Hace ocho años, la felicidad se apoderó de Francia. Su selección de fútbol, con un juego deslumbrante, acababa de ganar la Copa Mundo en el monumental estadio inaugurado a las afueras de París. Todos los franceses –los blancos, los negros y los musulmanes– se sentían representados por aquel equipo encabezado por Zinedine Zidane, hijo de argelinos, y por el goleador negro Thierry Henry, que hoy hace disfrutar en Londres a los hinchas del Arsenal. No era un fenómeno nuevo. Históricamente, muchos de los orgullos franceses han llegado del exterior o han sido hijos de inmigrantes. Un ejemplo fue el archifamoso cantante Jacques Brel, que había nacido en Bélgica.
En 1998 estaba claro que el modelo de integración de Francia, que convertía en francés a todo aquel que llegaba de Marruecos, España, Vietnam o Túnez, y que volvía laico y ciudadano de la tierra de la «libertad, igualdad y fraternidad» a quien llegara de Argelia o de Perú, había sido un éxito. Era la culminación del sistema black-blanc-beur, o sea negro-blanco-moro. Pero ahora, en pleno 2005, resulta que la cosa no era así. Hoy, con un muerto sobre la mesa, 1.900 detenidos y más de 5.000 carros incendiados, ocurre que lo que había en ese país era un modelo de integración que se ha derrumbado como un castillo de naipes. Hoy Francia se encuentra en estado de emergencia.
La llama que prendió la mecha se produjo la noche del 27 de octubre, cuando dos jóvenes, Bouna Traoré, de 15 años, y Zyed Benna, de 17, decidieron esquivar un retén de la policía en Clucy-sous-Bois, una ciudad de unos 30.000 habitantes a sólo 15 kilómetros al este de París, para esconderse en unas instalaciones de la compañía Electricidad de Francia (EDF). Los agentes, que se habían percatado de la huida de los muchachos, rodearon poco a poco la edificación. Jamás pudieron capturarlos. Cuando los encontraron, Bouna y Zyed estaban muertos. Una carga de alto voltaje les había quitado la vida.
Tan pronto se supo la noticia, los desórdenes se extendieron por los suburbios pobres de París como una mancha de aceite. Montfermeil, Neuilly y Bondy fueron tomados por jóvenes enfurecidos. El miércoles 2 de noviembre la situación empeoró de tal modo que el primer ministro conservador, Dominique de Villepin, se vio obligado a cancelar un vuelo al exterior, lo mismo que el titular de la cartera de Interior, Nicolas Sarkozy, que en una entrevista al diario Le Parisien se había referido a los jóvenes protagonistas de la revuelta como «escoria» y «canallas». Pero fue peor. El jueves 4, los alrededores de París ardían como pólvora, y ese fin de semana los disturbios llegaron a ciudades tan distantes como Niza, en el sureste, y Ruán, en el norte.
Lo que había en Francia era una falsa integración que se derrumbó como un castillo de naipes.
El domingo 6 de noviembre, el presidente de la República, Jacques Chirac, no tuvo más remedio que salir en televisión para pedir que el orden se reestableciera. Al otro día, los desórdenes cobraron una víctima. Su nombre era Jean-Jacques Le Chenadec, tenía 61 años, gozaba de una digna jubilación de la Peugeot pero, tres días antes, por desgracia, decidió salir de su casa, en las afueras de París, con la idea de apagar las llamas que brotaban de un contenedor de basura. El problema es que al verlo, uno de los jóvenes pirómanos la emprendió contra él y le dio un golpe en la cabeza que lo sumió en un coma del que no se pudo recuperar.
Semejante lío empujó al Gobierno a adoptar medidas drásticas. De Villepin autorizó entonces a los alcaldes a decretar el toque de queda, y el martes 8 de noviembre se dictó el estado de emergencia, una medida de la que se había echado mano por última vez en 1984, tras los disturbios en la isla de Nueva Caledonia, en el Pacífico Sur. Esta situación permitió a los prefectos ordenar registros domiciliarios, implantar toques de queda, cerrar locales, dictar confinamientos y poner multas de hasta 4.000 dólares. El jueves pasado, Sarkozy fue más allá. Solicitó la expulsión del país de 120 jóvenes, y el 73% de los franceses lo respaldó. Para entonces ardían carros en Berlín y en Lisboa.
Todo esta situación ha puesto de presente el pobre resultado del modelo de integración francés respecto de los jóvenes hijos de inmigrantes de Argelia, Marruecos o Túnez. Se sienten marginados y lo están. Las cifras lo demuestran (ver recuadro). Como dijo Alain Duhamel, analista del diario de izquierda Libération, «la República Francesa quería demostrarle al mundo que con su laicidad, su lengua, su pasado, sus valores universales y su Estado, era capaz de metamorfosear a cualquier extranjero, viniese de donde viniese e independientemente del color de su piel y de sus creencias, en un galo bigotudo, patriota y gruñón. Por mucho tiempo, miró por encima del hombro a los países con un modelo multicultural (léase Estados Unidos). Pero hoy le ha tocado el turno de llorar sobre su modelo incendiado».
LOS MAGREBÍES
Pese a que Francia ha pretendido que los 4,3 millones de inmigrantes magrebíes (Marruecos, Argelia, Libia o Túnez, principalmente) se sientan tan franceses como los demás 57 millones de habitantes, las estadísticas prueban que esto no ha sido así. Mientras que el porcentaje de desempleo nacional es del 9,8, el de esos inmigrantes alcanza el 17,4. Martine Mavroidis, profesora de una escuela pública cerca de París, donde hay muchos magrebíes, señaló al diario madrileño El País que los muchachos saben que su currículo no servirá de nada si lo firman con su verdadero nombre. «Da igual si tienen matrícula de honor. Si al principio escriben ‘Mohamed’, saben que el currículo irá a la basura», puntualiza.