Luis Alberto Ramírez Sandoval yace en un ataúd barato, cubierto por tres ramos de flores amarillas y entre dos modestos cirios. Está en un cuarto estrecho, sin ningún doliente que lo llore, sólo se escucha el ronroneo de dos ventiladores sin fuerza suficiente para cortar el sopor de las 3 de la tarde. La improvisada sala de velación está en uno de los dos cuartos de su casa, donde vivió el último año, desde el 10 de diciembre de 2004, cuando se desmovilizó como integrante del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), bajo el mando de Salvatore Mancuso.
Aquel fue un día de jolgorio. Los 1.425 desmovilizados posaron para las cámaras de periodistas nacionales y extranjeros; en una kilométrica fila india, entregaron sus armas al alto comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, y luego se dispersaron entre abrazos. La noche los cogió con el eco aún vivo del Himno Nacional y la música festiva que se escuchó, a través de altavoces, en todo Campo Dos, corregimiento de Tibú, Norte de Santander. Hoy, Ramírez Sandoval se va de este mundo sin siquiera un cartel que invite a sus exequias.
Desde la calle se ve el féretro, junto a la puerta abierta. En la acera del frente de esta vivienda en la parte alta del barrio Tucunaré de Cúcuta hay cinco personas. Yenny Johanna Picón Ramón, de 24 años, una mujer delgada, menuda, con rasgos de niña y voz suave: «Era mi esposo. Me lo mataron. ¿Por qué? ¿Por qué si era un hombre tan bueno?». Los demás son cuatro hombres que como el difunto rodean los 25 años. Eran sus compañeros de armas. «Ni se le ocurra tomarnos fotos», le advierten al enviado especial de SEMANA. «¿Saben quién lo mató?», es la pregunta. «No podemos decir nada». Guardan silencio, apenas se siente el débil llanto de la mujer.
La escena ocurrió el jueves, en vísperas del primer aniversario de la vuelta a la vida civil de esta estructura delictiva, una de las más poderosas de las AUC. El caso de Ramírez Sandoval se suma a un saldo marcado por la sangre: uno por uno, 40 integrantes del Bloque Catatumbo han sido asesinados; ocho gravemente heridos y, por si fuera poco, 56 están en la cárcel por varios delitos.
Frente a esas cifras, José Luis Monsalve Hernández, director del Centro de Referencia y Oportunidad (CRO), de Cúcuta, un ente creado por el Ministerio del Interior para acompañar a los desmovilizados, hace una lectura optimista de este primer año: «El gobierno logró desactivar una poderosa máquina de guerra». Mira la larga lista de muertos e insiste: «Claro que nos inquieta el número de asesinatos, aunque hay que ponerle fin a la equivocada sensación de que la paz iba a hacerse de un día para otro. Este es un proceso que vamos construyendo poco a poco y nada ha sido fácil».
«Yo lo único que he sentido es dolor y apenas un poquitico de alegría», dice Dorotea Mesa. Cuenta que tuvo dos hijos a los que procuró educar como hombres rectos a pesar de la poca plata. A comienzos de 2000 se fueron a buscarse la vida y se habían convertido en paramilitares, que por esa época ganaban 500.000 pesos cada mes. Ella pensó que era un milagro que fueran a ganar tanto siendo casi analfabetos.
Los dos jóvenes trabaron en las filas una sólida amistad con Ramírez Sandoval. El drama para doña Dorotea empezó cuando las acciones de sus hijos y de su nuevo amigo empezaron a salir en las noticias: iban finca tras finca, vereda tras vereda, pueblo tras pueblo, asesinando a quienes sus jefes les ordenaran. Convirtieron a Cúcuta, en particular, y Norte de Santander, en general, en una de las zonas más violentas del país.
Un análisis del Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia de la República señala que entre 2001 y 2003 hubo en Cúcuta 2.440 asesinatos, de los cuales 48,25 por ciento fueron cometidos por paramilitares, y 44,05 por ciento, por escuadrones de limpieza social. «Se les puede atribuir responsabilidad en el 92,30 por ciento de los homicidios», concluye el libro Paz, te han vestido de negro: Estudio sobre los Derechos Humanos en Cúcuta, en el contexto de la violencia y el conflicto armado en Norte de Santander.
