Por Alberto Abello Vives*
«Tenemos un hermano que hasta ahora no sabemos si está vivo o muerto o si está en la cárcel, de 32 años. Hace dos años nunca más lo volvimos a ver. Era técnico de radio, lo estudió por correspondencia, era muy inteligente, mecánico, soltero. Como era soltero le gustaba viajar. Había viajado antes, pero con el segundo no regresó. Dicen que lo mataron. Pero hasta ahora no tenemos esa certeza; el cadáver no aparece, nunca vimos el cuerpo, no supimos nada. Mi hermano no era criminal», dice la hermana de uno de los desaparecidos de San Andrés y Providencia.
Como él, decenas de muchachos han desaparecido de sus hogares y otros tantos han corrido mejor suerte: se encuentran presos en cárceles de Norteamérica. Con su piel negra, dominio del inglés y de la lengua criolla, herederos de una tradición de navegantes, condiciones todas ellas que los convierte en un grupo humano con ventajas excepcionales, los jóvenes de la isla de San Andrés en el Caribe occidental, con una astucia que envidiaría la imaginaria araña Anancy, se han convertido en agentes del transporte de drogas por el mar Caribe.
Como capitanes y ayudantes de las llamadas go fast, transportan el cargamento hasta destinos variables en Centroamérica, México o Estados Unidos desafiando el rigor de la política de seguridad y antinarcóticos de la principal potencia mundial. Sólo tienen tres opciones: ‘coronar’, caer presos o morir. A los que no regresan, sus familias los aguardan en silencio y lloran en privado.
«No hay una familia de la isla que no haya llorado su drama», me escribió Hazel Robinson, la escritora nacida en San Andrés, y que ahora reside en Estados Unidos (ver entrevista). Los muchachos son contactados en la isla y para estar listos a la hora del encuentro toman cursos de navegación en el Servicio Nacional de Aprendizaje, Sena.
«Puedo dar testimonio que han sido buenos alumnos, son excelentes, ese grupo salió excelente», dice una funcionaria del Sena, refiriéndose al último grupo de estudiantes que tuvo a su cargo. De 16 muchachos muchos de ellos ya no están. «La gente los quiere. Yo los quiero, pertenecen a nuestras vidas, forman parte de nuestra cotidianidad. Es muy triste cuando escuchamos los rumores de que murieron. Solo sabemos porque una madre llora, porque una hermana está triste; no hay nada oficial. Como es algo ilegal se queda en la ilegalidad».
Los capitanes y ayudantes de las lanchas rápidas son hijos de familias con tradición en la isla, educados con valores y creencias religiosas. Son muchachos de barrio, pacíficos, queridos por la comunidad, deportistas y excelentes alumnos cuando se trata de los cursos de navegación; los mueve la ambición de ganarse el reconocimiento de las mujeres, llamar la atención y alcanzar ese modo de vida y alto nivel de consumo que ven en los medios de comunicación; quieren usar ropa de marca y adornos de valor, adquirir vehículos nuevos, consumir licores y andar en bonche con sus amigos escuchando música.
Marineros de todos los tiempos son los isleños; avezados capitanes que se apellidan Archbold, Howard, Hooker, Huffington, Newball, Abrahms o Bent han escrito la historia de la navegación en este pedazo del Caribe que pertenece a una Colombia de habla castellana y de espaldas al mar; pero aunque en el archipiélago un refrán popular dice: «el mar fue, sigue y seguirá siendo nuestro mejor aliado», abundan los relatos sobre los peligros y las muertes ocurridas. La fortuna no siempre está en el mar.
