Paradójicamente, las ciudades construidas inicialmente para proporcionar seguridad a todos sus habitantes, son hoy en día asociadas más frecuentemente con el peligro que con la seguridad».
Zygmunt Bauman
Las estadísticas sobre la tasa de delincuencia, por supuesto, varían notablemente de una ciudad a otra, y el nivel de seguridad (o la percepción que tiene la gente) también varía entre los diferentes barrios de una misma ciudad. Algunas de las ciudades más grandes del mundo (recordemos que dos tercios de las megaciudades se hallan en países del Tercer Mundo), ven como aumentan en espiral sus tasas de delincuencia. Asimismo, los crímenes y el miedo al asesinato también aumentan en determinados sectores de las ciudades de los países ricos, en particular en sus áreas más empobrecidas del interior o de la periferia. En cualquier caso, sin embargo, el crecimiento de la delincuencia urbana en muchas de las grandes ciudades del mundo, en el transcurso de los últimos 20 años, se ha convertido en un problema importante.
La delincuencia urbana
UN-Hábitat (Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos) constata que en los países del Norte, los centros urbanos de más de 100.000 habitantes la delincuencia, en particular la pequeña delincuencia, ha venido creciendo a un ritmo de entre el 3 y el 5% anual durante los años 70 a 90. A partir de los 90, la tasa de delincuencia urbana ha empezado a estabilizarse, con la excepción de la delincuencia de los jóvenes (12-25 años) y en particular la de los menores (12-18 años). Esta delincuencia se ha vuelto cada vez más violenta y la edad de ingreso en la actividad delictiva ha disminuido de los 15 hasta los 12 años.
En los países del Sur, a partir de los años 80, la delincuencia ha crecido y lo continúa haciendo actualmente, en tanto que la violencia de los jóvenes lo hace de manera exponencial. Fenómenos como los de los niños de la calle, el abandono escolar, el analfabetismo, la exclusión social masiva, el impacto de las guerras civiles y el comercio ilegal de armas ligeras han venido a incrementar este proceso.
Este aumento de la delincuencia se despliega en un contexto que viene dado, por una parte, por el crecimiento del tráfico y el abuso de drogas y, por otra, por su coexistencia con el Crimen Organizado Global, el cual contribuye a inestabilizar regímenes políticos y a incrementar los efectos sociales de las crisis económicas, entre las cuales destaca la incorporación de los jóvenes a las actividades delictivas, como mano de obra barata.
En Europa occidental los delitos menores y las conductas antisociales han crecido rápidamente, en tanto que la incidencia de los delitos graves ha sido relativamente controlada. Por su parte, en los países en desarrollo y en Europa oriental están aumentando tanto los delitos menores como los crímenes violentos. Incluso en Asia, donde hubo una disminución de los delitos en general (1975-1990), se ha producido un crecimiento considerable de los delitos contra la propiedad, de la delincuencia organizada y del tráfico de drogas en las ciudades con más de 100.000 habitantes (Cuadro 1).
Cuadro 1. porcentaje de la población víctima de la delincuencia en zonas urbanas con más de 100.000 habitantes
(en un período de cinco años)
Delitos relacionados
con vehículos
Robo con fractura
Otros robos
Delitos contra la persona
Total
Europa occidental
34
16
27
15
60
América del Norte
43
24
25
20
65
América del Sur
25
20
33
31
68
Europa oriental
27
18
28
11
56
Asia
12
13
25
11
44
Africa
24
38
42
33
76
Fuente: Instituto Interregional de las Naciones Unidas para Investigaciones sobre la Delincuencia y la Justicia (UNICRI), 1995, Criminal Victimization of the Developing World, con datos de UNICRI y del Estudio Internacional sobre Víctimas del Delito (1988-1994) del Ministerio de Justicia de los Países Bajos, basado en una muestra de 74.000 personas de 39 países (reproducida de Franz Vanderschueren).
