Análisis: Unos días antes de que los terroristas de al-Qaeda volaran, el 11 de septiembre de 2001, las Torres Gemelas de Nueva York, el Parlamento Europeo aprobaba un informe de iniciativa recomendando al Consejo que tomara las medidas necesarias para implantar la Orden de Arresto Europea[1] y la Definición Común del Delito de Terrorismo. En el Consejo de diciembre de ese mismo año, los Quince adoptaron esas dos Decisiones Marco.[2] Se podría decir que la rápida decisión del Consejo fue un “bien colateral” de ese brutal atentado. Pero esa decisión urgente fue posible porque el Parlamento y la Comisión se habían anticipado al debate de los gobiernos superando la habitual estrategia intergubernamental.
Dos años y tres meses más tarde, el terrorismo fundamentalista islámico hizo explotar los trenes de Madrid. El Consejo se volvió a reunir. Javier Solana destacó los agujeros del sistema de seguridad europeo y las limitaciones jurídicas y políticas para avanzar en la definición y puesta en marcha de una política común en la materia, al tiempo que llamaba la atención sobre el hecho de que hubiera países que aún no habían traspuesto a sus legislaciones nacionales los acuerdos marco de lucha contra el terrorismo.[3] En ese Consejo se adoptó la decisión de elaborar un plan que habría de llamarse “Nueva estrategia europea de lucha contra el terrorismo” y de nombrar a Gijs De Vries coordinador para la materia.
Desde entonces, el citado plan está siendo objeto de debate en cada reunión del Consejo. Decenas de medidas se van sumando al catálogo. Casi todas ellas dependen de la confianza entre policías y/o gobiernos, y de la cooperación basada en la buena voluntad. No hay aún una base jurídica que, anticipándose incluso a los planteamientos del proyecto de Constitución Europea, permita al Consejo elaborar y aplicar una política verdaderamente común. La mayor parte de las competencias en esta materia siguen siendo nacionales y cuando se toman decisiones que superan ese ámbito, la puesta en práctica termina dependiendo de los acuerdos intergubernamentales, fundamentalmente del núcleo duro formado por España, Francia, el Reino Unido, Alemania e Italia.
La respuesta europea al riesgo planteado por el terrorismo, es claramente insuficiente. Ya lo era, como decía al principio de este análisis, para responder al desafío planteado por ETA; y lo es aún más frente al terrorismo fundamentalista islámico, un terrorismo cuyas tácticas y objetivos resultan impredecibles.
Hoy el mayor riesgo para la seguridad y la convivencia democrática –en Europa y en el conjunto del mundo–, está representado por el terrorismo practicado por los grupos fundamentalistas que dicen actuar en nombre del islam. Los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004 pillaron a Europa desprevenida. Los europeos ni siquiera “comprenden”[4] por qué somos objetivo de los terroristas. Se preguntan cómo es posible que un espacio de libertad como el europeo pueda ser objetivo y víctima de los ataques de los terroristas. No comprenden la esencia misma de lo que es una organización de fanáticos, que no necesitan argumentos para destruir todo aquello que consideran fuera de su control, como es el caso de las sociedades plurales y libres. Y por eso, porque no lo comprendemos, en vez de organizarnos para prevenir los atentados y combatir a los terroristas y a su entorno legitimador, hacemos eternos debates sobre “las causas”, negándonos a aceptar que mientras nosotros procuramos “entenderlos”, ellos organizan acciones para destruirnos.
El día 13 de julio se reunirá, con carácter extraordinario y urgente, el Consejo de Ministros de Justicia e Interior (JAI). Mucho me temo que sus debates sean una repetición de los que se produjeron en la reunión del Consejo que tuvo lugar tras los atentados del 11-M. Los ministros analizarán el catálogo de decisiones adoptadas y no implementadas por parte de sus respectivos gobiernos, y acordarán llamar la atención a los países que aún no han cumplido con su responsabilidad. Pero aún hoy la política antiterrorista reside en el segundo y tercer pilar, y los gobiernos de esos países se limitarán a tomar nota puesto que el consejo carece de instrumentos para sancionarles, incluso si su no diligencia hubiera puesto en riesgo a ciudadanos de otros países. Resulta dramático pensar que se puede sancionar a un país que incumple el Pacto de Estabilidad, pero no ocurre lo mismo cuando lo que está en riesgo no es la economía sino la seguridad y la libertad de los ciudadanos.
