Un caso de 1976 provocó anulación de leyes de perdón en Argentina

«El pasado nunca muere. Ni siquiera pasa». Esa frase de William Faulkner describe lo que ocurrió en Argentina la semana pasada, cuando la Corte Suprema de Justicia anuló en sentencia inapelable las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, según las cuales miles de crímenes cometidos por militares en los años de la dictadura podían quedar impunes. Un fallo histórico, sin duda.
La noticia se supo el martes y estremeció al país. Sucedió poco después del mediodía, cuando se informó que los magistrados del tribunal, por siete votos a favor, uno en contra y una abstención, habían dejado sin efecto las dos leyes, con lo cual los militares implicados en las violaciones a los derechos humanos entre 1976 y 1983, que hasta ahora estaban tan campantes, deberán sentarse en el banquillo.
No se sabe cuántos son. El comandante de las Fuerzas Armadas, general Roberto Bendini, dijo el miércoles que unos 400 oficiales iban a verse obligados a declarar. Pero las organizaciones de defensa de los derechos humanos sostienen que pueden ser 1.600, que es el número que consta en la lista elaborada en los años 80 por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Sólo 150 están presos.
La decisión de la Corte causó una explosión de júbilo entre las decenas de personas que se aglomeraron frente al tribunal. «Los que tiraron personas al mar, los que torturaron mujeres embarazadas, los que torturaron bebés en el vientre de su madre metiendo una cuchara y aplicando la picana (un corrientazo), no pueden pasar inadvertidos», dijo Nora Cortiñas, una de las Madres de la Plaza de Mayo.
«En Argentina la impunidad ha terminado y devuelve la fe en la justicia. Este fallo pone a los ciudadanos frente a la ley», subrayó el presidente Néstor Kirchner. Tenía razón. Como indicó el diario madrileño El País en su editorial del miércoles, «con esta decisión puede afirmarse que Argentina quiere definitivamente saldar las cuentas de su trágico pasado y acabar con la vergonzosa claudicación».
El caso Poblete
¿Por qué, se preguntan algunos, sólo ahora vino la Corte Suprema a declarar nulas las dos leyes? La historia es muy larga, pero el caso que motivó el fallo del martes pasado fue el de una violación aterradora de los derechos humanos. Las víctimas fueron José Liborio Poblete Roa, su esposa, Gertrudis Marta Hlazcdic y la hija de la pareja, Claudia Victoria Poblete.
Ocurrió en 1976. El general Jorge Rafael Videla se había tomado el poder por las armas y encabezaba una junta militar. Poblete había llegado a Argentina desde su Chile natal, donde Augusto Pinochet gobernaba con mano dura tras el golpe sangriento de septiembre de 1973 que derrocó al presidente constitucional, el comunista Salvador Allende. Poblete era inválido. Usaba silla de ruedas.
Un día, el 28 de noviembre de 1978, tanto él como su mujer y su hija de brazos fueron detenidos por los militares argentinos. Nadie volvió a saber de ellos. Más tarde, algunas personas contaron que los soldados lo habían torturado y humillado llamándolo «el cortito». Las últimas noticias del chileno se produjeron en 1979. Luego desapareció del mapa. El proceso para aclarar todo lo inició luego el periodista Horacio Verbitsky.
El secuestro de menores es lo que ha permitido el arresto de gentes como Videla y Massera.
La hija de Poblete fue entregada a un coronel que la crió. Dos décadas más tarde, gracias a la labor de las Abuelas y las Madres de la Plaza de Mayo, fue rescatada por sus familiares. El secuestro de menores es lo que ha permitido el arresto de gentes como Videla y Emilio Massera, también miembros de la primera junta militar. Este último fue jefe de la Escuela Mecánica de la Armada , la ESMA, donde la tortura era el pan de cada día..
El fallo de la Corte Suprema del martes de la semana pasada acaba con la impunidad reinante en Argentina para los violadores de los derechos humanos. Lo paradójico es que tal vez esa impunidad no fue mala en un comienzo. De no haber sido porque el parlamento aprobó las leyes mencionadas, los militares habrían impedido la consolidación de la democracia en cabeza del presidente Raúl Alfonsín.
Y es que no hay que olvidar que a Alfonsín no le tocó fácil. Elegido en 1983, impulsó la ley de Punto Final que se aprobó el 23 de diciembre de 1986 y puso una fecha límite para presentar denuncias contra los violadores de derechos humanos. Era una prescripción por mandato legal. Pero los militares siguieron inquietos y en marzo de 1987 se rebelaron los carapintadas dirigidos por Aldo Rico.
Para sofocarlos, Alfonsín debió negociar. Pero el precio fue nada menos que la ley de Obediencia Debida el 5 de junio de ese año, por la cual los oficiales de baja graduación no podían ser procesados por torturas, ya que habían actuado presuntamente en cumplimiento de órdenes superiores. Luego, durante los gobiernos de Carlos Menem, el presidente indultó a varios ex altos cargos de las fuerzas armadas.
La impunidad fue el precio que tuvo que pagar la democracia para asentarse nuevamente en la Argentina: dos leyes que violaban los tratados internacionales, según concluyó la Corte Suprema argentina. Pero ese tipo de precios salda la deuda con la democracia y no con las víctimas y acaba pasando la cuenta de cobro. Y aunque ningún proceso de paz es perfecto, es una lección que todos los países deben aprender.
También en México
Si la decisión de la Corte argentina fue histórica, también lo fue la que tomó al día siguiente la Corte Suprema de México. Según el fallo, el ex presidente Luis Echeverría puede sentar- se en el banquillo de los acusados por la masacre de mediados de 1971 en la que murieron entre 12 y 40 estu- diantes.
Los hechos se produjeron en una manifestación posterior al 31 de marzo, cuando jóvenes de la Universidad de Nuevo León entraron por la fuerza a la rectoría para presionar la derogatoria de la Ley Orgánica de la universidad. Tan pronto empezó la marcha, la Policía desapareció y entró en escena un grupo armado llamado Los Halcones. La sangre corrió en el enfrentamiento.
Desde entonces, muchos defensores de los derechos humanos han culpado al gobierno y, concretamente, a Echeverría y a su ministro del Interior, Mario Moya. Todo indica que les esperan días difíciles.

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