Semana: Bush pierde la guerra contra el terrorismo

Los atentados del jueves 7 de julio en Londres eran una tragedia anunciada. Un blanco que encajaba en la lógica siniestra del terrorismo, después de los golpes a las Torres Gemelas de Nueva York y a los trenes de cercanías de Madrid, por la contundencia con que el gobierno de Tony Blair se sumó a la cruzada convocada por su colega George W. Bush para lanzar una guerra mundial contra el terror. Cuando se conoció la noticia, los líderes de los ocho países más industrializados del mundo, reunidos en el centro vacacional de Gleneables, Escocia, expresaron sus condolencias al primer ministro Blair. Pero uno de ellos con seguridad sintió el golpe con fuerza aun mayor: el presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Los bombazos de Londres, que según las autoridades al cierre de esta edición habían causado 49 muertes, cifra que seguramente aumentaría, se había convertido en la demostración de que su ‘guerra contra el terrorismo’ es un fracaso de proporciones históricas.
Los hechos de Londres acabaron de demostrar que ni la invasión a Irak, a pesar de la dudosa argumentación de Bush, ni la continuada ocupación de Afganistán, han conseguido que el mundo sea un lugar más seguro para vivir. Por el contrario, todo indica que la masacre fue perpetrada por terroristas islámicos cada vez más motivados e imposibles de controlar. Irak pasó de ser el reino de un ‘tiranuelo’ occidentalizado a imán de terroristas de todo el mundo árabe. Afganistán, cuya ocupación era justificada por el apoyo de los Talibán a Al Qaeda, ahora presencia el resurgir de aquellos. Y ya ni siquiera la captura del gran inspirador del terrorismo, Osama Ben Laden, acabaría con la amenaza global. Aunque este tipo de actos genera actitudes convergentes hacia el discurso de mano dura, ya hay síntomas de que la coalición liderada por Bush tiene grietas notables. España se había retirado, con el ascenso del socialismo al poder. Y en la propia Italia, hacia donde se dirigen las miradas de los analistas desde el jueves pasado, hubo versiones de un posible retiro -motivado en desincentivar algún posible ataque- desmentido el viernes pasado en declaraciones ambiguas del primer ministro, Silvio Berlusconi. En Estados Unidos el apoyo a la guerra se desplomó a cerca de 40 por ciento, y amenaza con llevarse consigo la popularidad del presidente Bush y con convertir su segundo cuatrienio en un período crítico.
Los hechos
Esa mañana estaba en contravía del ánimo de los londinenses: nubes grises cubrían el cielo y una lluvia testaruda, más otoñal que veraniega, se empeñaba en emparamar las calles. Pero parecían hacer muy poca mella en el ánimo de los transeúntes embriagados por la alegría colectiva del día anterior: Londres había ganado el honor de celebrar los Juegos Olímpicos en 2012. Cincuenta y seis minutos bastarían para que ese ambiente de felicidad se convirtiera en depresión.
Todo el mundo sabía que la ciudad estaba a la cabeza de la lista fatal de Al Qaeda por el apoyo que el gobierno de Blair le ha dado a Bush en su invasión a Irak. Hasta el punto de que el antiguo jefe de Scotland Yard, sir John Stevens, acuñó la frase «la cuestión no es si habría o no un atentado terrorista, la cuestión era cuándo».
El 7 de julio fue el día elegido para hacer ese cuándo realidad, mientras los ocho hombres más poderosos del planeta se reunían en Escocia para discutir el futuro de África y el calentamiento global. A las 8:51 de la mañana, un tren subterráneo de la Línea Circular se desplazaba lleno de gente entre las estaciones Liverpool Street y East Aldgate, al oriente del centro de Londres. Primero hubo chispas, y los viajeros pensaron en una falla eléctrica. Pero siguió una gran explosión, una bola de fuego y una capa de humo negro que dejó todo en tinieblas. Luego de la explosión, silencio total, roto luego por gritos y llanto. Veinte minutos después, grupos de socorro empezaron la evacuación. Pero los sobrevivientes debieron cruzar el vagón destruido y caminar entre los muertos, heridos y agonizantes que yacían medio desnudos en el suelo. Doscientas personas fueron trasladadas al Hospital Real de Londres, 170 de ellas tenían heridas menores y fueron llevadas en seis de los emblemáticos buses londinenses de dos pisos.
