Un defensor de la coca lucha contra el neoliberalismo

En noviembre del año pasado, tuve la oportunidad de conversar con el intelectual mexicano Carlos Monsiváis. Nos encontrábamos en Miami con motivo de la feria del libro de Miami; todavía estaban frescos los sucesos de «la guerra del gas» que en octubre habían provocado la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia. Monsiváis me contó que Evo Morales acababa de visitar México y que el político boliviano había sido efusivamente recibido por la prensa como uno de los principales líderes del movimiento antiglobalización en el mundo. A Monsiváis, un intelectual de la izquierda progresista, Morales no lo terminaba de convencer. En una conferencia de prensa en el Distrito Federal, Evo Morales había dicho que había que llevar al paredón a la cultura occidental. ¿Cómo era posible tanto fundamentalismo ideológico? ¿Acaso ese discurso de la izquierda más radical no se había agotado allá por los setenta después de múltiples reveses históricos?
Monsiváis tiene razón al hacer esas preguntas. Para cualquiera que lo conoce de un pantallazo, Evo Morales se presenta como un trasnochado populista más. Sin embargo, si eso fuera todo lo que Evo Morales tiene para ofrecer, su estrella se hubiera desvanecido mucho tiempo atrás y nadie se atrevería a afirmar que hoy es acaso uno de los cinco políticos más importantes de América Latina. Hace rato que muchos políticos y analistas en Bolivia se han dado cuenta de que Evo Morales es más complejo de lo que parece.
Evo Morales nació en el departamento de Oruro en 1959. De familia campesina aimara, pasó su infancia y su adolescencia en una de las regiones más pobres del altiplano boliviano, arreando llamas, trasquilando ovejas, ayudando a sus papás en el duro trabajo del campo. La sequía hizo que muchas veces las plantaciones de papa de su papá no produjeran cosecha alguna. Evo Morales recuerda las veces que, de niño, correteaba a las flotas que pasaban por el camino de tierra Oruro-Cochabamba, en procura de las cáscaras de naranja que los pasajeros arrojaban desde las ventanas. El niño que comía cáscaras de naranja era también un buen futbolista, y a los 16 años ya había demostrado sus dotes de líder como director técnico del equipo de fútbol de su cantón y como organizador de campeonatos deportivos. Era también trompetista de la Banda Imperial de Oruro.
La difícil subsistencia en el Altiplano hizo que, como muchos campesinos de la región, los papás de Evo se plantearan la posibilidad de emigrar a lugares más cálidos. Así, Evo Morales no había cumplido los 20 años y ya vivía en Cochabamba, en el Chapare tropical. El Chapare es un lugar turístico de exuberante belleza, pero también es la zona cero de la hoja de coca en Bolivia: la coca que se cosecha allí es, a la vez, uno de los símbolos culturales más poderosos de la cultura andina y la materia prima de la economía del narcotráfico. Hubo presidentes que trataron de publicitar esa distinción: «coca no es cocaína», era el lema del gobierno de Jaime Paz Zamora a principios de los noventa. Pero Estados Unidos ya había decidido que, en la «guerra contra las drogas», era más fácil atacar la materia prima para la producción de la cocaína que el consumo mismo de la droga, y los gobiernos bolivianos, dependientes de la ayuda exterior estadounidense, debieron, sumisos, empeñarse en erradicar las plantaciones de coca del Chapare.
A partir de la aparición de Evo Morales en el escenario político nacional, los planes de erradicación de los gobiernos tuvieron que enfrentarse con un duro escollo. Morales inició su carrera de dirigente sindical en 1981 como secretario de deportes de un sindicato agrario cochabambino; en 1985 ya era secretario general de una importante central campesina, y en 1991 se convertía en líder de la Central Obrera de Cochabamba. Elegido presidente del Consejo Andino de Productores de Coca en 1993, y en 1994 líder de la Confederación de Productores de Coca del trópico cochabambino, Morales se convirtió en un portavoz combativo de los derechos de los productores de coca. Para Morales, debía defenderse a ultranza el derecho de los campesinos a cosechar la milenaria hoja andina, aunque se supiera que buena parte de esa cosecha iba a dar al narcotráfico: se trataba, por un lado, de una cuestión cultural —la coca como símbolo de resistencia de los pueblos andinos—, y por otro, de una cuestión económica: ¿cómo convencer a un campesino que podía cosechar coca cuatro veces al año que se dedicara a plantar plátanos o piñas? Nada rinde tanto como la coca. Para Morales, no es problema del campesino si esa coca es usada con fines benéficos y medicinales —para aliviar el hambre, para combatir problemas digestivos, como parte de la fórmula secreta de la Coca-Cola— o con fines nocivos —para producir cocaína—. Desde el punto de vista del esencialismo cultural y del más salvaje neoliberalismo, la postura de Evo Morales tiene sentido.
