La noción de que algunas personas han nacido para ser violentos y criminales cobró forma en el siglo XIX con los estudios de Cesare Lombroso. A partir de 1876 –indicó Marcelo Basaldúa- este italiano comenzó a desarrollar su teoría del “hombre criminal”, basado en la observación de delincuentes presos por crímenes violentos.
La tesis de Lombroso tuvo gran impacto en el desarrollo de la ciencia criminológica pues indicaba que el delincuente evidenciaba en sus características externas un retroceso en el proceso evolutivo. En consecuencia, según esta escuela, el ojo adiestrado podría detectar cuáles serían los individuos proclives a cometer delitos y cuáles serían consecuentes seguidores de la legalidad. Bastaba solamente con anotar las medidas y proporciones de la cabeza y otras partes del cuerpo, y compararlas con un patrón previamente establecido.
Aún hoy en día, las creencias populares sobre el delito y su génesis conservan un ingrediente “lombrosiano”. Estas opiniones se ven reforzadas en la medida en que académicos de cierto renombre retoman los postulados del italiano. Por ejemplo, el profesor de psicología de la universidad de California del Sur, Adrian Raine, aseguró durante un ciclo de conferencias impartido hace cuatro años que “la criminalidad viene determinada en un 50 por ciento por los genes de las personas”.
Raine señaló que “hay una pequeña relación estadística entre ser alto y ser violento que se fundamenta en el hecho de acumular mayor cantidad de testosterona”. Observó que el líder del grupo Al Qaeda, Osama Bin Laden, tiene 1,94 metros de altura. Pero posteriormente aclaró que eso no explica por completo los actos terroristas del disidente saudita.
Si esto fuese cierto, habría que preguntarse con mucha firmeza si es saludable para la sociedad el fomento de disciplinas como el baloncesto, y si no sería mejor eliminar de un plumazo a la NBA.
Nada de eso. Hasta ahora, la ciencia ha determinado que existen enfermedades o patologías que son transmitidas de una generación a otra, y que generan minusvalías cuando estos individuos interactúan en sociedad con otros que no tienen esas taras. Pero cuando se trata de precisar con rigor si la conducta criminal puede ser hereditaria no se encuentran respuestas claras.
“No puede hablarse de criminalidad puramente hereditaria”, señaló Stephan Hurwitz en 1957. Según este autor, podría encontrarse alguna incidencia parcial de la carga genética en casos criminales. Pero el gran problema para llegar a una conclusión definitiva sobre este particular tiene que ver con el diseño de un instrumento de evaluación basado en indicadores claros.
Los recientes avances en la decodificación del genoma humano podrían despejar la incógnita sobre la posible relación entre genética y criminalidad. Pero hasta ahora no se conocen los resultados de algún estudio sobre este particular.
Mientras tanto, y para no caer en la tentación de restar responsabilidad a los delincuentes por sus propios actos, es preferible acoger el pensamiento del psiquiatra Stanton Samenow, en el sentido de que los hampones no son ni tarados ni discapacitados. Por el contrario, son personas que a diario escogen el camino de violar la ley para lograr sus objetivos. En ese sentido, son individuos profundamente racionales y eficaces. No les hagamos la tarea más fácil con nuestra compasión.