Yo he vivido en primera persona, desde el mes de octubre pasado, este debate en la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior del Parlamento Europeo. Discutíamos una iniciativa, de la que yo era ponente, que ha elaborado una serie de recomendaciones para el Consejo en relación con la nueva estrategia de lucha contra el terrorismo y lo que he podido percibir en los parlamentarios de los países que no han sufrido ataques terroristas, al margen de su color ideológico, es una gran preocupación por “no provocar” a los terroristas. Siempre justifican su posición timorata con un discurso en el que se pone el énfasis en la necesidad de combatir el terrorismo respetando escrupulosamente los Derechos Humanos. Nos resulta extraordinariamente difícil que comprendan que nuestra posición en materia de lucha contra el terrorismo no tiene otro objetivo que la protección de los Derechos Humanos. Algo parecido ocurre con todo lo relacionado con la seguridad. Me he cansado de escuchar que el incremento de la seguridad no puede ir en detrimento de la libertad, algo que naturalmente nadie discute. Pero quienes muestran esa preocupación, parecen olvidarse de una realidad incuestionable: puede haber seguridad sin libertad, pero es imposible que exista libertad sin seguridad.
Los debates de estos meses me han recordado las discusiones que teníamos hace unos años en España. Por eso pienso que la experiencia española de lucha contra el terrorismo debiera de ser el modelo a seguir en Europa. Nosotros ya hemos probado que la política de “apaciguamiento” no sirve para nada con los terroristas.
Un ejemplo de ese “desconcierto” europeo es la decisión de la mayoría del Parlamento Europeo de no llamar a los terroristas por su nombre, eliminando en el informe que estamos analizando y en otro elaborado por Jaime Mayor Oreja, que se aprobó ese mismo día, toda referencia al fundamentalismo islámico como destinatario de nuestras políticas; es lo que yo llamo intento de apaciguamiento. En todos los informes aprobados el pasado día 7 de junio no se identifica a la organización terrorista que hoy constituye el mayor riesgo para Europa. Se ha utilizado para eliminar esa referencia el argumento de que no se debe confundir a los musulmanes con los terroristas, algo que tampoco discute nadie. Pero ese discurso de defensa de la libertad de religión esconde, a mi juicio, el miedo a señalar a los verdaderos responsables.
Ese miedo a señalar es el que nos paraliza e impide que diseñemos una política proactiva, que es la que tenemos la obligación de poner en marcha si queremos defender la libertad y los derechos de los ciudadanos. Europa ya ha demostrado que sabe reaccionar bien después de los ataques. Lo que los ciudadanos nos exigen es que hagamos lo posible por prevenirlos. Pero, para eso, hace falta identificar y conocer a los responsables. Y utilizar –para ello y contra ellos–, todos los instrumentos del Estado de Derecho. No hacerlo así resulta suicida. Y no lo estamos haciendo. Nos perdemos en debates estériles, plagados de discursos sobre lugares comunes. Pondré otro ejemplo. Hemos tenido que eliminar del texto toda referencia a “combatir” el terrorismo. Combate, nos decían, es guerra, es la filosofía estadounidense. Y si queremos sacar adelante las recomendaciones, hay que ceder, aunque no existan más argumentos que la obsesión con EEUU de una parte de la Cámara. Lo mismo diré respecto a una referencia al Tribunal Penal Internacional[5] que yo propuse introducir en el texto. Se trataba de recomendar que el TPI revisara en el año 2009 su competencia sobre determinados actos terroristas. Para mí, el hecho de que el Parlamento Europeo aprobara esa recomendación suponía colocar al Parlamento en la vanguardia política e impulsar, de esa manera, la necesidad que tenemos de situar al terrorismo entre los crímenes que la comunidad internacional considera como los más execrables, consiguiendo con ello la deslegitimación más absoluta y la imprescriptibilidad de esos actos. Los detractores de esa idea utilizaron argumentos técnico-jurídicos para rechazarla, pero en el fondo lo que había era un desacuerdo sobre la catalogación misma de estos crímenes. Y es que, aunque no se atrevan a decirlo, la mayor parte de mis colegas no consideran que el terrorismo es una amenaza para la democracia. Por eso reaccionan de esta manera.