Es decir, Ramírez Sandoval y sus amigos eran integrantes de una agrupación que asesinó a 2.252 personas, la mayoría civiles desarmados. Éste y otros estudios sobre la embestida paramilitar indican que no obedeció sólo a quitar del camino a oponentes ideológicos, como dirigentes de izquierda, intelectuales o sindicalistas sino también a abrir una retaguardia para proteger los crecientes cultivos de coca del Catatumbo. Los señores de la guerra sabían de los beneficios de apropiarse de este corredor estratégico para trasladar la droga a Venezuela o Cesar, en escala hacia la Costa Caribe. En este ambiente el Bloque Catatumbo tuvo un desarrollo descomunal: pasó de ejecutar asesinatos, desapariciones y torturas, a perpetrar masacres y a desplazar masivamente a la población hasta dominar una región en la que, como dijo en una entrevista Carlos Castaño, «nuestro propósito es llegar a que no se mueva una hoja sin nuestra autorización».
El gobierno de Álvaro Uribe, y las AUC firmaron los acuerdos de desmovilización y reincorporación a la vida civil que provocaron la efímera alegría de doña Dorotea. Sus hijos regresaron a casa junto a Ramírez Sandoval. «Nunca les pregunté qué estuvieron haciendo ni por qué. Para mí, lo importante era tenerlos aquí. Yo no podía juzgarlos porque de eso se encarga Dios». Ante sus familiares, los tres desmovilizados mostraron que querían ganarse la vida decentemente. Se metieron a celadores. Además, cumplieron con su palabra de ir a la oficina de la CRO que les sirve de puente para adaptarse a la vida civil.
Luis Alberto Ramírez Sandoval fue uno de los 1.425 paramilitares que se desmovilizaron el 10 de diciembre de 2004. Con él suman 40 asesinados
Tras la desmovilización hubo problemas para pagarles los 358.000 pesos mensuales de ayuda humanitaria a los paramilitares, incluido Salvatore Mancuso, porque dio otra dirección
Monsalve Hernández, su director, es un hombre pedagógico, educado y muy paciente. Trabaja en una oficina modesta. Sus escasos asesores hacen de sicólogos, terapeutas, mensajeros y todo lo que necesiten los desmovilizados. «Al principio venían, tiraban la puerta y nos insultaban. Ahora ya son más educados», dice.
Según los acuerdos, los desmovilizados que tuvieran expedientes por crímenes de lesa humanidad debían concentrarse en Santa Fe Ralito mientras que los demás podrían irse para sus lugares de origen o a donde tuvieran a sus seres queridos. A Cúcuta llegaron 550 desmovilizados, en su mayoría del Bloque Catatumbo, pues también arribaron de otros bloques que se iban sumando al proceso. La llegada fue traumática porque a ninguno le gustó que el Estado les pagara sólo 358.000 pesos de ayuda humanitaria. «Esto es una miseria», dijo Ramírez Sandoval cuando recibió el primer cheque. Además 150 de ellos tuvieron problemas los primeros meses porque el cheque salía en ciudades a donde nunca se habían ido a vivir, o a nombre de sus alias o sus apodos de guerra, que era como esos hombres acostumbrados a vivir en la ilegalidad se habían identificado el día de su entrega. Fue un lío que afectó a todos, desde el más anónimo combatiente hasta el propio Mancuso, quien no reclamó los primeros cheques porque no permaneció donde inicialmente dijo que iba a estar.
Al comienzo también se vieron enfrascados en problemas por el solo hecho de tener que hacer una fila de tres o cinco personas en las ARS. «Son muchachos que estaban acostumbrados a llegar a un lugar, entrar, destrozar todo, ordenar, decidir vidas y luego irse. Hacer una fila como cualquier ciudadano era un hecho para ellos incomprensible», dice una de las sicólogas que los ha atendido.
