chequera ilimitada que le da el dinero del narcotráfico sino por su capacidad para cooptar el Estado. Con candidatos controlados, amenazados o comprados pueden aumentar su influencia en el Congreso. Y con su poder económico y de intimidación pueden aumentar sus tentáculos en las instituciones consolidando un paraEstado dentro del Estado. Habrá que ver qué pasa con la prometida desmovilización.
En un panorama tan difícil, que puede convertirse en una verdadera bomba de tiempo, los candidatos tienen una gran responsabilidad. Entre ellos, y en primer lugar, el presidente Uribe, quien en su calidad de jefe de Estado tiene la obligación de hacer valer las garantías y mantener el orden público. Su doble sombrero, de mandatario y candidato, lo va a poner ante decisiones difíciles. Pero también tienen una gran responsabilidad los demás candidatos. Ellos tienen que entender que en el libre juego democrático, la dialéctica, el pulso de poder, y los -a veces- legítimos directos a la mandíbula de sus competidores, no significan golpes bajos ni dar papaya para deslegitimar el proceso electoral, y permitir que los paramilitares, la guerrilla o los narcos, saquen, una vez más, partido de las peleas circenses de las clase dirigente. Este país no puede darse el lujo de repetir, una vez más en época electoral, la historia como tragedia.

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