El caso Lydia Cacho entraña un grave atentado contra la libertad de expresión, y por extensión significa la virtual criminalización del ejercicio periodístico en México. Pero además es un típico ejemplo de la privatización de la (in)seguridad y la justicia, combinado con la colusión mafiosa entre autoridades políticas y judiciales con una banda internacional de corrupción de menores y pornografía infantil.
Periodista de oficio, hace 18 años Cacho fundó el Centro Integral de Atención a las Mujeres (CIAM), con sede en Cancún, que ofrece diversos servicios a las víctimas de la violencia extrema: asesoría legal, terapia sicológica, asistencia médica, ginecológica y de salud reproductiva e interviene en situaciones de crisis por violación sexual y abuso infantil. Su trabajo profesional la llevó a descubrir una poderosa red de prostitución y pornografía infantil liderada por Jean Succar Kuri, hotelero de Cancún, actualmente preso en Chandler, Arizona, sujeto a juicio de extradición para responder por los delitos de pederastia y corrupción de menores. Su investigación involucró a políticos como el ex diputado y actual subsecretario de Seguridad Pública federal Miguel Angel Yunes, y al senador Emilio Gamboa Patrón, del Partido Revolucionario Institucional; al ex representante de Fonatur en Cancún, Alejandro Góngora Vera, y al empresario textil Kamel Nacif.
Como resultado de sus indagaciones, Lydia Cacho publicó el libro Los demonios del Edén: el poder que protege a la pornografía infantil (Grijalbo, 2005). Mencionado cuatro o cinco veces en la obra -con base en los testimonios de menores sujetos a abuso sexual por la red delincuencial de Kuri que figuran en expedientes de la Procuraduría General de la República-, Nacif, conocido como El rey de la mezclilla, se sintió agraviado y demandó a la periodista por difamación.
Según documentó Blanche Petrich (La Jornada, 22/12/05), Nacif, quien fue presentado por el presidente Vicente Fox como el «empresario ideal» en abril de 2002, aparece ligado al lavado de dinero en el informe de 2003 del observatorio estadunidense de casas de juego Gambling Research Information & Education Foundation; en 1993 estuvo preso en Las Vegas por un conflicto de evasión fiscal, y está señalado como uno de los mayores explotadores de mano de obra, con salarios de hambre, acoso sexual y abuso de trabajo infantil en su red de maquiladoras en Tlaxcala, Puebla, Chiapas y Quintana Roo. El mismo admitió que ha sido investigado por la FBI y la DEA por presunto tráfico de armas, drogas y terrorismo (Milenio, 22/12/05). Se le relaciona, también, con el escándalo Fobaproa.
No obstante esos antecedentes non sanctos, Nacif -considerado por Succar Kuri su «amigo» y uno de sus «poderosos protectores», junto con sus «socios» Miguel Angel Yunes y Emilio Gamboa Patrón- argumenta que las menciones que hace Lylia Cacho en su libro han afectado su reputación y las relaciones con su familia y sus amigos. Dijo: «Soy la comidilla de mucha gente». Nacif parte de la base de que el libro de Cacho es parte de una «conjura»; que alguien «le pagó para escribir esa basura». Por eso, quiere ver en la cárcel a «esa llorona».
Introducida la demanda, el 16 de diciembre, tras la maquinación de un supuesto desacato -una marrullería legaloide necesaria para poder fabricar una orden de arresto-, las autoridades aplicaron a Cacho una suerte de justicia exprés transestatal: fue detenida en Cancún de manera irregular -se trató de un «secuestro seudolegal», denunció la periodista- y trasladada a Puebla. Durante un viaje «infernal» de 20 horas por carretera, los sabuesos de la policía judicial poblana que la capturaron la sometieron a tortura sicológica y le causaron aflicción física.
Su encarcelamiento y un juicio al vapor ratificaron el carácter clasista y la estructura mafiosa de la «justicia» en México, y exhibieron la colusión gansteril entre el gobierno de Puebla y el poderoso demandante. El 23 de diciembre, en lo que fue un claro caso de represión y de hostigamiento hacia su trabajo de investigación periodística; un flagrante ataque a su libertad de expresión y un intento por desvirtuar y silenciar sus denuncias sobre la red de pederastas y pornografía infantil de Kuri, por consigna una juez le declaró a Lydia Cacho auto de formal prisión. Actualmente se encuentra en libertad bajo fianza, en el inicio de un juicio que podría concluir con una sentencia de cuatro años de cárcel y una multa.
Cacho acusó al gobernador priísta de Puebla, Mario Marín -quien antes de que se emitiera el veredicto había calificado a la periodista de «delincuente»-, de haberse inmiscuido en las funciones del Poder Judicial, manipulando la justicia para ponerla al servicio del gran capital. Incluso, de manera mañosa, el gobierno poblano ha promovido una investigación ante la Secretaría de Gobernación para que se investigue a Cacho por presuntos vínculos con el Ejército Popular Revolucionario (EPR).
Lydia Cacho practica un periodismo ético. Enfrenta una ola de presiones por sus acusaciones contra los pederastas. Sus perseguidores quieren que revele sus fuentes. Ha dicho que prefiere ir a la cárcel que revelar el nombre de sus informantes; que no va a ceder. «Como periodista tengo derecho a decir y contar la verdad.» Su caso tiene tintes políticos. En el fondo, es una vendetta por haberse atrevido a hablar de los poderosos. Acusando de mentirosa a Cacho, se trata de exculpar a Kuri, pederasta confeso, acorralado legalmente por grabaciones, fotografías de menores, videos y páginas de Internet donde se vendían las fotos y se ofrecían niños para tener sexo. Es, por tanto, una persecución intimidatoria y un juicio político contra el periodismo. Un atentado contra la libertad de expresión que, de prosperar, penderá como una espada de Damocles y una mordaza sobre todos los periodistas de México. Pero exhibe, además, la interconexión dinámica entre neoliberalismo, corrupción-violencia, privatización de la (in)seguridad y la justicia, economía «regular», economía informal y economía criminal. Es paradigmático en cuanto a la relación simbiótica entre el poder político y el poder económico, ligado con la explotación en las maquiladoras y el abuso sexual de infantes en una red de pederastas. Podría tratarse, incluso, de un tráfico de influencias para proteger a empresarios cercanos al presidente Fox. Finalmente, el caso desnuda el enfrentamiento de clase entre los señores del dinero y quienes habitan en el apartheid de la pobreza o toman partido por ellos.