En tanto que a finales de los 80 e inicio de los 90 la tasa de homicidios (homicidios al año por cada 100.000 habitantes) de América Latina era de 16.7 (OPS, Naciones Unidas. Word Health Statistics, 1991), a finales de los años 90 ya era de 27.5 (OMS en el «Word Report on violence and Health», 1997), una cifra tres veces superior a la media mundial (8.8 por 100.000 personas) y veintisiete veces superior a la de la Unión Europea. Y, según el BID, esta tasa ya superaría, actualmente, los 30 homicidios por cada 100.000 habitantes al año. Medida por los homicidios, la violencia en América Latina, en los últimos quince años, se habría duplicado. Considerando la totalidad de los delitos, según una encuesta del Latinobarómetro, en la mayoría de los países más del 30% de los ciudadanos ha sido víctima de algun delito. Asimismo, el coste total de la violencia en la región se sitúa entre el 5% y el 25% del PIB y los costes que los ciudadanos han asumido a fin de pagar su seguridad individual a través de la vigilancia privada, están entre el 8% y el 25% del PIB (BID, 2003).
En cualquier caso, no cabe duda que los escenarios preferentes de la violencia y la delincuencia son predominantemente urbanos. Así, resulta que las grandes ciudades de América Latina superan las tasas de violencia del respectivo país, con la sola excepción de Bogotá donde la tasa es tres veces inferior a la de Colombia.
La inseguridad ciudadana
En realidad, es a mediados de la década de los 70 que la inseguridad asociada a la delincuencia emerge como problema social y político significativo. Desde entonces no ha dejado de ser una de las cuestiones sociales más preocupantes; hasta el punto que, la seguridad de las personas y de sus bienes, como muy bien indica Robert, se ha elevado al nivel de aquellos problemas sociales de los cuales se discute sin saber muy bien como resolverlos, de manera que su exacerbación se convierte en un capital político para quienes saben cómo manipularla.
Sin embargo, la prisa por prescribir antes de diagnosticar ha dificultado gravemente que surgieran los medios necesarios para su análisis sistemático. De manera que el debate público se ha visto saturado por un estrépito de prescripciones normativas contradictorias sin que nadie se preocupara de conceder un espacio adecuado al análisis.
En un primer momento se intentó reducir el fenómeno, de la inseguridad ciudadana, al resultado de un complot de los medios de comunicación o de un poder empeñado en esconder los verdaderos problemas del momento y sus propios fracasos. A pesar de todo, los resultados de las primeras investigaciones empíricas no vinieron a confirmar, precisamente, esta tesis.
En los últimos años se ha intentado incriminar el peso de la delincuencia en el desarrollo de la inseguridad, sobretodo, a través de la acusación de las incivilidades. El objetivo inicial de esta empresa era apuntar la combinación, en ciertos barrios, de pequeños actos de vandalismo y negligencias en la gestión. Sin embargo, especialmente en los EE.UU., el interés ha terminado centrándose únicamente en el vandalismo sin castigo, perdiendo de vista la gestión negligente de las políticas de seguridad. Robert insiste, en consecuencia, en que resulta indispensable retomar la intuición inicial, la cual tiene presente tanto el vandalismo como la negligencia gestora.
El sentimiento de inseguridad a causa de la delincuencia incluye dos dimensiones:
a) por un lado, los encuestados manifiestan estar preocupados por un problema social;
b) por el otro, se sienten amenazados, personalmente o en personas cercanas, y tienen miedo.
La amenaza de agresión juega el papel más importante en esta anticipación del riesgo que se corre, y que constituye la afirmación de miedo a la delincuencia. Aún a pesar de que esta apreciación se mida por el rasero de la vulnerabilidad que reconoce a aquel que se considera frágil, ya sea a causa de la edad, el sexo o bien la situación.
Esta primera vertiente de la inseguridad se entiende sin mayor dificultad. Bien al contrario, la preocupación que se puede manifestar ante el delito depende de un esquema explicativo más complejo. Y es que el hecho de anunciar públicamente esta preocupación por la inseguridad forma parte de una estructura ideológica muy estable, que incluye también la adhesión al mantenimiento o el restablecimiento de la pena de muerte, así como el sentimiento de un exceso de inmigrantes: inquietud por el orden, o por lo menos preocupación por el desorden, reivindicación punitiva, xenofobia, o, en última instancia, miedo a perder la identidad colectiva.