En la década del noventa, Morales se convirtió en una espina clavada en el corazón del poder. En 1997, año en que el ex dictador Hugo Bánzer volvía a la presidencia, participó en las elecciones como candidato de Izquierda Unida (IU) y fue elegido diputado nacional con la votación más alta de todos los candidatos (61,8%). Con ello, le llegaba la inmunidad parlamentaria y la posiblidad de enfrentarse de manera más temeraria al poder. Bánzer, muy dispuesto a hacer olvidar su pasado dictatorial, había concebido un plan tan ambicioso que ni siquiera Estados Unidos se atrevía a pedir «coca cero» o erradicación total. Si Bánzer lograba sacar a Bolivia del circuito del narcotráfico, quizás la historia lo recordaría más por esa victoria moral que por sus años como gran integrante de la hermandad del Plan Cóndor en los setenta. Estados Unidos, deseoso de al menos una victoria en su «guerra contra la droga», se dedicó de lleno a apoyar lo que se llamaría Plan Dignidad.
Durante el gobierno de Bánzer, la figura de Evo Morales no paró de crecer. Morales dejó la IU y formó en 1999 su propio partido político, el MAS (Movimiento Al Socialismo); lideró marchas de los cocaleros a la ciudad de La Paz, y organizó tres fuertes bloqueos campesinos en el Chapare que demostraron de manera contundente su poder de convocatoria. Eran los años en que otros líderes indígenas como el aimara Felipe Quispe aparecían en el escenario político, y en los que la dura recesión había llevado al cuestionamiento del modelo neoliberal, instalado en el país a partir del gobierno de Paz Estenssoro en 1985. La «guerra del agua» en abril de 2000, en la que Evo Morales participó junto a otros dirigentes como Óscar Olivera, terminó con la expulsión de Cochabamba de una transnacional (Aguas del Tunari, integrada por compañías como la Bechtel) y fue vista como la primera gran victoria de las fuerzas antiglobalización contra el modelo neoliberal. Los medios de prensa internacionales comenzaron a fijarse en Morales. Poco después, el gobierno libio de Gaddafi le daría su premio más prestigioso, dotado de 48 mil dólares.
Morales no fue el líder más destacado durante los sucesos de la «guerra del agua». Quizás lo más importante para él en su carrera de dirigente sindical fue que desde estos sucesos no sería definido a partir de un único tema (la defensa de la hoja de la coca). Mientras otros líderes indígenas se mostraban incapaces de expandir su poder local o regional de convocatoria, Evo Morales había logrado traducir su plataforma en el espinoso tema de la coca en un líderazgo nacional. La defensa de la coca era ahora parte de un paquete antiimperialista, antineoliberal y antiglobalizador.
Morales ha sido fuertemente resistido por la élite, la embajada estadounidense y los partidos tradicionales. Se lo ha acusado, sin pruebas, de terrorista, de ser financiado por el narcotráfico. Esa resistencia, en vez de anularlo, no ha hecho más que convertirlo en el gran referente de la oposición. A principios de 2002, unos enfrentamientos entre militares y cocaleros en la provincia Sacaba (en Cochabamba) fueron el pretexto perfecto para que el Congreso lo acusara de incitar a la violencia y lo desaforara. Sin su inmunidad parlamentaria, tanto la embajada de los Estados Unidos como el gobierno pensaban que Morales dejaría de ser un problema para el Plan Dignidad. Todo lo contrario: el desafuero animó a Morales a presentarse como candidato presidencial en las elecciones de junio de 2002. Dos meses antes de las elecciones, Morales contaba con el 4% de apoyo según los sondeos de opinión; ese era el techo lógico para un partido de raigambre indigenista: en las elecciones de 1997, IU había obtenido el 3,6% de la votación nacional (y cuatro diputaciones). Los líderes de los partidos tradicionales —Sánchez de Lozada, Paz Zamora— lo subestimaron y se negaron a debatir con él. Al estilo populista de Perón, que usó «Perón o Braden» como lema de una campaña presidencial —Braden era el apellido del embajador estadounidense— Morales dijo que no le interesaba debatir con los otros candidatos sino con el «dueño del circo», el embajador de los Estados Unidos.