Cinco minutos más tarde, el pánico se trasladaría cuatro kilómetros al occidente, a la estación King’s Cross. Despina Trivolis se acababa de bajar de un tren de la línea Picadilly. Caminaba apresurada hacia las escaleras eléctricas. «De pronto hubo una explosión detrás de mí, las escaleras se paralizaron y la alarma comenzó a sonar. Toda la gente que estaba tras de mí empezó a empujar y el pánico cundió», relató a SEMANA. Ellos trataban de huir porque el tren en que venía Despina había explotado momentos después de dejar la plataforma. La Picadilly es la más profunda de las líneas londinenses, lo cual dificultó la evacuación de los heridos.
La ola de pánico siguió moviéndose hacia el occidente. Tres trenes se aproximaban a la estación de Edgware Road a las 9:17. Yoko Toda estaba en un tren de la Línea Circular y se dirigía hacia la City, ocho kilómetros al oriente. En la estación anterior, Paddington, el vagón en el que viajaba se había llenado de turistas cargados de equipaje. «Había un tren junto al nuestro, cuando oímos un estruendo -contó a SEMANA-, miré a la ventana porque pensé que habían chocado». El vagón había quedado a oscuras y los pasajeros trataban de no respirar el humo negro. A pesar del pánico, Yoko recuerda que el ánimo entre sus compañeros de viaje era bueno, ubicaban a aquellas personas con conocimientos de primeros auxilios y trataban de explicar a los turistas que no hablaban inglés lo que estaba sucediendo. En menos de 20 minutos fueron evacuados. «Al salir, me di cuenta de que la explosión había ocurrido en el vagón junto al mío. Había partes del tren en la carrilera y el compartimiento del conductor estaba completamente destruido», concluyó.
En la Plaza Tavistock, un bus número 30 viajaba entre Hackney, en el norte de la ciudad, y Marbel Arch, en el centro. Había sido desviado para dar paso a los servicios de emergencia que se dirigían a la estación Russell. El conductor estaba confundido sobre la ruta que debía seguir y se detuvo para pedir explicaciones a un guardia de tránsito. En ese momento el bus explotó. Algunos de los viajeros aseguran haber visto un hombre nervioso que cargaba una bolsa de plástico. La posibilidad de un atentado suicida no había sido confirmada ni descartada por los organismos de seguridad al cierre de esta edición.
En 24 horas el motivo de orgullo de la ciudad cambió. La víspera, sus habitantes sacaban pecho por los planes de renovación urbana debido a la construcción de la ciudadela olímpica. Al día siguiente, produjo admiración la rapidez con que actuaron los equipos de socorro. Cincuenta mil personas tomaron parte en los mecanismos de emergencia que permitieron la evacuación y la atención de los heridos. En la tarde del jueves, los londinenses caminaron por horas de regreso a sus casas y lo hicieron en silencio, sin protestar por su suerte. De repente, la individualista Londres se volvió solidaria y la gente comenzó a interesarse en la suerte de sus semejantes.
Los únicos criticados fueron los servicios de seguridad, a pesar de que, como se demostró de nuevo en la capital británica, es muy poco lo que éstos, o cualquiera en el mundo, pueden hacer contra el terrorismo, y en especial contra el proveniente de los extremistas islámicos. La pregunta que muchos se hacen hoy es si Tony Blair podrá conservar el mismo nivel de popularidad que había alcanzado después de las elecciones generales de mayo. Podría suceder un fenómeno similar al que vivió España desde del 11 de marzo, cuando el Partido Popular perdió las elecciones generales. La columnista del diario The Guardian Polly Toynbee piensa que este no será el caso en Gran Bretaña: «Yo no creo que esto vaya a cambiar mucho la actitud británica. Nosotros estamos acostumbrados a esto y no nos llega como sorpresa», le dijo a SEMANA.
