En septiembre de 1992, el juez antimafia italiano Giovanni Falcone fue asesinado cuando transitaba con su esposa en la autopista que comunica al aeropuerto Fiuminicio de Palermo, Sicilia. Individuos designados por la Cosa Nostra colocaron una bomba debajo de un puente, y esperaron a que el juez (desprovisto de escoltas) pasara por allí para activarla a control remoto.
Dos meses después el sucesor de Falcone, Paolo Borsellino, fue víctima de un hecho similar cuando salía de su casa. Las pesquisas de las autoridades italianas permitieron demostrar que ambos crímenes fueron ordenados por el «capo de todos los capos» para ese momento, Salvatore Riina, también conocido como La Bestia debido, precisamente, a los procedimientos que aplicaba para eliminar a sus adversarios.
Con Falcone y Borselino, el estado italiano había avanzado mucho en las averiguaciones contra la delincuencia organizada. De allí que los asesinatos de ambos magistrados no sólo fuesen crímenes terribles: también constituían sendos mensajes para la sociedad y los poderes públicos en cuanto a lo que sucedería con aquellos que se atrevieran a inmiscuirse en los asuntos de la Cosa Nostra.
Fueron, a todas luces, actos de terrorismo. Sin embargo, estos asesinatos sirven como base para establecer una distinción entre las tácticas y la naturaleza de la organización que las pone en práctica.
Todo acto de terrorismo puede ser tomado como un delito, pero no todo delito es terrorismo. Este principio nos señala que el terrorismo por regla general es enjuiciable en las mismas cortes que procesan a los ladrones y homicidas, aunque las características de los delitos sean distintas. El acto terrorista por definición busca sembrar el miedo con la finalidad de precipitar o impedir la toma de decisiones, precipitar o impedir los cambios en el orden político.
Los asesinatos de Falcone y Borsellino fueron actos de terrorismo, ciertamente, pues intentaban inhibir cualquier acción judicial contra sus organizadores. Pero la Costa Nostra es una estructura profundamente conservadora. No busca la modificación del orden político, sino un beneficio económico de su relación con el estatus. Y esto es lo que caracteriza a los delincuentes, y los distingue de los militantes de grupos cuyas acciones obedecen a una motivación política.
En la medida en que nos acercamos al presente se dificulta la posibilidad de lograr una distinción entre terrorismo y delincuencia. La realidad actual se muestra confusa, y las afirmaciones que suelen hacer los voceros de los poderes públicos y líderes de opinión a menudo contribuyen en ello. La experiencia colombiana de los últimos 20 años ha demostrado, además, con cuánta frecuencia los grupos delictivos acuden a tácticas terroristas para lograr sus cometidos. No obstante, la investigación policial desarrollada sin presiones políticas generalmente es capaz de precisar cuál ha sido el objetivo del crimen, y con ello distinguir a los terroristas de los meros delincuentes.