Si en el pasado la falta de reacción europea ante el terrorismo practicado por ETA retrasó en varios años –y en varios centenares de muertos–, la puesta en marcha de una política verdaderamente eficaz, hoy corremos el riesgo de repetir los mismos errores. Los españoles sabemos que poner en práctica determinados instrumentos requiere de una opinión pública sensibilizada. Pero nunca tendremos una opinión pública europea sensibilizada, si quienes tendrían que hacer pedagogía al respecto ni siquiera están convencidos de que éste sea uno de nuestros mayores problemas. Tampoco ayuda el hecho de que no exista una clara referencia política, una cara, una voz que los ciudadanos puedan identificar con el máximo responsable europeo en esta materia. Que duda cabe que el coordinador De Vrijs, por su falta de estructura y de su propio rango no puede cumplir con ese objetivo. No se trata de privar de competencias ejecutivas a los respectivos ministros de Interior. Se trata, por contra, de que tanto los ciudadanos como quienes nos agreden tengan claro que cada ataque terrorista a un país europeo será considerado como un ataque contra la democracia europea en su conjunto y Europa reaccionará inmediatamente con una respuesta y un liderazgo común. Claro que para eso hace falta voluntad política.
Insisto en la idea de que los países que no han sufrido atentados terroristas no se enfrentan a la cuestión como a un riesgo real. No han comprendido aún que no es la solidaridad entre los Estados miembros sino la acción común lo que Europa necesita. Una política europea requiere instrumentos judiciales, policiales y legislativos comunes. E instituciones políticas comunes dispuestas a asumir el liderazgo. Europa no podrá diseñar y poner en marcha una política exterior común que nos caracterice en el mundo, si no tiene una política interior capaz de garantizar nuestro espacio de Seguridad, Justicia y Libertad. Y de identificar y combatir a quien hoy lo pone en riesgo de forma más evidente, que no es otro que el terrorismo fundamentalista islámico.
Conclusiones: El terrorismo es el viejo fenómeno contra el que Europa lleva décadas luchando. En los últimos años se han producido avances significativos respecto a la estrategia de lucha contra ETA: cooperación judicial, orden de detención y entrega, definición común del delito, lista europea de organizaciones terroristas, políticas contra el blanqueo de dinero y acciones europeas de ayuda a las víctimas.
Pero hoy Europa es objetivo de un nuevo terrorismo, el fundamentalista islámico, que ataca de forma indiscriminada, imprevisible y con cotas de brutalidad cuantitativas desconocidas en nuestro territorio. La ciudadanía europea lo observa con perplejidad. No estamos preparados e incluso llegamos a preguntarnos por qué nos atacan.
Ante esta nueva amenaza se impone una nueva política que sea verdaderamente común, que opte por la acción, por la prevención, por la deslegitimación absoluta del terrorismo y de su entorno y por la descalificación radical de sus fines.
Nuestra debilidad es que quienes tienen la capacidad de tomar las decisiones asumiendo el liderazgo para modificar las conciencias y las bases jurídicas que nos permitan hacer esa política proactiva y común, no parecen estar dispuestos a hacerlo.
Me pregunto si tras los atentados de Londres seremos capaces de hacer algo más que elaborar un nuevo catálogo de medidas parciales y, por tanto, insuficientes. Si daremos el paso para que la política antiterrorista pase progresivamente a depender del primer pilar, o sea, a ser política europea. Si los ciudadanos no perciben que Europa está preparada para responder adecuadamente ante esta amenaza, si no somos capaces de diseñar y ejecutar una política antiterrorista que tenga como objetivo derrotar al terrorismo, la ciudadanía europea no tardará mucho en preguntarse para qué sirve verdaderamente Europa.
Rosa Díez
Diputada socialista en el Parlamento Europeo, miembro de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior y fundadora y militante del Movimiento Cívico «Basta Ya