Se planteó en Colombia un debate sobre la posibilidad de otorgarle inmunidad a los militares estadounidenses emplazados en Colombia, como consecuencia de la aplicación del plan para combatir la producción y el tráfico de drogas.
El tema suscitó muchas posiciones en contra de esta solicitud formulada por el Departamento de Estado e inicialmente apoyada por el gobierno de Alvaro Uribe Vélez, sobre la base de un acuerdo firmado entre los gobiernos estadounidense y neogranadino en 1974, que da a los uniformados del primer país una inmunidad similar a la conferida a los diplomáticos, sin tomar en cuenta el tipo de misión que desempeñen.
Estados Unidos ha sido consistente en esta posición, no solamente en Colombia sino también en los otros lugares del mundo donde ha desplegado a sus fuerzas armadas. En Irak, por ejemplo, las tropas de ese país tienen este privilegio. Lo más parecido a una patente de corso.
Desde la perspectiva estadounidense, la exigencia de inmunidad tiene una lógica. Por regla general, Washington envía a sus militares con el argumento de que lo han solicitado los gobiernos del “país anfitrión”. Esto implica, entre otras cosas, la admisión de que las autoridades locales (especialmente las militares) no han sido capaces de asegurar el orden interno. Por lo tanto, los soldados en misión deberán afrontar situaciones de extremo peligro, en las que probablemente se presenten bajas e intercambios de fuego.
Pero lo visto en Colombia nada tiene que ver con este supuesto. En el mes de abril, el gobierno del país suramericano solicitó la detención preventiva de 5 militares estadounidenses, señalados de haber aprovechado sus privilegios para traficar 16 kilogramos de cocaína hacia su país de origen, y traer de vuelta armas que necesitaban grupos insurgentes.
Estados Unidos se negó a poner a derecho a los militares, tras invocar el mencionado acuerdo. Lo declarado en aquella oportunidad por el embajador de ese país en Colombia William Wood, sugirió que las autoridades de ese país se reservarían el derecho de investigar a sus militares y descartar a los individuos que considerara libres de toda sospecha, sin tomar en cuenta la petición colombiana –por demás justa- según la cual ellos debían juzgar a tales efectivos en virtud de que los delitos habían comenzado en el territorio de la nación suramericana.
¿Por qué los militares estadounidenses habrían de ser inmunes cuando están desplegados en otro país? En todo caso, haciendo un alarde de generosidad, el gobierno anfitrión podría ofrecerles las mismas garantías y responsabilidades que las que gozan las tropas autóctonas en una situación de conflicto.
Pero esto no confiere a los integrantes de tales misiones inmunidad para delinquir o, lo que sería peor, incurrir en violaciones a los derechos humanos. La guerra, nos indica Michel Ignatieff, es cada día una actividad más reglamentada. Al atenerse a tales normas, las tropas del siglo XXI se diferencian de las que actuaron apenas hace 50 años, al mejor estilo de las montoneras que entraban a saco en los pueblos.
Ciertamente, en una situación como la colombiana las tropas estadounidenses podrán encontrarse involucradas en enfrentamientos contra grupos irregulares, es decir, no atenidos a ninguna norma o convención que le impida llegar a sus objetivos. Pero este no puede ser un argumento para descender al mismo plano en el que se mueven los guerrilleros o paramilitares. Sería realmente echarle más gasolina al fuego.
El episodio de la droga y los 5 militares estadounidenses quizá sea el precio que deberá pagar el gobierno de Uriba para darse cuenta de la necesidad de reformular su relación con las fuerzas armadas de EE.UU., si realmente desea continuar con el Plan Colombia.