Entonces se iban a insultar a Monsalve Hernández. «Me decían de todo. Yo los escuchaba y les decía que en la legalidad las cosas se resuelven hablando», de esa manera fueron entendiendo. Pero una cosa eran los problemas cotidianos, y otra, aquellos en los que estaba en juego la vida. Eso quedó en evidencia en el mismo diciembre de 2004, cuando asesinaron a cinco desmovilizados en la ciudad. Doña Dorotea empezó a tener malos presentimientos. «Algunos murieron en riñas, muy borrachos, y siempre con el carné de desmovilizado en la mano. Eran jóvenes que ante la menor discusión sacaban el carné y decían ustedes no saben quién soy yo y de lo que soy capaz», explica Monsalve. Pero luego empezó un rosario de muertes extrañas en las que las víctimas recibían una llamada al celular, los invitaban a una cita de la que no volvían con vida. «El patrón ha sido el mismo. La hipótesis es que alguna persona los cita para matarlos. Debe ser alguien muy poderoso y en el que ellos confían porque siempre acuden solos y desarmados», dice un investigador policial.
Otra fuente considera que pueden ser varias personas y con objetivos diversos. La Policía de Norte de Santander descarta por ahora que detrás de los crímenes esté la guerrilla. «Parece más que muchos tienen información o que siguen en actividades ilícitas y eso los expone a la violencia».
En efecto, al revisar los expedientes de 56 de los desmovilizados del Bloque Catatumbo que han ido a la cárcel, se lee: «Capturado cuando atracaba con una banda a un taxista», «estaba disparando con una pistola Pietro Beretta», «amenazaba con una granada de fragmentación», «capturado cuando cometió dos homicidios».
La Policía además teme que algunos ya hayan sido absorbidos por bandas de narcotraficantes y, también muy grave, por dos nacientes grupos paramilitares que empiezan a hacer su aparición en Cúcuta: las Águilas Negras y las Águilas Rojas. El problema no se circunscribe al área metropolitana de Cúcuta, sino también al territorio venezolano. De los 40 desmovilizados del Bloque Catatumbo que han sido asesinados en este año, cuatro han muerto en Venezuela.
¿Por qué? ¿Qué fueron a hacer allá? Estas preguntas son un misterio. Lo cierto es que algunos de ellos, sin saber para qué y cómo, portaban documentos de Venezuela, como es el caso de Ramírez Sandoval. Eso lo supo Yenny Johanna cuando a comienzos de este año se enamoró de él en la calle donde ella era vendedora ambulante. A Yenny Johanna no le importaba el pasado de su novio. «Conmigo siempre fue muy bueno». Aunque ella se enteró pronto de su pasado de guerra, cuando doña Dorotea le reiteraba al muchacho que se cuidara. El 5 de marzo, Celso Botello, su hijo mayor, de 30 años, y padre de dos niños de 9 y 2 años, recibió una llamada al celular y le dijo a su madre que tenía que cumplir una cita. Ella tuvo una corazonada y le dijo que mejor no fuera. «Eso no hay problema mamá. Son amigos míos». Nadie supo con quién se fue a ver. Lo mataron de varios disparos. Yesid, de 29 años, el otro hijo desmovilizado, decidió esconderse.
Entre tanto, Ramírez Sandoval organizaba su casa con su novia y su hija de 5 años, una pequeña que tuvo con otra pareja antes de irse a formar parte de los paramilitares. Cuando estaban desayunando, el domingo 27 de noviembre, les llegó la noticia de que habían asesinado a Jhon Jairo León, de 22 años, un desmovilizado que también trabajaba como celador. El muchacho vivía en un modesto hotel del barrio El Callejón, cuando tuvo una llamada, el sábado 26 de noviembre, y se fue a cumplir la cita, según relato de su propia novia. Ese día iba caminando por el sector de La Sexta, centro de Cúcuta, cuando le dispararon.
Era el muerto número 39. Las hipótesis sobre quién lo mató también pasan por alguien que los conoce bien, pues una característica de los desmovilizados es que son muy paranoicos, por lo que cambian de celular con frecuencia y no entregan el número sino a personas de su confianza.
Un grado de confianza tal como el que debió sentir Ramírez Sandoval el martes de la semana pasada cuando escuchó el teléfono, contestó y le dijo a su novia que ya venía. «Voy a ver a unos amigos». Eran las 4 de la tarde.
A pesar de que durante cinco años formó parte de uno de los ejércitos ilegales más ricos y poderosos de los conflictos armados actuales, las AUC, murió solo y pobre. Su cadáver yacía el jueves sin siquiera un cartel que invitara a sus exequias.