Que la inseguridad se tiñe de un afán punitivo no tiene nada de sorprendente ni es un fenómeno particularmente nuevo, ya que con toda probabilidad está reflejando la impresión de impotencia que le acompaña. Así, la inseguridad prospera más bien entre aquellos que no disponen ni de los recursos (debido a una falta de calificación o bien a una rigidez extrema) ni del tiempo (demasiado mayores) necesarios para hacer frente al nuevo reparto del poder económico y social con alguna posibilidad de éxito. También son, preferentemente, aquellos que todavía no han perdido su trabajo pero que temen perderlo pronto. Los más inseguros no son, por tanto, necesariamente los más directa o inmediatamente amenazados, sino más bien los que son más sensibles al debilitamiento del modelo de sociedad y a la incertidumbre que afecta a su proceso de reproducción y, en definitiva, a su pervivencia.
El desarrollo de los sentimientos de seguridad o bien de inseguridad en una persona responde pues, básicamente, a su posición social. En el estadio actual del proceso de globalización, como remarca Hebberecht, la población se divide en una parte competitiva (un 40% aproximadamente), una parte amenazada con la marginación (un 30% aproximadamente) y una parte marginada (un 30%):
a) El sector de población que mantiene una posición competitiva en la economía global tiene la posibilidad de desplegar nuevas formas de relacionarse socialmente, se siente muy identificada con la nueva cultura global; en el plano ideológico está muy influida por la moral neoliberal y se siente políticamente integrada. Esta parte competitiva experimenta, como regla general y en diferentes planos, sentimientos de seguridad y raramente sentimientos de inseguridad. Asimismo, esta parte de la población puede obtener protección, tanto ante los efectos negativos de la globalización como ante los delitos que éstos generan, comprándola en el mercado privado de seguridad. Por ello, percibe los delitos como riesgos que pueden controlarse.
b) Otra parte de la población (un 30% aproximadamente) se halla en una posición amenazada por la marginación económica y también por la social, cultural, política e ideológica. Ésta experimenta, en diferentes planos, sentimientos de inseguridad y se enfrenta a los efectos negativos de la globalización con una creciente sensación de vulnerabilidad ante diversos tipos de delitos. Sus sentimientos de inseguridad respecto a su posición económica, social y política vienen dados por estos diferentes tipos de delincuencia. Esta parte de la población se siente abandonada por el Estado y, en particular, por la policía y la justicia, que ya no le pueden garantizar la seguridad ante la delincuencia.
c) Finalmente, la tercera parte de la población está marginada y excluida en los planos económico, social, cultural y político. Es este tercer sector el que recibe el mayor impacto de los efectos negativos de la globalización. Además, una parte de esta población resulta aún más marginada por la intervención de la policía y de la justicia penal.
Cuando la inseguridad viene acompañada, como acostumbra a pasar, de crispación entorno a la identificación por la nacionalidad -que se traduce en resentimiento contra invasores considerados como inasimilables- se puede confundir, más o menos explícitamente, al ladrón o el carterista, a quienes no hay manera de encontrar, con el extranjero, bien visible, por otra parte. De esta forma, delincuente e inmigrante pueden confundirse en una figura absolutamente exterior a nosotros, de manera que no merecen sino la exclusión.
En cualquier caso, para que la inseguridad haya podido cristalizarse sobre la delincuencia, o reflejarse en ella, ha tenido que haber una mala gestión anterior de la seguridad que haya preparado el terreno. O, en otras palabras, si una cierta forma de vulnerabilidad social constituye el terreno sobre el cual puede prosperar la inseguridad, su cristalización presupone un tratamiento inadecuado de los problemas de seguridad.
Delincuencia leve reiterada (hurtos y robos), criminalidad grave e individual (delitos sexuales y violentos) y criminalidad grave colectiva (terrorismo y otras actividades de organizaciones criminales) son, ciertamente, fuentes objetivas de inseguridad ciudadana. Conviene remarcar, pues, que la delincuencia patrimonial leve no da lugar, per se, a una sensación social de inseguridad. Ésta, sólo aparece -y de una forma especialmente intensa- ante la repetición cotidiana de estas conductas delictivas.