El viaje
Una vez son contactados, los jóvenes isleños organizan el grupo y se preparan para el trip, como dicen. Viajan en aerolínea comercial hasta Barranquilla o Cartagena en un vuelo que dura sesenta minutos y una vez aterrizan son llevados a algún hotel emplazado en cualquier lugar de la línea costera; es entonces cuando entran a la lista de espera, hasta que reciben la autorización de zarpar desde las ensenadas del parque Tayrona, los golfos de Morrosquillo o del Darién, de la península de La Guajira o de cualquier playa del territorio colombiano. Los isleños prestarán a partir de ese momento sus servicios como capitanes y auxiliares, y es cuando entran en contacto por primera vez con quien será el jefe de la carga y quien tomará las decisiones que la travesía exija hasta responder ante los dueños del cargamento.
Mientras me enseñaba las lanchas, casi todas azules, que han sido incautadas, un guardacostas encargado de perseguirlos en alta mar me dijo sobre sus tripulantes: «Son de 18 hasta 45 años, predominan los jóvenes. Tienen funciones específicas en su travesía: uno es el encargado de entregar la mercancía, otro es el motorista, otro el encargado de las mangueras, otro se encarga de la logística, de los líquidos y de la comida; cuatro o cinco es el promedio por lancha. El piloto va de pie recostado contra un banquito. Los otros van de pie. Ninguno va sentado porque se lastiman con la saltadera. Llevan manzanas, peras y naranjas, enlatados, embutidos, jugos en lata, Gatorade, suero para hidratar, galletas.».
La partida es de noche. Después de revisar que nada falte, que los tanques de gasolina estén cargados, que las mangueras estén conectadas, que en la embarcación estén los refrigerios y que el jefe de la carga confirme que todo está bien, se encomiendan al lord y prenden los motores. No hay tiempo para el miedo, todo es muy rápido. Hay que ganarle la pelea al tiempo.
Cuando parten llevan consigo suficiente información que les ha sido suministrada sobre la localización de los guardacostas; de ellos sólo es la ropa que llevan puesta, la billetera con fotos de la mamá, de la novia o de los hijos, una que otra pulsera en las muñecas -algunas como amuletos- y cadenas colgadas del cuello.
El capitán domina el GPS en la oscuridad. Le permite enrutar la lancha fuera de peligro. Se ha iniciado la aventura que exige alta concentración y produce mucha adrenalina. Son embarcaciones con tres motores fuera de borda -aunque en ocasiones excepcionales el número de motores es mayor-. Saben que tienen que avanzar el mayor millaje posible de noche. La noche es su aliada.
De día, disminuyen la velocidad para que la estela que van dejando los motores no sea detectada por las aeronaves que sobrevuelan el Caribe; en ocasiones han tenido que detener la marcha y cubrirla toda con un pijama azul para mimetizarla entre la inmensidad de las aguas. Pueden pasar horas enteras detenidos y cubiertos totalmente.
Por su localización, el archipiélago, además de surtir la mano de obra para el transporte marítimo de la carga de narcóticos, ha vuelto a ser estratégica. La autonomía de las go fast exige el reabastecimiento de combustible desde cualquiera de las islas. Es un negocio complementario. El precio del galón de gasolina en alta mar multiplica el precio en las estaciones de servicio de la isla.
Más allá de las fronteras
Esta es la primera oleada del narcotráfico. En 1995, The New York Times se refirió a San Andrés como paraíso de la droga; en efecto, durante los noventa la isla -preferida por los carteles del continente- operó como punto en la cadena de distribución y vivió un boom por la adquisición de tierras, las construcciones y el montaje de negocios con recursos provenientes del lavado de activos.
Con el Tratado de Interdicción firmado con Estados Unidos y la utilización de los recursos del Plan Colombia para frenar el tráfico de narcóticos rumbo al norte (Florida, México, Belice, etc.), se reafirman los vínculos entre isleños y nicaragüenses, esta vez, alrededor del narcotráfico.