Tony Blair recibió el golpe, en síntesis, en un momento crucial. Ya había puesto en marcha una estrategia para consolidar su base política, debilitada por el avance de la oposición en las elecciones, y esperaba un fortalecimiento de su imagen gracias a la victoria obtenida por Londres para hacer los Juegos Olímpicos de 2012 y a su protagonismo en la política internacional. En 2005 al Reino Unido le corresponden, coincidencialmente, las presidencias del Grupo de los Ocho y de la Unión Europea. Analistas han especulado que la razón por la que el gobierno de Blair decidió respaldar la invasión a Irak fue buscar un mayor compromiso de Estados Unidos en el tema de la pobreza mundial y, especialmente, de África, causa con la cual se ha comprometido el actual gobierno, con el evidente propósito de mejorar sus relaciones con los países más afectados por la pobreza. Con tal propósito creó la Comisión para África, en la cual le dio asiento a Bob Geldof, el promotor del concierto Live Aid en 1985 para superar la hambruna en Etiopía. Entre sus propósitos estaba asegurar la condonación de la deuda externa para por lo menos los 18 países más pobres del mundo y el incremento en ayuda humanitaria para el Tercer Mundo. Y también aspiraba a lograr avances importantes contra el calentamiento global, al tratar de convencer a Estados Unidos de acogerse al Acuerdo de Kyoto sobre emisión de gases.
Pero poco importaron esas consideraciones a la hora de perpetrar los atentados, porque, a los ojos de los extremistas musulmanes, Blair le vendió el alma al ‘Gran Satán’, el gobierno norteamericano de George W. Bush.
Después del júbilo que vivió Londres el miércoles anterior, cuando conoció la noticia de que sería la sede de los Olímpicos de 2012, vinieron la angustia y laconmoción que provocaron los atentados del jueves
Entre la primera y la última explosión trasncurrieron 56 minutos. La Policía de Londres todavía no tiene conclusiones sobre la metodología que siguieron los terroristas, pero sí sabe que los explosivos ean de uso militar
Los líderes del G-8 estaban reunidos en Greneagle, Escocia, cuando se enteraron del atentado. De inmediato el primer ministro británico, Tony Blair, acompañado por sus compañeros de grupo, condenó los ataques.
Los autores
En la tarde del jueves, un grupo seguidor de Al Qaeda puso un mensaje en Internet para adjudicarse los atentados.»El tiempo de revancha contra la cruzada sionista del gobierno británico ha llegado. Esta es la respuesta para la carnicería que Gran Bretaña está cometiendo en Irak y Afganistán», decía.
Aunque la autenticidad de ese comunicado no había sido confirmada oficialmente, todos los indicios apuntaban en ese sentido. Muchos analistas señalan como prueba que hay muchas similitudes entre lo que sucedió la semana pasada en Londres y en marzo de 2004 en Madrid. En ambas ciudades, los terroristas escogieron el sistema de transporte, que es mucho más vulnerable que blancos más emblemáticos.
Hay quienes se atreven a aventurar dos hipótesis. Primera, que siguiendo el patrón de Madrid, sean células dormidas de inmigrantes norafricanos, asentados en Londres desde mediados de los años 90. La segunda, que crea mayor preocupación, es que sean militantes nacidos en el Reino Unido, los cuales habrían sido reclutados dentro del país, pero entrenados en el exterior. Aunque el Consejo Musulmán de la Gran Bretaña emitió un comunicado para condenar los ataques en Londres y calificó a sus autores como «falsos representantes de su credo», esa comunidad teme represalias en su contra. Tanto, que la Comisión Islámica de Derechos Humanos les recomendó a los practicantes de esa religión abstenerse de salir a la calle, a menos que fuera necesario.
Incluso el mismo Primer Ministro siempre ha sido muy cuidadoso en la manera como se refiere a los practicantes de esa religión. Por eso dijo en su declaración, a su regreso repentino a Londres: «Nosotros sabemos que esa gente actúa en el nombre del Islam, pero nosotros también sabemos que la mayoría de los musulmanes, tanto aquí como en el extranjero, son gente decente, que obedece la ley y que aborrece esta clase de terrorismo tanto como nosotros».