Se entiende, pues, que la conversión del fenómeno de la inseguridad ciudadana en problema político de primer orden -efecto que en algunos países se observa en la década de los setenta y en otros durante los ochenta-, requiere la concurrencia de dos circunstancias cruciales y a las que, como remarca Robert, no se les ha prestado aún la atención necesaria:
a) Se trata, en primer lugar, del aumento significativo de las depredaciones de bienes que acompañan, como si de su reverso se tratara, a la expansión de la sociedad individualizada de consumo.
Este tipo de delincuencia se asemeja a una disputa de gran amplitud y larga duración entorno a los bienes de consumo semidurables, una disputa entre los que tienen acceso, con mayor o menor facilidad, y los que se ven más o menos radicalmente privados. Y no se trata de una cuestión intranscendente, en una sociedad en la que estos bienes proporcionan un estatus.
Quizás sea éste el motivo por el cual esta modalidad de delincuencia tiene más que ver con la inseguridad que cualquier otra forma de victimización.
b) Pero, al mismo tiempo, debe considerarse la incapacidad de la policía -y, por ende, del conjunto del sistema de justicia penal- a la hora de impedir la reiteración, y de esta manera la cronificación, de la delincuencia predativa.
En este sentido, la profesionalización, el desarrollo tecnológico (sobretodo la motorización) y el peso creciente de las reivindicaciones corporativistas tuvieron una consecuencia no buscada: el alejamiento de los policías de las tareas de seguridad pública, de la presencia en el espacio público, que al ser constante resultava disuasiva.
Figura 1. El proceso de producción de la inseguridad ciudadana
Sólo así puede contemplarse (Figura 1) la secuencia completa, y ordenada debidamente -dado que en este caso sí que el orden de los factores altera el producto-, del proceso de producción del «problema de la inseguridad ciudadana»:
a) Se inicia con la extensión de las depredaciones;
b) se agrava sustancialmente por la negligencia policial ante la pequeña y mediana delincuencia;
c) la cual promueve una cultura de la impunidad;
d) y la consiguiente sensación de vulnerabilidad de amplios sectores sociales ya no sólo a las depredaciones sino también a las agresiones personales;
e) dando lugar así a la aparición de un miedo difuso aunque generalizado al delito;
f) que, a su vez, fomenta la privatización de la seguridad.
La dimensión glocal de la (in)seguridad
La globalización supone, como dice Recasens, en lo que se refiere al espacio propio del Estado-nación, una redefinición de los espacios, los cuales tienden a transformarse en subnacionales y/o supranacionales. Simplificando -sostienen Borja y Castells-, podría decirse que los Estados nacionales son demasiado pequeños para controlar y dirigir los flujos globales de poder, riqueza y tecnología del nuevo sistema, y demasiado grandes para representar la pluralidad de intereses sociales e identidades culturales de la sociedad, perdiendo por tanto legitimidad simultáneamente como instituciones representativas y como organizaciones eficientes. Se trata del fenómeno que hace que ambos ámbitos -local y global- no sólo no se excluyan, sino que se complementen. Algunos autores, para indicar claramente esta relación, utilizan el término «glocal».
Esta redefinición de espacios plantea graves problemas en el plano de la seguridad, concepto que se halla, desde sus orígenes modernos, vinculado a la forma del Estado-nación y a través de ella, a la idea de soberanía. De manera que:
a) La aparición de espacios macro-securitarios de tipo supra-estatal, como el espacio policial europeo, han hecho de las seguridades nacionales una cuestión multilateral. En el ámbito global, aparecen políticas claramente represivas vinculadas a grandes temas securitarios: terrorismo, drogas, libre circulación y extranjería, crimen organizado, violencias, etcétera.
b) Simultáneamente, el reclamo de una mayor atención a las necesidades de una seguridad vinculada a los ciudadanos y a sus demandas básicas ha desplegado un interés creciente por los aspectos micro-securitarios, en un espacio local que reclama las competencias asistenciales, de solución de problemas, de mediación, etcétera, pero al mismo tiempo se consagra también como el espacio de las inseguridades asociadas a la pequeña delincuencia, del riesgo y de los miedos de los ciudadanos.