Juegan a favor de esta relación, fuera de las condiciones de pobreza e inequidad en ambos países, el inglés y la lengua criolla de base inglesa, cuyos principales rasgos son compartidos con los habitantes de Jamaica, Islas Caimán y las costas e islas caribes de Belice, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá. Con ellos tienen afinidades culturales y mantienen vivas relaciones familiares y redes de intercambio, migraciones y comunicaciones. Entre ellos les es fácil mimetizarse cuando tienen que abandonar la embarcación en la que llevan la carga o son perseguidos por las autoridades.
Con frecuencia los medios de comunicación de Nicaragua reportan muertes, embarcaciones encalladas, cargamentos a la deriva, decomisos de droga, persecuciones a colombianos en Puerto Cabeza, Bluefields y Corn Islands asociados a este negocio.
«Hay diferentes rutas. Muchos llegan a Nicaragua y entierran la droga, la entregan o reaprovisionan combustibles o víveres», dice un guardacostas. «Es muy difícil que vayan a otros países de Centroamérica porque necesitan más combustible. Cuando reabastecen aquí cerca de San Andrés llegan a Jamaica o a Norteamérica; a Panamá es más difícil que lleguen».
La Costa de los Misquitos ofrece ciertas ventajas para la continuidad del transporte vía terrestre. Es una zona de frontera, relativamente despoblada, sumida en la pobreza, con condiciones naturales que dificultan los controles territoriales e instituciones locales con baja capacidad de ejercer sus funciones. Pero fueron las obras de rehabilitación del sistema de transporte afectado por el huracán Mitch en 1998 las que mejoraron el transporte y facilitaron la movilización de la carga hacia Managua. En la capital nicaragüense el narcotráfico ha erosionado la vida social y transformado sus sectores populares. Uno de estos cambios ha sido la mutación de las viejas pandillas urbanas surgidas en los noventa entre desmovilizados ex sandinistas y ex contras por organizaciones adaptadas a las necesidades del comercio de droga al detal y al tráfico de la carga buscando traspasar la frontera norte.
Cuando coronan
Los que logran tener éxito regresan a su isla y son recibidos como héroes por sus familias y amigos. La celebración dura varios días. Buena parte del pago se va en el consumo de licor, en el festejo con mujeres y en la compra de lujosos automóviles. Para las mamás siempre se reserva el segundo viaje, del cual a veces no hay retorno.
«Muy pocos tienen la suerte de retirarse cuando quieren. Cuando se retiran montan su negocito y conozco gente que llega, hace su viaje, le dan el porcentaje a su mamá y el resto se lo derrochan en un mes», dice guardacostas. «En un año no incautamos ni el 35 por ciento de las lanchas que pasan por el Caribe y eso que el paso por acá es obligatorio».
Hoy en la cárcel de Tampa o en cárceles mexicanas hay presos isleños que no tienen ni siquiera la posibilidad de pagar un abogado. Sus familias saben muy poco de ellos, pero en la página web de la cárcel de Tampa se pueden identificar los apellidos de los hijos de la isla. Un periódico local de San Andrés, The Archipiélago Press, ha realizado varias publicaciones notificando a las familias sobre sus hijos detenidos. «Es un tipo recién salido del bachillerato con un niño, una familia. Se fue a Barranquilla y le ofrecieron 30 millones. ‘Me corono, me salgo, pago mis deudas’, decía. Lo cogieron fuera de los cayos y lo llevaron directamente a Tampa», dice otro familiar.
Sin embargo, muchos no aparecen como detenidos y tampoco regresan. Se los traga el mar. Es la historia de los aguerridos navegantes insulares que se repite una y otra vez. A las mujeres no les queda más que observar el mar esperando el regreso. El poema de la escritora barranquillera María Matilde Rodríguez que vive con su marido y sus hijos en la isla resuena como un llanto: «No. No, será mejor que no hablemos de eso./Que los hombres se pierdan mar adentro, no es nuevo /que traguen horizontes salados, no hace gracia/ todas sabemos que no los veremos en la orilla otra vez/ por eso deshazte de su peine, recoge la ropa del alambre y alista el vestido de la iglesia».