La guerra y el terrorismo
Pero la figura del militante terrorista organizado, que actúa bajo la dirección de un líder y en función de planes determinados, ya no existe. Ahora, según los analistas, surgen por todas partes del mundo grupos que ya no tienen vínculos formales con Ben Laden y su grupo Al Qaeda. Los nuevos terroristas no actúan por una dirección específica, sino por una inspiración abstracta. En otras palabras, no son ramas de Al Qaeda, sino una especie de franquicias que actúan según su propia interpretación de lo que debe ser la Jihad, o guerra santa.
Pero ello no fue siempre así. Luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Bush decidió atacar a Afganistán y para ello contó con el apoyo de la inmensa mayoría de los países del mundo. Ese país, dominado por los extremistas Talibán, era el refugio de Ben Laden y sus secuaces, y el mundo veía su derrocamiento como un acto de legítima defensa.
Con el paso de los meses, la investigación fue demostrando hasta la saciedad que los atentados fueron cometidos por el grupo de Ben Laden, compuesto casi exclusivamente por ciudadanos de Arabia Saudita, un país por lo demás estrechamente aliado de Estados Unidos. Al mismo tiempo, el mundo presenciaba la obsesión del gobierno de Bush por derrocar a como diera lugar al dictador de Irak, Saddam Hussein. Para ello seguía dos hilos argumentales: por una parte, que Hussein había participado en los atentados del World Trade Center, y, por la otra, que su gobierno escondía «armas de destrucción masiva» destinadas a atacar a Estados Unidos o a sus aliados.
Los ataques contra las tropas estadounidenses siguen siendo una constante en Irak. Desde el inicio de la guerra en 2003, han explotado 482 carros bomba
La solidaridad y el miedo se apoderaron de los londinenses en los días posteriores al antentado. Mientras la reina Isabel visitó a los heridos en los hospitales, muchas personas evitaron tomar el metro por temor a ser víctimas de un nuevo ataque terroristas.
El gobierno de Bush recurrió entonces a una doctrina que no se esgrimía desde cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial: la guerra preventiva. Era necesario, según su argumentación, atacar a Irak para evitar que Saddam hiciera uso de sus intenciones terroristas contra Washington. De nada valían los argumentos de quienes afirmaban que Irak era un país debilitado por los años de bloqueo económico que, además, había visto destruido su aparato militar en la guerra del Golfo, en 1991. Saddam, decían, sólo era capaz de masacrar a sus propios habitantes, pero ello no justificaba una empresa militar de esas dimensiones. Al fin y al cabo, tiranos hay en muchas partes del planeta.
Lo peor es que la comisión especial de la ONU enviada a Irak no logró encontrar indicios de la existencia de esas armas de destrucción masiva, y los investigadores no pudieron demostrar vínculo alguno entre Saddam y Osama. Es más, se trataba de dos enemigos mortales: uno, Saddam, occidentalizado y corrupto. El otro, un fundamentalista del Islam.
Pero Bush se empeñó en invadir a Irak por razones que sólo la historia podrá explicar. Mientras tanto, hace carrera la teoría de que el Presidente tenía una cuenta pendiente contra Saddam, por el intento de asesinato que éste estuvo a punto de perpetrar contra su padre, en Kuwait, en 1993, cuando ya era ex presidente. Y que en su gobierno están, en puestos más altos, los ultraconservadores como Dick Cheney, Donald Rumsfeld y John Ashcroft, que consideran que Bush padre dejó sin terminar el trabajo cuando expulsó a Saddam de Kuwait en la guerra del Golfo de 1991. Sólo unas razones tan poco presentables podrían explicar cómo todos ellos se empeñan en repetir, una y otra vez, las mismas mentiras para justificar su agresiva política bélica. Y sólo un presidente hijo del primer George Bush habría lanzado la polémica guerra contra Hussein.