Las respuestas a tal dualidad, prosigue Recasens, se plasman en los planteamientos «blandos» como la policía comunitaria o de proximidad o bien en los «duros» y traumáticos de tolerancia cero:
a) Los primeros pretenden incrementar la seguridad a partir de la aproximación de la policía a los ciudadanos, el uso de técnicas de patrulla urbana en diálogo permanente con los ciudadanos (de quienes obtiene información al tiempo que les genera sensación de seguridad) y la apuesta por la prevención/proactividad.
b) Los segundos se basan en la presión férrea aplicada a ciertos espacios ciudadanos, la dureza de las sanciones, una cierta permisividad a la rudeza policial y un «eficacismo» a toda prueba, basado en principios de represión/reactividad.
Va definiéndose así, también en el terreno de la seguridad pública, un ámbito «glocal» que evidencia la indisociable complementariedad de los espacios global y local. En cuanto se profundiza en fenómenos de ámbito local, como puedan serlo un problema de tráfico de drogas o de prostitución, o de robos en domicilios, aparece detrás, con una extraordinaria frecuencia, una dimensión global ligada a grupos organizados transnacionales de narcotráfico, trata de seres humanos o otros tipos de redes criminales. De esta manera, los problemas pasan frecuentemente de una dimensión estrictamente local a la global y viceversa, dejando al Estado un papel secundario de mero intermediario y gestor.
La incapacidad del Estado para restringir, en sus fuentes, la expansión tanto de la delincuencia de la impotencia (pequeña y mediana delincuencia) como de la delincuencia de la prepotencia (criminalidad financiera, violencia organizada), se ve agravada por la negligencia mostrada por las policías estatales a la hora de impedir la cronificación de las manifestaciones socialmente más perjudiciales, en la esfera global, del terrorismo, los tráficos de drogas, armas y personas y, más recientemente, del cibercrimen; y, en la esfera local, de la delincuencia predativa y las agresiones.
Situación, ésta, que viene a poner de manifiesto la dificultad intrínseca que experimentan las viejas policías estatales para, por una parte, enfrentarse con éxito a los nuevos fenómenos criminales transfronterizos y, por la otra, compatibilizar la protección del Estado, es decir el mantenimiento del orden, con la protección de los ciudadanos, o sea la atención eficaz de las crecientes demandas sociales de seguridad.
Puede decirse, por tanto, que los Estados-nación se ven sometidos, en el último cuarto de siglo, a una creciente tensión glocalizadora que, por elevación, alimenta la transferencia progresiva de competencias estatales en materia de justicia y seguridad al ámbito supraestatal (el caso de la Unión Europea puede resultar paradigmático), y, hacia abajo, impulsa la descentralización al ámbito local de las políticas de seguridad ciudadana.
Seguridad privada versus seguridad pública
No es ésta, sin embargo, la única tensión centrífuga que debe soportar el monopolio estatal de la violencia. Al mismo tiempo que el proceso glocalizador desgaja el núcleo de las competencias propias del Estado-nación en materia de seguridad, otra fuerza no menos poderosa, la privatización, viene a transformar el propio contenido del bien público de la seguridad.
La incapacidad estatal para garantizar, de forma efectiva, la seguridad de los ciudadanos, así como la consiguiente pérdida de legitimidad, han supuesto, de hecho cuando no de derecho, la devolución gradual de una parte nada despreciable de la referida responsabilidad -antaño indiscutiblemente colectiva- a los individuos; es decir, se espera que cada uno sea capaz de defender su persona y sus bienes.
Sólo así se explica el crecimiento espectacular que viene experimentando, particularmente en los últimos veinte años, la industria y el comercio de la seguridad entendidos en su sentido más amplio; pero también, en otro orden de cosas, los esfuerzos estatales no sólo por acercar la justicia y la policía a la comunidad (policía de proximidad) sino por lograr la implicación de los ciudadanos en las políticas públicas de seguridad.
La oferta pública de seguridad -particularmente la policial- retrocede debido a causas diversas:
a) Restricciones presupuestarias, especialmente influyentes en la medida en que los recursos tecnológicos y el entrenamiento necesarios para la policía pública son más y más costosos. Por ejemplo, en España el gasto público en seguridad disminuyó del 0,62 % del PBI en 1997 al 0,52 % en 2002.
b) Transferencia a la actividad privada de funciones que no son consideradas parte de este «core». Por ejemplo, hay Bancos Centrales que delegan el transporte de fondos a empresas privadas, se terciariza el control del tráfico o la gestión de cárceles, etcétera.