Poco a poco, Morales fue subiendo: diez días antes de las elecciones, contaba con el 15% de la intención de voto. En esos días cruciales, al embajador estadounidense Manuel Rocha —apodado por la prensa como El Virrey— se le ocurrió recomendar a los bolivianos que si querían seguir recibiendo la ayuda económica de los Estados Unidos —150 millones de dólares— no votaran por Evo. Por supuesto, esa recomendación produjo el efecto contrario: Morales terminó segundo con el 22,5%, a 1,5% de Sánchez de Lozada. Se había producido una gran revolución en el sistema político boliviano; si en 1997 el Parlamento apenas contaba con cuatro representantes indígenas —en un país con alrededor del 60% de población indígena— en 2002 el 30% de los congresistas eran de extracción indígena. Y no solo eso: desde 1985 la democracia boliviana había funcionado gracias a los llamados «pactos de gobernabilidad», con los cuales se conformaban coaliciones de gobierno entre partidos de ideologías opuestas (por ejemplo, el derechista ADN de Bánzer con el socialdemócrata MIR de Paz Zamora). La estabilidad democrática tuvo un precio: por un lado, el modelo neoliberal mantuvo su hegemonía durante una década y media sin una verdadera oposición; por otro, los partidos terminaron más interesados en el «cuoteo» de los espacios de poder para dar trabajo a sus miembros que en la defensa de sus ideas o en el intento de ofrecer una visión nueva para el país. Con el MAS de Evo Morales, el neoliberalismo tenía por primera vez una verdadera oposición; Morales no estaba interesado en una coalición que le permitiera formar parte del poder por el solo hecho de formar parte del poder. A esto Morales lo llamó el «cerco interior»: el modelo ya era resistido en las calles, ahora encontraría resistencia en el Congreso.
Los politólogos dicen que hay dos clases de partidos en Bolivia: los «sistémicos» y los «asistémicos». Los primeros son los tradicionales, los que aceptan las reglas de juego democráticas (y, digamos, la hegemonía del modelo neoliberal); los segundos son partidos como el MAS, que están en contra del sistema político en funcionamiento. Esta es una clasificación muy esquemática: el gran hallazgo de Evo es que él y su partido son a la vez «sistémicos» y «asistémicos». Morales a veces funciona como un dirigente sindical de viejo cuño, y habla de su admiración por Mao y Castro y sale a la calle a liderar a las masas que corean consignas revolucionarias; otras veces, es un dirigente moderno del partido político más importante del país, y se reúne con los empresarios de Santa Cruz (el sector más recalcitrante a los movimientos de cuño indigenista). Días antes de su caída, Sánchez de Lozada habló de una conspiración «narco-anarquista» dedicada a derrocarlo, y señaló a Morales como uno de sus líderes. Morales ni siquiera estaba en el país cuando se inició la huelga nacional que sería el principio del fin del gobierno de Sánchez de Lozada, y en principio tampoco quiso apoyarla. Hoy, se ha convertido en el gran puntal del gobierno de Carlos Mesa: mientras otros dirigentes indígenas llamaban a boicotear el reciente referendo del gas, Morales lo apoyó con firmeza.
Evo Morales tiene un gran apoyo en el área rural y ha logrado penetrar en un buen sector de las clases medias. Si bien de vez en cuando utiliza el discurso extremo que Monsiváis encontraba trasnochado y a ratos sueña con una utopía que Vargas Llosa no dudaría en llamar «arcaica» (y pide, por ejemplo, la nacionalización del gas), lo cierto es que esa retórica tiene sus límites: con ella Morales ha conquistado al 20% de los votantes en Bolivia, lo cual ha sido suficiente para lograr cambios radicales en la sociedad pero no lo es para llegar a la presidencia. Morales sabe que si quiere mantenerse como una alternativa viable debe moderar su retórica y sus gestos, y eso es lo que está haciendo. Sin que ello implique traicionar su proyecto político, el dirigente de los cocaleros ha demostrado la suficiente flexibilidad como para que se lo pueda considerar un serio aspirante a la presidencia en las elecciones de 2007. Gracias a su crítica feroz el modelo neoliberal se halla malherido y en cuidados intensivos. Algunos dirán que es más fácil señalar errores que ofrecer una propuesta nueva. Es cierto: Evo Morales todavía no ha logrado articular una visión optimista y coherente para el futuro de Bolivia. Pero seguirlo subestimando es un error que sus rivales políticos ya no cometen.
Publicado en Revista Quehacer Nro. 149 (Jul-Ago. 2004)

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