Sea como fuere, hoy por hoy, tanto el asunto de Irak como el de Afganistán se han convertido en el elemento galvanizador de un extremismo islámico cada vez más descontrolado. La operación militar estadounidense en Irak es un desastre. Tanto, que el fantasma del desastre de Vietnam ya ronda. Desde el día de la invasión, el 20 de marzo de 2003, han muerto 1.735 soldados norteamericanos, de los cuales 885 perecieron después de la entrega del poder al actual gobierno iraquí. Ese hecho, por lo demás, lejos de significar un alivio, no evitó que en este último año estallaran en ese país nada menos que 482 carros bomba, que han causado la muerte a 2.176 personas y heridas a 5.536. Desde que comenzó la guerra, han muerto más de 12.000 civiles iraquíes, mientras 14 norteamericanos y 203 personas de otras nacionalidades han sido secuestrados, (de los cuales 36 han muerto degollados por sus captores), y 52 funcionarios gubernamentales iraquíes han sido asesinados en forma selectiva. Un panorama muy lejano a la democracia que, según proclamaba al anunciar la invasión, iba a crecer en Irak para convertirlo en la demostración viviente de que ese sistema podía florecer en el mundo musulmán.
Y un informe de la CIA publicado por el diario The New York Times reveló que Irak, que en la época de Saddam Hussein era un país represivo pero sin terroristas, se ha convertido en el imán de los extremistas musulmanes del mundo, y en su mayor escuela de entrenamiento.
Lo peor es que, según la mayoría de los analistas, fuera del círculo cercano de Ben Laden, Al Qaeda ya no es un grupo organizado. Lejos de ser debilitado por la persecución de que es objeto, se ha dispersado por el mundo mientras reparte su ideología y sus técnicas de muerte colectiva por Internet a miles de musulmanes a quienes anima a actuar espontáneamente en su nombre. Muchos expertos en terrorismo sostienen, y los hechos de Londres y Madrid parecen confirmarlo, que el movimiento ha ganado terreno, particularmente en la gran comunidad musulmana de Europa. Allí, jóvenes sin esperanzas han acumulado resentimientos contra una sociedad en la que no tienen perspectivas de integración.
Todo ello es consistente con los objetivos señalados por Osama cuando era aliado de Estados Unidos contra la Urss en Afganistán en 1988. Él siempre manifestó su deseo de ser un guía espiritual, una ‘vanguardia’, más que un líder para que el mundo musulmán se levante contra la opresión de cristianos y judíos. El diario The Washington Post cita una entrevista con un colaborador cercano de Osama publicada recientemente en un periódico árabe. Según él, «cada decisión de un elemento de Al Qaeda es autónoma».
De hecho, la situación que se vive actualmente en Irak recuerda por varios factores lo que se vivió en Afganistán en los años 80. Fue allí, mientras combatía contra los comunistas, donde Ben Laden dejó su destino de multimillonario petrolero para tomar las armas contra los infieles. El saudita sostiene que contribuyó a la caída de la Unión Soviética con la carga económica que significó para ésta sostener su régimen amigo. Hoy ese sería su objetivo en Irak, lo que parece demostrado con los 5.000 millones de dólares diarios que le cuesta a Estados Unidos mantener un régimen marioneta.
Como se ve en el recuadro, desde la invasión a Irak los actos terroristas indiscriminados han seguido su curso. En ese mismo lapso han sido capturados en el mundo unos 4.000 terroristas islámicos, según cifras del Departamento de Estado de Washington. Pero nada de eso ha logrado detener el avance de la violencia.
¿Significa eso que la guerra contra el terrorismo de George W. Bush está perdida? Es difícil contestar en forma negativa esta pregunta, después de tantos muertos y de las demostraciones de capacidad operativa que hicieron los terroristas el jueves pasado en Londres. No por coincidencia se ha desatado un amplio debate sobre la necesidad de que Occidente asuma la amenaza en una forma diferente a la puramente militar. En ausencia de una solución política que deje a Ben Laden y sus cómplices sin banderas, Bush y sus desafortunados aliados, como Blair, pueden desplegar barcos, aviones y tropas. Pero nada de ello es capaz de controlar a unos cuantos extremistas mimetizados en un tren subterráneo, en una lluviosa mañana de verano en una capital europea.

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