Bien al contrario, el mercado mundial de la seguridad privada tenía, en el año 2002, un valor de 86.000 millones de dólares, con una tasa de crecimiento anual media del 7 al 8 % (Cuadro 2):
Cuadro 2
SEGURIDAD PRIVADA. Valores de mercado y tasas de crecimiento
Región
Mercado
(MM Dòlars)
Crecimiento
(%)
Norteamérica
42.000
7-9
Europa
28.000
6-8
Japón
5.000
7-9
Latinoamérica
4.000
9-11
Resto del mundo
7.000
10-11
TOTAL
86.000
7-8
Del total del mercado mundial de la seguridad privada, estimado en 86.000 millones de dólares, 70.000 millones se reparten entre Norteamérica y Europa, repartidos entre los sectores de la vigilancia, alarmas, transporte de fondos y pequeñas alarmas.
La Revisión Panorámica de la Industria de la Seguridad Privada en Europa, realizada en 2004, reveló que, en los veinticinco Estados miembro de la Unión Europea, el sector de la seguridad privada había experimentado un crecimiento considerable en los últimos tres decenios, tanto en lo que se refiere al número de compañías como al número de personal de seguridad privada.
Hasta tal punto que, actualmente, la mano de obra de seguridad privada iguala prácticamente la mano de obra de la policía pública en la mayoría de los Estados miembro de la UE y en algunos incluso supera a la policía pública. Con relación a la población puede afirmarse que el sector de la seguridad privada presenta ya una tasa de 1/500.
En España, las empresas privadas de seguridad emplean a más de 88.000 personas, 25.000 de las cuales vigilan edificios públicos o de empresas del Estado, y con una facturación anual que, en 2004, superó los 2.800 millones de euros. De manera que, el sector de la seguridad privada, está adquiriendo una dimensión comparable al Cuerpo Nacional de Policía o la Guardia Civil: más de 75.000 vigilantes, 7.900 escoltas, 1.500 especialistas en sistemas, 4.500 vigilantes de explosivos.
Pero si bien los mayores mercados son Norteamérica y la Unión Europea, los de un crecimiento más rápido son Latinoamérica, Asia y los países del este de Europa, en los que se han formado enormes mercados para la seguridad privada.
La seguridad privada está asumiendo ámbitos que, hasta hace poco, parecían exclusivos de la órbita pública, o que nadie cubría directamente. Por ejemplo, hace pocos años era impensable que empresas privadas asumieran la seguridad de presidios. Pero ya en varios puntos de Norteamérica y de Latinoamérica existen experiencias de cárceles gestionadas por el sector privado. También existen brigadas contra incendio, dispositivos de seguridad ambiental o seguridad aeroportuaria, etcétera, gestionadas por empresas privadas de seguridad.
Con todo, lejos de complementar la seguridad pública, la expansión espectacular de la seguridad privada no ha significado un descenso ni de la delincuencia, ni del sentimiento de inseguridad ciudadana y, muy al contrario, sí que ha contribuido a profundizar la fractura social entre unos sectores particularmente protegidos y otros que resultan cada vez más vulnerables a la violencia urbana.
¿A qué se debe, pues, el éxito de la seguridad privada? En realidad, se trata de un conjunto complejo de procesos; entre otros:
a) La violencia y la inseguridad ocupan el primer lugar en la preocupación ciudadana en casi todos los países.
b) Existe una delincuencia más sofisticada que, en muchos casos, incluye vínculos complejos con mafias locales y regionales, narcotráfico y terrorismo.
c) La inseguridad global se hace visible en la inseguridad ciudadana a la que se le ofrece seguridad privada, lo cual supone, de hecho, la imposición social del «sálvese quien pueda».
d) La ocupación de los espacios públicos por el tráfico de vehículos; en los cuales no puede estarse, tan sólo circular.
e) La aparición de espacios privados de uso público (centros comerciales, estadios, etcétera).
f) La retirada de la policía de la vigilancia de los espacios públicos (excepto circulación), para centrarse en sus prioridades (terrorismo, drogas, inmigración, etcétera).
g) La eliminación de los controladores de espacios públicos (revisores en el transporte público, controladores en estaciones de ferrocarril, porteros en edificios de viviendas, serenos, etcétera).
h) La propagación de una cultura de la impunidad debida al abandono de las víctimas de la «pequeña delincuencia» por parte de la policía.
Populismo punitivo versus gobernanza de la seguridad
Sometidas como están a las poderosas fuerzas centrifugadoras de la glocalización y la privatización, las políticas de seguridad parecen debatirse, en este inicio de milenio, entre una tendencia hacia un «populismo punitivo» -que vincula la seguridad a la intensificación de la represión penal de aquellas formas de delincuencia a las que se atribuye la responsabilidad de la inseguridad ciudadana (tolerancia cero)- y la búsqueda de nuevas formas de «gobernanza de la seguridad» -que faciliten un punto de equilibrio entre las respuestas a las causas de los comportamientos marginales y aquellas que sitúan a las víctimas en el centro de la acción pública (Figura 2).
Figura 2. Dos modelos de política de prevención y seguridad
Exclusión social.
Inclusión social.
Seguridad para los fuertes contra el riesgo procedente de los débiles y los excluidos.
Seguridad de todos los derechos de todas las personas.
Política tecnocrática, dirigida a la conservación del estatus social.
Política democrática, dirigida al empowerment (delegación de poder) de los débiles y excluidos.
Política centralista, autoritaria.
Política local, participativa.
La demanda de seguridad se reduce a la demanda de penas y de seguridad contra la delincuencia.
Deconstrucción de la demanda de penas en la opinión pública y reconstrucción de la demanda de seguridad como demanda de seguridad de todos los derechos.
Toda la política de seguridad es política criminal.
La política criminal es un elemento subsidiario en el interior de una política integral de seguridad de todos los derechos.
Política privada de seguridad. La seguridad es un negocio. Los ciudadanos se convierten en policías (neighbourhood watch).
Política pública de seguridad. La seguridad es un servicio público. Los policías se convierten en ciudadanos (policía comunitaria).
Aceptación de la desigualdad y autolimitación del disfrute de los espacios públicos por parte de la víctima potencial.
Afirmación de la igualdad y uso ilimitado de los espacios públicos por parte de todas las personas.
Seguridad a través de la reducción de los derechos fundamentales (eficiencia penal, derecho a la seguridad).
Seguridad en el marco de la Constitución y de los derechos fundamentales (derecho penal mínimo, seguridad de los derechos).
Seguridad como política de la «fortaleza europea».
Seguridad como política de una «Europa abierta», dirigida al desarrollo humano en el mundo.
Fuente: Baratta, A. (2001, junio). El concepto actual de seguridad en Europa. Revista Catalana de Seguridad Pública, 8, 17-30.
En el actual contexto socioeconómico, caracterizado por los flujos migratorios globales, parece ponerse de relieve que las estructuras convencionales son insuficientes para combatir la delincuencia patrimonial reiterada procedente de los sectores más marginales de la sociedad. Por ello, se pretende que la pena criminal ejerza un papel fundamental en la «lucha» contra este problema que perturba gravemente la convivencia, atemorizando a amplios grupos sociales. En particular, la cárcel vuelve a ser el instrumento básico de defensa social al cual se recurre en «legítima defensa» a fin de evitar que los incorregibles sigan perturbando nuestro día a día.
Ciertamente, como destaca Silva, medidas como la agilización de los juicios, un mayor incremento de la presencia policial en la calle, o la articulación de mecanismos de seguimiento y asistencia a los delincuentes habituales y a sus familias, resultan excesivamente caros y con una escasa rentabilidad política a curto plazo. Es cierto, asimismo, que amplios sectores de la población no parece que deseen que se les eduque su sensibilidad político-criminal, sino que reclaman respuestas claras y contundentes que le calmen su agresividad y aparten sus temores. Y es cierto, finalmente, que los medios de comunicación reflejan lo que muchos ciudadanos sienten: miedo a salir a la calle. Pero, en todo caso, conviene examinar si es tan cierto que de todo ello se derive necesariamente la exigencia de una adopción urgente de medidas para la «lucha contra la inseguridad en las calles» y, más aún, que estas medidas tengan que pasar, precisamente, por el incremento de la represión.
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